viernes, 28 de enero de 2011

Mi Platero y yo y yo IV

CAPÍTULO IV: REGRESO AL ORIGEN

Íbamos mi Platero y yo y yo paseando en busca de florecillas, pues tiene mi Platero y yo predilección por las rosas y los lirios amarillos. Y yo, por complacerlo, de vez en cuando, le perfumo con ellas su piel de papel.

Repentinamente nos cruzamos con un libro abandonado. Pobrecillo, Platero y yo, un congénere tuyo abandonado a su suerte en un banco. ¿Y si llueve? Sería mortal para él. ¡Qué excesiva escasez de misericordia poseen algunos, Platerete! Vive tranquilo, mi Platero y yo, que mientras yo viva, tú no conocerás el áspero sabor del desamparo.

Cuando mi Platero y yo y yo nos aproximamos a él, el cuadro que se representó ante nuestros ojos no pudo ser más desolador. La criatura estaba muerta, había sido quemada. No era más que un puñado de hojas calcinadas.

Con gran dolor en nuestros corazones, mi Platero y yo y yo nos dispusimos a hacer lo que había que hacer.
Cogí lo que quedaba del cuerpecillo del malogrado, y mi Platero y yo y yo nos encaminamos hacia la arboleda florida. Una vez allí, al pie de un naranjo, enterramos al que, sin duda, habría podido sernos un gran amigo.

Después, mi Platero y yo y yo entonamos una oración por su alma:

Dios de las letras que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino de tinta, hágase tu voluntad tanto en la ficción como en la realidad. Te encomendamos el alma de tu hijo, honrando su proceso, para que alcance el reposo eterno. Amén.

-¡Ay!, ¿dónde se van, Platerillo mío, los libros que se mueren?, ¿tú lo sabes?

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