viernes, 26 de diciembre de 2014

Ya no hay locos


Nuestro ojo se abre.
La visión omnisciente se dirige al continente Proustiano, directa a una ciudad llamada Erewhon. Se detiene en el barrio Utopía.
Observamos a una niña jugar con su hermano pequeño en la calle Palíndromo. Agucemos el oído...
-Papá ha dicho que antes de jugar teníamos que leer un capítulo de Robinson Crusoe -le recuerda el niño a su hermana.
-Sí, ya lo sé. Dime una cosa, Germinal, ¿tú ya sabes guardar secretos? -le pregunta ella.
-Sí -asegura él.
-Pues le diremos a papá que estábamos leyendo aquí fuera y un cuervo nos robó el libro.
-Pero, Nana, eso no ha pasado -constata, confundido.
-Ahí es donde se requieren tus servicios de guardador de secretos. Guardaremos el secreto de que no ha pasado.
-¿Y qué hacemos con el libro?
-Lo esconderemos en la rama de un árbol y esperaremos a que lo robe un cuervo -resuelve seriamente.
En el interior de la casa vemos al padre de los niños, Edmond Dantés, hablando con su vecino Arthur Dent. Discuten sobre una reyerta ocurrida recientemente entre un amante de la poesía y un fanático de la narrativa.
-¡Qué vergüenza! ¡Acabar a tiros por un poema! -exclama Arthur Dent.
-La poesía es una cosa muy seria. Ningún rufián puede maldecir un poema de León Felipe y salir indemne -opina, categórico, Edmond Dantés.
-Sí, hombre, y al que se cague en la poesía fusilarlo al amanecer -ironiza Arthur.
-No opinarías lo mismo si la afrenta hubiera sido dirigida a Tolkien -se queja su vecino.
-Nadie en su sano juicio insultaría a Tolkien -Es la rotunda respuesta.
-¡Ja, me toca los perpendículos esa actitud petulante! -clama, indignado, su compatriota.
-Pues a mí me los toca que te los toque -se sincera Arthur-. Y no hablo por hablar, recuerdo un caso muy grave que traté en el hospital de trastornos lectores. Un paciente, diagnosticado con un cuadro severo de inanición literaria, buscaba recuperar su apetito lector. Me vino exánime, parecía un muñeco de trapo en vez de un hombre, ¿y sabes qué le devolvió las ganas de leer?
-Sabes que no.
-¡Tolkien, amigo mío! Fue recitarle el principio de Las dos torres y venirse arriba. En dos semanas lo tenía leyendo de todo. No te digo más.
-Pues mira, ha sido nombrar a Tolkien y entrarme una somnolencia de órdago. Nos vemos mañana, orco cargante -se despide.
-¡No me insultas llamándome orco! -grita antes de marcharse dando un portazo.
La familia Dantés pasa una noche tranquila en brazos de Hipnos. Llega la hora del desayuno.
-Germinal, la señorita Havisham me dijo ayer que esta semana tienes un examen de matemáticas. ¿Quieres que repasemos un poco? -se ofrece, solícita, Nana.
-Si no hay más remedio -responde este, estoico.
-A ver, si dividimos la longitud de la circunferencia entre su diámetro, ¿qué obtenemos?
-Aburrimiento.
-¡Madre mía, Germinal! ¿Qué diría la señorita Havisham si te oyera? -se lamenta su hermana.
-La verdad es que me importa un moco -replica, un poco contestatario.
-¡Papá! ¿No le vas a decir nada? -protesta Nana muy disgustada, clavando la mirada en su progenitor.
-Sí, sí -concede su padre-. A ver, Germinal, ¿sabes que las matemáticas pueden ser muy divertidas?
-¿Y cómo puede ser eso? ¿Por milagro? -aventura con los ojos como platos.
-Hoy nos hemos levantado algo exacerbados, ¿eh? Pues no, listillo. Se hace dándoles identidad a los números.
-¿Y cómo se hace eso? -pregunta curioso.
-Por ejemplo, el ocho puede ser un muñeco de nieve, el dos un pato que nada solitario...
-Pobrecito dos -interrumpe Germinal, condolido.
-Pero si se junta con otro número ya no está solo -le responde Nana.
-¡Ah! Si se arrima a otro dos estará con otro patito -descubre el crío.
-Claro -afirma Edmond, levantándose de la silla-. Ahora me tengo que ir a trabajar, Germinal. Si llego tarde, el comisario se pondrá hecho un basilisco -dice, recogiendo unos papeles de la mesa-. Pero esta tarde continuamos -promete, guiñándole un ojo.
-¿En qué estáis trabajando? -pregunta Nana.
-No puedo contarte mucho, pero creo que estamos a punto de atrapar al grupo criminal que se dedica al contrabando de libros de Danielle Steel -anuncia orgullosamente.
-¿No me digas? -pregunta Nana sorprendida- Ya era hora. Con gente así, suelta, no se siente una muy segura -afirma con gesto contrariado.
Al cabo de un rato, los niños salen para ir al colegio. Nuestro ojo les sigue mientras caminan hacia su destino.
-Nana, ¿la mamá puede leer pensamientos ahora que está en el cielo? -pregunta Germinal.
-Claro. ¿Por? -se interesa su hermana.
-Porque he pensado sin querer una cosa muy fea y no me gustaría que la hubiera oído.
-¿Y qué cosa tan fea es esa?
-Que me da envidia que ella tenga alas y yo no -confiesa.
-Pero si tú ya tienes alas, bobote. ¿No lo sabías? -Germinal niega con la cabeza- Lo que pasa es que te salen cuando estás durmiendo y no te puedes dar cuenta.
-¡Hala! -grita muy sorprendido- ¿Y tú me las has visto, Nana?
-Claro. ¿Te acuerdas de cuando estabas durmiendo y te caíste de la cama? -rememora.
-Sí. Fue cuando soñé muy alto.
-No fue eso, fue que volaste por primera vez -sostiene, convencida.
-¡Hala!
-Sí, yo vi como ese día te brotaron las alas y revoloteaste por la habitación. Lo que pasa es que como aún no tenías experiencia con ellas te pegaste un buen tortazo.
-¿Y por qué papá me dijo que me había caído por soñar muy alto? -pregunta intrigado.
-Porque te estaba tomando el pelo. Anda, corre a tu clase, que se hace tarde -le apremia Nana, en la puerta del colegio. Acompañamos a Germinal a la clase de la señorita Havisham.
-¡Buenos días, niños! -les desea la profesora.
-¡Buenos días, señorita Havisham! -corean a su vez un conjunto de vocecitas.
-Hoy no vamos a empezar con el temario -anuncia.
-¡Hurra! -Alborozo generalizado.
-Tranquilidad, niños. Lo que haremos será leer algunas de las redacciones con un máximo de cuarenta palabras que os mandé que escribierais.
-Ohhh -Intenso murmullo de decepción.
-A ver, ¿quién quiere ser el primero?
-¡Yo, señorita, yo! -Una manita se alza insistente.
-Muy bien, Margarita. Adelante, ponte delante de tus compañeros y léenos lo que has escrito.
-Se titula «En cuarenta palabras» -informa Margarita.
«Qué original», piensa la señorita Havisham.
-Mi tía y yo vamos a la montaña a cazar piedras y anoche cazamos una muy gorda que se escabullía y se resbalaba. Pero la metimos en un bote muy grande para que no escapara. Al final se ahogó. Fin.
-Muy bien, Margarita, interesante historia. ¿Otro voluntario?... ¿Nadie? Ernesto, eres el siguiente.
-No la he podido traer, señorita -responde una voz apesadumbrada.
-¿Qué ha pasado esta vez? ¿Se la ha comido el perro? ¿El gato te la ha despedazado? -pregunta la profesora con retintín.
-No, ha sido que me la ha robado el viento esta mañana. Lo perseguí durante un buen rato pero fue más rápido que yo -revela, con aires de fracasado.
-Hay un detalle que no me cuadra. Hoy no hace una pizca de viento, Ernesto -señala la profesora.
-En mi calle sí que hacía, señorita -certifica el infante.
-Como no me la traigas mañana te pondré un punto negativo -advierte-. Y para que no te la vuelva a robar el supuesto viento le pones una cuerdecita a la hoja y te la cuelgas del cuello si hace falta.
-Sí, señorita.
Una vez terminado el colegio encontramos a Nana enfrascada en la lectura de un libro, y a Germinal haciendo como que estudia.
-Nana, ¿has visto alguna vez un fantasma? -se le ocurre preguntar, aburrido de fingir tanto estudio.
-Una vez.
-¡Hala! ¿Dónde?
-En el sótano.
-¿Y dónde estaba yo?
-Los papás no te habían hecho todavía.
-Ah... ¿Y cómo era el fantasma?
-Muy feo. Yo pasaba por la puerta del sótano cuando oí unos gemidos. Giré el picaporte, bajé las escaleras y ahí estaba. Casi me caigo muerta del susto. Tenía tentáculos por pelo, llevaba unas cadenas por vestido y no tenía dientes. Parecía muy triste -recuerda apenada.
-Jopé, qué valiente fuiste. Yo no me habría atrevido ni a abrir el picatoste -reconoce honestamente.
Empieza a anochecer. Nana y Germinal descansan en sus camas.
-Nana, ¿estás dormida?
-Sí.
-¿Del todo?
-Sí.
-Ah, vale, perdona.
-Que no. Dime, bobito.
-¿Sabes que tengo otro secreto para guardar? -le pregunta, confidencialmente.
-¿Ah, sí? ¿Y cuál es?
-He oído a Arthur hablar en el salón con papá. Creo que eran cosas que no querían que nadie supiese porque hablaban muy bajito. Eso son secretos, ¿no, Nana?
-Sí. ¿Pero dónde estabas tú?
-Yo estaba debajo de la mesa, con mi capa de hacerme invisible -dice con gesto de pillo.
-¿Tu capa? -pregunta, extrañada.
-Sí, Nana. El mantel de la mesa, cuando está puesto me hace invisible. Que hay que explicártelo todo -responde con suficiencia.
-Ah, vale, perdone usted. ¿Y de qué hablaban?
-De una cosa que han llamado sadomaquinismo. Creo que Arthur es sadomaquinista y le gusta mucho -desvela en un murmullo.
-Ger, ¿te has dado cuenta de que al contármelo a mí ya no puedes seguir guardando el secreto?
-No. ¡Arjrj! -exclama, frustrado- Esto de los secretos es más difícil de lo que pensaba -se lamenta.
Mientras, en el salón, la acostumbrada tertulia entre Arthur y Edmond se desarrolla en los siguientes términos.
-¿Qué estás leyendo ahora? -pregunta Arthur.
-Los cinco se ven en apuros -responde con expresión grave.
-¡Ah! ¡Genialidad pura! Yo estoy releyendo Teo va a la playa -continúa Arthur.
-¡Gran saga! Aunque ese volumen concretamente no pude acabarlo. Es demasiado profundo para mí -admite con resignación.
-¿Me vas a decir lo que estás leyendo o vamos a seguir diciendo gilipolleces, «Inmond»?
-Yo preferiría seguir con las gilipolleces, pero bueno. Ahora estoy leyendo a Dickens -le informa.
-¡Puaj! -Repertorio de muecas- ¡Ese vejestorio! ¡Qué horror!
-¡Estoy hasta los perpendículos de que me critiques mis lecturas! -explota el señor Dantés.
-¿Ah, sí? ¿Y tú qué haces con lo que yo leo? -contraataca el señor Dent.
-Es que tú lees niñerías de esas de ciencia ficción con insufrible jerga -aduce Edmond.
-Pues anda que la jerga que se gastaban en el siglo diecinueve... Ya me dirás... Yo antes de hablar así prefiero tirarme por un puente a un río congelado.
-¿Qué culpa tendrá el pobre río?
-Tu humor está en horas muy bajas, Edmond -afirma Arthur, conmiserativo.
-Pues el tuyo brilla por su ausencia o es harto paupérrimo.
-Es que tú no entiendes mi humor -se defiende.
-Ni yo ni nadie, vecino -responde Edmond.
-Eso es una infamia. La asociación de amigos de Gollum se tronchan conmigo -apunta.
-Esa gente no cuenta. Todavía se ríen con cualquier gracia que incluya un anillo.
-¡No te permito que arremetas con los Gollumistas! -El ambiente se enrarece.
-¿Y qué vas a hacer? ¿Te vas a chivar a Sauron? -le reta, Edmond, aguerrido.
-¡Qué estupidez! Bilbo Bolsón anciano bastaría para darte lo que te mereces. ¡Y me voy a mi casa que hoy no te aguanto más! -Abandona la casa pegando un portazo. Edmond esboza una sonrisa.
Al día siguiente, Germinal se despierta inquieto. Ha descubierto algo que le ha dejado conmocionado.
-¡Nana! ¡Nana! ¡Han robado la luna! ¡Han robado la lunaaaaaa! -aúlla corriendo por toda la casa.
-No seas bobo -responde su hermana, cortándole el paso-. Por las mañanas la luna se esconde en una cueva para huir de su hermano el sol.
-¿Por qué? -cuestiona perplejo.
-Porque no lo soporta -bromea ella.
-Pues yo no sabía que la luna fuera tan titismiquis -reconoce, algo defraudado.
Vemos a Edmond Dantés desayunando en la mesa de la cocina. Germinal corretea hacia él.
-Papá, tengo unas preguntas apuntadas que quiero hacerte -le anuncia, enarbolando una libretita.
-Espero que no sean muy difíciles.
-Pues creo que sí.
-Vaya. Intentaré resolverlas de todas formas. Adelante. -Le sienta en sus rodillas.
-¿Quién es el que estira los árboles? -comienza a preguntar Germinal.
-Los duendes que viven en los árboles, claro está.
-¿Por qué el sol siempre va de amarillo y la luna de blanco?
-Creo que es porque les importa más la luz que irradian que el atuendo que llevan.
-¿Por qué nunca podemos pescar la luna del lago? ¿Es porque es titismiquis?
-¿Cómo? -pregunta, extrañado- Se dice tiquismiquis. No, es porque tiene millones de años y es muy lista.
-¿Podría ser que vivir sea como cuando nos disfrazamos?
-Podría ser perfectamente, pero es una pregunta muy difícil de contestar.
-Papá, esto me asusta cuando lo pienso. ¿Y si alguien nos ha encerrado en un espejo para mirarnos?
-No tengas miedo, sólo acuérdate de hacer muchas muecas al día para que sepa ese alguien que te has dado cuenta.
-Y papá, ¿sabías que si miro mucho las nubes les cambio la forma?
-¡Caray, ese es un don muy importante! Requiere mucha responsabilidad, ¿te has dado cuenta?
-Sí, tengo que concentrarme mucho para darles la forma de las cosas bonitas. A veces se me escapa de la cabeza un monstruo y me sale una nube fea.
-Bueno, ya irás mejorando con la práctica. Además, todo lo feo tiene su parte bonita. ¿No crees?
-¿Como la señorita Havisham, que es muy fea, pero se vuelve bonita cuando nos da caramelos?
-Sí, algo así, Germinal.
Pasada la mañana, sobreviene una tarde espléndida. No nos queda mucho tiempo para seguir observando. Vemos a la familia Dantés de paseo por el bosque.
-Papá, ¿por qué no nos venimos a vivir al bosque? -interroga, extrañado.
-¿Quieres vivir en el bosque?
-Sí -responde convencido.
-¿Y qué hacemos cuando llueva o haga frío?
-Nos sacamos las alas y nos tapamos con ellas, como los pajaritos -responde después de pensarlo mucho-. O nos metemos en una cueva, como hace la luna.
-¿Y qué comeremos? -Más pragmatismo de progenitor.
-Yo puedo hacer galletas y piruletas cambiándole la forma a las nubes -hace saber el niño.
-Pero las nubes están muy altas. ¿Cómo cogeremos las galletas y las piruletas?
-Jolín, papá, estás hoy un poquito tonto. Con una escalera.
-¡Anda! Es verdad, ni lo había pensado.
-Papá, otra cosa que te quería preguntar, ¿quiénes son el papá y la mamá del mundo?
-Pues todavía no hay una verdad absoluta, Germinal. Cada uno piensa lo que resuena más en su corazón. ¿Tú quiénes piensas que son?
-Yo creo que la mamá es una hormiga y el papá un dragón.
-Vaya, interesante teoría. ¿Y cómo era la hormiga? ¿El dragón era de esos que escupen fuego?
-¿Cómo quieres que lo sepa, papá? Aún no me habías hecho cuando el mundo nació -responde desconcertado.
Nana extiende una toalla en un claro del bosque y ella y su padre toman asiento. Germinal corre imaginando que le persiguen los árboles.
-Nana, ¿qué estás leyendo estos días? -pregunta Edmond a su hija.
-Los miserables. Hablaron mucho de él en la conferencia a la que fui el mes pasado.
-No recuerdo qué conferencia era.
-«El conflicto por la supremacía: clásicos frente a las novelas de fantasía y ciencia-ficción».
-Ah, sí. ¿Y qué te está pareciendo el libro?
-Grandioso. He llorado lágrimas de pena por todos los Gavroches y todas las Cossettes que viven en el mundo -dice con la mirada perdida.
-Me alegra que lo estés viviendo tanto. Yo tengo muy buen recuerdo de ese libro. Lo leí cuando estuve en la cárcel.
-¡Papá! ¿Cuándo estuviste tú en la cárcel? -le exhorta perpleja.
-Fue una tontería de juventud. Me peleé con un idólatra de Camus. No estoy orgulloso, pero un lector de clásicos no es de piedra.
-¿Qué te hizo?
-Aún me duele cuando me acuerdo. Quemó mis libros de Steinbeck -responde afectado. Nana se queda con la boca abierta.
-Papá, ¿es verdad que los perritos no van al cielo con nosotros? -interrumpe Germinal, cesando en su carrera y sentándose junto a ellos.
-¡Qué tontería! Eso es una mentira cochina -le dice su padre-. Si los perros no fueran al cielo, ¿quién ladraría cuando llega alguien nuevo?
-¡Ostrás! No había caído en eso -contesta Germinal, pensativo.
-Claro, si es de perogrullo -razona su padre.
-Y además -añade Nana-, ¿quién vigilaría que no entre ningún ladrón en el cielo mientras todos duermen?
-Exacto -confirma Edmond-. ¿Pero quién te dijo eso, Germinal?
-Ender, un amiguito del cole más mayor que yo.
-Pues dile a Ender que pruebe a pensar en cielos menos aburridos. ¡Vaya una cosa! Un cielo sin perros... ¡Qué infierno! -exclama Edmond con un aspaviento de cabeza.
-Sí, la verdad es que se me acaba de caer del pedostal donde lo tenía -anuncia el niño, abatido.
De vuelta en casa, vemos a Nana caer rendida en su cama. Arthur Dent y Edmond Dantés, sentados en sendas butacas, disfrutan de un whisky con soda mientras hablan de sus cosas.
-No te vas a creer lo que me pasó el otro día -le está contando Arthur-. Estaba en la biblioteca de espada y brujería cuando en una de las estanterías me encuentro con un ejemplar muy bien escondido de Paulo Coelho.
-¡No! -exclama Edmond, sobrecogido.
-Como te lo digo -confirma Arthur.
-¿Lo denunciaste? -inquiere Edmond aproximándose a su vecino.
-Claro. ¿Por quién me tomas? ¡No soy un desalmado! -exclama, molesto.
-No, perdona -le aplaca-. ¿Qué te dijeron los agentes de la biblioteca?
-Que revisarán las cintas de la cámara de seguridad para identificar al responsable y tramitarán la denuncia formal a las autoridades literarias pertinentes -le informa.
-Eso espero. Estaré pendiente del caso -asegura, volviéndose a acomodar en la butaca-. ¿Cómo puede haber gente que aún haga circular ese contenido subversivo? -pregunta, escandalizado, de forma retórica-. Y, cambiando de tema, ¿qué libro ibas buscando? Por curiosidad, más que nada.
-No te lo voy a decir -responde, rotundo.
-Venga, Arthur, que hay confianza.
-Sí, si confianza hay, pero también hay muy mala leche -resalta.
-Va, que sabes que yo nunca te oculto mis lecturas -le recuerda, persuasivo.
-Conan Rey, de Robert Howard -revela su vecino tras pensárselo unos momentos.
-¡Por Dios! ¿Qué será lo próximo? ¿Leer al «Potteras»? -aventura Edmond sin poder contener la risa.
-No, me pondré con Pratchett -responde Arthur sin ganas de entrar al trapo.
-¡Puf! ¡Qué aprensión!
-Mejor que leer a Zola, eso sin duda -se revuelve, punzante.
-No me puedes comparar a Zola con Pratchett -contesta Edmond, incrédulo.
-¿Por qué no? Los dos publicaron libros.
-Pratchett al lado de Zola siempre será un diletante -afirma con contundencia.
-Por lo menos es divertido. No como Zola, que es sopor absoluto.
-¡Zola, sopor! -grita, impresionado- Mira, tú lo has querido. Te diré lo que pienso de Pratchett -avisa, con ojos de loco-. ¡Es papilla literaria!
-¡Por decir eso te podría denunciar al Tribunal Supremo de Mundodisco! -amenaza, a punto de sufrir un descoyuntamiento de mandíbula.
-¡Por favor! -exclama, Edmond, despectivo- ¿Esa panda que piensa que el mundo lo sostienen cuatro elefantes apoyados en una tortuga? Ahora sí que me pareces gracioso.
-¡Mundodisco es mucho más que eso! -recalca.
-Crece un poco, anda, y lee libros de verdad -le aconseja, altanero, Edmond.
-¡Libros de verdad! Habló el Papa del «Literanismo» -contesta Arthur, santiguándose.
-Papa no, pero dentro de poco espero llegar al CPL -responde resueltamente.
-¡Tú! ¿En el Consejo del Poder Literario? Pero si no has leído más de quinientos libros en toda tu vida -acomete, con una mezcla de extrañeza y desdén.
-¡Eso es una falsedad! ¡Llevo leídos cuatro mil setecientos cincuenta y ocho! -ladra Edmond- Y puedo demostrarlo con mis certificados, expedidos todos por mi asesora literaria.
-¡Enséñamelos! -exclama, retador, su vecino.
-Ahora mismo me costaría un buen rato buscarlos, pero... -Resonantes carcajadas de Arthur- ¿De qué te ríes? Te digo la verdad...Tú juega, que te planto una querella por injurias a la poesía y te busco la ruina -le advierte, furiosísimo.
-No serás capaz -contesta Arthur en un tono retador.
-Que no soy capaz... -repite Edmond, fuera de sí, con fuego en los ojos.
En ese momento, Germinal, despojándose de su capa de invisibilidad, aparece para tomar parte en la tertulia. Un enorme moco, acomodado en su nariz, pasa desapercibido para él.
-¿Por qué siempre discutís y os ponéis hechos unos «obeliscos»? -les sermonea, entristecido- Nana y yo estamos hasta los perpendícolos. Si no paráis -avisa, agitando hacia ellos el dedo índice-, pondremos todos vuestros libros en las ramas de un árbol para que se los lleven los cuervos -remata, autoritario y tajante. Y al momento, abandona la habitación.
-El moco me ha impedido enterarme de lo que decía -comenta Edmond.
-En mí ha ejercido el mismo poder de atracción -confiesa Arthur-. Menudo ejemplar...
Nuestro ojo se cierra.
Portal dimensional: Spiritus Dei. Nº de exploración: 237. Nombre informe científico: «Lentilla omnisciente. Proyecto reconocimiento para conquista de exoplanetas y mundos dimensionales».
Año: 2045

lunes, 11 de agosto de 2014

Heroína en el lápiz

Diario de una terapia de rehabilitación. (Transcrito del archivo original en audio).

Día 1
Amanezco luna y desdibujado. Sin mi sombrío lapicero.
Es tiempo de oscuridad y vértigo profundo.
Una brisa glacial insufla espanto a través de mi burbuja. Araña mi piel. Traspapela y exilia las hojas de los cuentos que están en mi mesita.

Escribir me está haciendo daño. Hoy me extirpo todos los lápices.
Comienzo la terapia de sueño.

Día 6
El deseo de un pequeño lapicero me está quemando. A duras penas me hago el sordo y logro esquivar su poder de atracción.
NO.
Una punta de lápiz afilada sigue arponeando mi alma, una punta de lápiz como una garra.
Ahora mismo, si pudiera, escribiría con mis lágrimas.

Día 11
No logro dejar de pensar en él. ¡Mi lápiz, álamo negro!
El que escupía palabras averiadas y las lanzaba como flechas venenosas. El que aullaba rabia a la luna.
Lo rompí a mordiscos.
Mis sombríos lapiceros sólo escriben cadáveres, cadáveres que cuelgan agazapados en mi mano.
Estoy enfermo, enfermo de vidas muertas.

Día 20
Estas son las dos palabras que se me han quedado tatuadas en la mente: son muertos.
«Son muertos», pronuncio lúgubremente. «Llevan todos el signo de los muertos». «¡Son muertos, muertos, muertos!», repito frustrado, llevándome una mano a la frente y negando con la cabeza.
Siempre son muertos. Los quemaré todos. No salvaré ninguno.

Día 25
He caído. Le he robado un lápiz de aspecto anodino pero con un aire de fragilidad irresistible a una bibliotecaria. Aún no he escrito. Lo he dejado a la luz de la luna en el alféizar de la ventana. Sólo estoy observándolo.
Las nubes lo colorean con un torrente púrpura bruno. Está tan bonito….
Me acerco, pero no lo cojo.
Llueven lágrimas sobre mi lapicero.

Día 25 (madrugada)
Palabras brotadas de mi nuevo lápiz y que han salido volando por la ventana:
Mi triste lapicero escribe palabras fosforescentes.
Pero, rápidamente, permutan en sombrío.
¿Dónde el resplandor, dónde el alba, dónde el fin de la agonía?
¿Cuándo el lapicero sanador?


«Están heridas, irreversiblemente heridas», me digo, cabizbajo. «Y un conjunto de palabras heridas hacen un relato muerto», remato tajante, asomando media sonrisa con una mueca de autodesprecio.

Escribo para llorar en silencio. Lloro cuentos que brotan de la palma de mi mano agarrotada.
Les falta:
Aliento de vida.
Una voz que no esté quebrada.
Cordón gramatical.
Gorjeo de raíces.

Ya intenté:
Traerlos a la vida con rituales demoníacos.
Ponerles nomeolvides en sus tumbas, sarcófagos que yacen en mi libreta.
Repetir en letanía «venid a la vida» tres mil setecientas treinta y nueve veces.
Rociarlos con rayos de sol y de luna.


Nada funcionó.
Me gustaría extirparme esta heroína. Ahora me vuelve a doler el lápiz al releer lo que he escrito.
Quisiera romperlo y quemar esa hoja. Pero no lo hago.
La arranco de mi libreta y los lanzo a los dos por la ventana.

Día 26
Me arrepiento de lo que hice anoche. Me muero por un lápiz.

Día 29
He conseguido otro, sustraído a un estanquero despistado. Un lapicero muy pequeñito y ajado, que está a punto de quedarse sin palabras.
Emborrono mi libreta:

Mi sombrío lapicero persigue el cuento linterna que me cure la oscuridad y con el que pueda sonreír a la muerte. Un cuento que no se escupa a sí mismo.
Pero ni siquiera se atisba una palabra viva…
.

«¡Ah, una sola palabra viva!», exclamo, ensordecido por los lamentos de mi corazón. «¡No quiero sonar como palabra temblante que se susurra a solas en la noche!» «¡Quiero escribir vivo!», grito, ridículo.
Escondo el lápiz debajo del colchón. Temo hacerlo añicos.

Día 33
Lo he vuelto a coger. Necesito el placer de caer para echar a volar.
Garabateo en mi libreta.

Aquí pongo el gozo. Escribir es:
Respirar.
Viajar a diferentes nosotros.
Romper el espejo del vacío.
Desatarse el ser.
Hacer de vigía de noches.
Es como llenarse de barro y moldear figuritas.
Y es destino.


«Pero también es extraer clavos», digo estremeciéndome. «Y florecer invierno miles de veces, con la culata del lápiz apuntándote al corazón», susurro lastimero.

Aquí retrato la sed. Escribir es:
Gritar penumbras.
Habitar el exilio.
Llorar temblor y fiebre en silencio, rechinando los dientes.
Ser títere y titiritero.
Luchar con leviatanes.
Es como agonizar sin esperanza de muerte.
Y es destin…


Día 38
He tenido que robar otro lápiz porque el otro se me rompió antes de llegar a la «o». No lo hice a propósito. Apreté mucho y lo desnuqué al pobrecito.
Todo lo va rompiendo un hombre roto.

Día 50
Una muchedumbre de ausencias me visitó ayer. Se ha producido en mí una metamorfosis.
A la mierda la terapia de rehabilitación.

Día 51
Un sombrío lapicero es un puente. Un puente que separa a una hoja en blanco de un fantasma.
Y las palabras son pájaros. Pájaros surcando cielos níveos, volando como vuela la libertad.
Nunca más volveré a romper un lápiz, ni quemaré mis hojas. Yo mismo fui fantasma antes de venir y volveré a ser fantasma cuando me vaya.
Porque estoy repleto de cueva empuñaré mi lápiz como antorcha.

Aquí la metamorfosis. Sucedió así:
Anoche, un rayo iluminó la negra sima.
Una brisa fría, muy densa, penetró en mi cuerpo. Anocheció luz en un instante. La puerta, de repente, estaba entreabierta. Vi formarse la palabra-llave en la cerradura.
Percibí sus presencias. Estaban aquí, una oleada de escritores antepasados que jamás volverían a tener:
Ni voz.
Ni mano.
Ni lapicero.

Un ejército de muertos, infectados también por el veneno de escribir, tomaba mi cuerpo y hablaba por mi boca.
Repleto de escalofríos, con voz de ultratumba, balbuceé muy quedamente:
«Relato muerto es el que no está escrito. Un sombrío lapicero es una lámpara».

Y mi mano, impulsada por una fuerza extraña, apuntó con escritura errática en la última página de mi libreta:
Mi pequeño álamo negro, la noche nos ilumina. Y, juntos, alumbraremos fantasmas hacia la vacuidad de las hojas. Las almas de los cuentos esperan al otro lado.

http://www.goear.com/listen/9e9f6e2/lament-balmorhea

Perrerías

Querida Katerina: por fin nos hemos acomodado en el pueblo de mis suegros y tengo un momento para escribirte unas líneas. Me satisface comunicarte que la enfermedad de mi suegro no es tan grave como nos temíamos. Volveremos a Petrogrado en dos semanas si, como esperamos, se mantiene la mejoría.

En cuanto a mí, me encuentro de lo más desconsolada. No te creerás lo imposible que está Hércules ni lo perjudiciales que son las influencias femeninas para él en este ambiente rural. Está más intransigente y déspota que nunca. Al incauto Eros, pobre sufridor, no le da tregua. Ejerce sobre él una tiranía tal, que dejaría a Napoleón como un pelele pusilánime si osara retarle a un duelo. No te exagero nada, hermana. Estos bebés peludos míos me trastornan los nervios.

Todo comenzó por culpa de la perra de la vecina. De su mascota, claro está. Aunque también hay un poco de lo otro, todo hay que decirlo, y estoy dispuesta a afirmarlo en el juicio final. La prueba está en que la peina como una cortesana y no le reprime esas ínfulas que se da moviendo la cola, muy indecorosamente, por cierto.
Para colmo, la vecina tuvo a bien bautizar a la dueña de ese lujurioso apéndice con el nombre de Afrodita. Figúrate, llamándose así, esa criatura estaba condenada a cometer los actos más depravados y a vivir una vida repleta de indignidad y continuas faltas de decoro. Tú misma juzgarás, Katerina.

El desagradable incidente empezó cuando nos disponíamos a tomar un almuerzo con unos amigos. La vecina y su Afrodita decidieron que ese era el mejor momento para visitar a mi suegra y preguntarle por el estado de salud de su marido. Aquello fue un atropello contra los principios más elementales de la educación, pero por lo que se ve en este pueblo se desconocen por completo los modales.

Pues bien, en cuanto Hércules vio a Afrodita, le noté que se había prendado al momento de esa descarada mestiza. De repente, emergió en él una mirada que parecía decir: “Monada, yo soy tu perro. Sería capaz de dejar de ser un golfo por ti, luz de mis ojos”.
Pero a ella debió de parecerle una impertinencia, porque ladeó la cabeza como si le respondiera: “Me repugna su insolencia, caballerete. Usted no llega ni llegará nunca al nivel necesario para ser mi enamorado”. Y tenía toda la razón, ya que ella es mucho más voluminosa que él. Sin embargo, por más que le intenté explicar al pobre Hércules la imposibilidad de ese amor, aduciendo la disparidad de tamaños, no entró en razón ni cejó en su empeño de dirigirle ardientes miraditas a la joven dama, mientras se contoneaba orgullosamente.
Tienes razón, hermana, ya te veo reprochándole su atrevimiento. Yo también reconozco que fue una actitud inapropiada para un perro de su posición social. Te imploro que le disculpes, porque fue como un flechazo, que le dio al galán en toda la cocorota.
Estoy preocupada, porque no sé cómo lograré hacerle comprender sin que discutamos que su amor es inaceptable, además de indigno para su categoría. Ya estoy oyendo lo que le dirás en cuanto volvamos, te veo agitando compulsivamente el dedo índice mientras le reprochas: “¡Ay, calamidad! ¡No haremos carrera contigo! ¿Qué podemos esperar de un señorito que no respeta su pedigrí?” Yo te lo respondo, Katerina: que el Señor nos proteja.

El caso es que la perra no quiso saber nada del pavoneo de nuestro Hércules. En cambio, sí que mostraba un interés especial por Eros. Yo la vi, a la muy casquivana, contonear sus partes traseras ante el hocico de él afectando descuido. Lo más escandaloso fue contemplarla ejecutar un neurótico agitar de cola cada vez que él pasaba cerca de ella.
De más está decir, porque supongo que ya te lo estarás imaginando, que esto fue el colmo de la fatalidad para nuestro pobre pequeño. Al darse cuenta de los elocuentes detalles, como me di cuenta yo, montó en cólera y le dio un tremendo síncope de rabia, los ojos se le pusieron en blanco, comenzó a emitir aullidos lastimeros. Mi corazón palpitaba acongojado. A punto estaba de desmayarse, cuando alguien trajo corriendo una salchicha, y sólo el hecho de enseñársela produjo en él una instantánea recuperación.
Sin embargo, fui rauda a mi habitación a coger mi saquito de sales por si se producía el temido desmayo. Pero no hizo falta, gracias a Dios, porque cuando volví ya se estaba recuperando. Ni te imaginas cómo tenía los nervios de destrozados, no tuve otra elección que prescribirme una considerable copita de vodka para reanimar la corriente sanguínea. Por un momento, llegué a temer que perdíamos a nuestro autoritario chiquitín.

Pero ahí no acabó todo, hermana. Nos quedaba sufrir un conflicto familiar lamentable.
Ocurrió cuando Eros, con su porte musculoso y su mirada benevolente, se acercó a Hércules. Con un tierno gesto y levantando la pata derecha hacia él, lo miró como diciendo: “Yo me disculpo, pero que vaya por delante que ni he mirado a esa señorita”. Pero el intratable e inmisericorde Hércules le respondió con un mordisco en la pata, el muy bellaco.
Estuve toda una hora entera sin dirigirle la palabra, no te digo más. Su comportamiento fue de lo más reprobable. Nunca se había mostrado violento con Eros, todo lo más algún empujoncito que revelaba un: “Deja paso al Rey, inmundicia”. Pero ahora me arrepiento un poco por haber sido tan dura con él. ¡Toda una hora sin hablarle!
Si en el fondo lo que le pierde es su afán de tiranizar, pero es innegable que, mientras está tiranizando, yace latente un cariño y una lealtad inmensas. Lo que pasa es que nadie sabe verlo. Además, encuentro que hay en su manera de ser una actitud regia tan… cómo te diría… tan impertinente, que me resulta de lo más encantadora.

Te mando una fotografía para que veas como es de desolador el pueblo de mi marido. No te rías de mis pelos, pero chica, aún no he podido encontrar a nadie que me sepa hacer un peinado comme il faut.

No te creas que ha sido fácil tomar la fotografía. Yo quería que salieran los dos uno al lado del otro. Pero Hércules sigue muy molesto y no soporta tenerlo cerca. Ya ves que no quiere ni mantener relaciones oculares con él. Cuando lo tenía en mi regazo no paraba de gruñirle, talmente como si le estuviera diciendo: ¡Maldita sea!, esto no quedará así, traicionera escoria plebeya”.

No te preocupes por la herida de Eros, está prácticamente curada. Aún no apoya la pata derecha del todo, pero es casi imperceptible.

Ya está bien por hoy de perrerías, Katerina.

Te quiere, tu hermana muerta, si no encuentra pronto una peluquera en condiciones.

Barco Mundo

¡Oh, compañeros de nave y compañeros de mundo!
Herman Melville


Mi amigo Chaqueta Blanca y yo somos marineros en el barco Mundo. De sol a sol y sin apenas descanso navegamos por el veleidoso océano de la incertidumbre. Sólo hallamos solaz cuando nos cala los huesos la lluvia de la imaginación.
A bordo, mantenerse siempre a bordo es nuestra única consigna, aunque cada día nos cuesta más porque hemos visto ya a muchos de los nuestros saltar por la borda.
Nadie sabe a ciencia cierta desde dónde zarpamos ni en qué puerto nos veremos apeados, este barco sigue su rumbo fijo y no tiene más escala que la muerte. Pero mi amigo disfruta del embarque, lo observo soñando el mar y respirando niebla en la cubierta.
Chaqueta Blanca, mitad humano, mitad personaje (¿no lo somos todos?), compañero en esta travesía que recorre el barco Mundo, no se afana en intentar averiguar si se halla en el camino adecuado (para él toda senda es hogar), y nunca le ha preocupado el sotavento. En este barco Mundo no conocemos ni conoceremos otra cosa que no sea navegar.
Chaqueta Blanca, pobre marinero, él sabe que no es de este barco, pero aun así ama la nave y el océano que surca. Él no es de los que buscan saber dónde recalará, quizás ésa sea la razón de que conozca tan bien su destino. Y mientras muchos se preguntan qué hay de real en el barco Mundo, a mi amigo le basta con imaginar las estrellas para conocer la realidad. No pocas veces lo he encontrado, en pleno día, charlando animadamente con las estrellas. O, mirando al cielo, antes del atardecer, contemplando la luna. Es su faro el firmamento. Mi amigo lleva todos los astros en su memoria.
Este Chaqueta Blanca con los ojos de color armonía intenso es famoso por su grito de guerra: ¡Avante, marineros!, y el día que se apee de este barco Mundo, en su mirada no leeremos otra cosa reflejada.
«Las estelas que habremos de dejar se las llevará la corriente, pero el gran océano que atravesamos reconoce a cada marinero que viaja a bordo del barco Mundo, y cada nudo recorrido es una milla más que se avanza», dice Chaqueta Blanca. «Compañeros oceánicos, todo marinero del barco Mundo es un explorador único que, con su trayecto, hace conocida una parte más del cósmico mapa naval. ¡Siempre avante, marineros! ¡Nunca estamos perdidos! ¡El viento en popa, siempre!», grita emocionado.
«La marea es sabia y su balanceo nos equilibra. Al marino del barco Mundo no le hace falta ni remar, compañeros. La derrota que seguimos, sin duda, habrá de llevarnos a casa».
Últimamente parece como si el barco Mundo fuera fábrica de vientos y se vendieran ventarrones al por mayor. Vayamos donde vayamos los marineros de barco Mundo, sea cual sea el pedazo de océano que singlemos, inundados de ventarrón vamos hacia casa, por fin a casa, según el siempre acertado criterio de mi querido Chaqueta Blanca. «Hacia casa, por fin a casa», me dice, con fuego y agua asomándole por los ojos. «Al abordaje de instantes con nuestro barco pirata, grumete, ahí es hacia donde nos dirigimos», me espeta, clavándome en los ojos las chispas y las olas de su mirada.

«Ya no nos hará falta ancla», dijo, el otro día, Chaqueta Blanca. «O mucho me equivoco o estamos a punto de adentrarnos en aguas turbias y revueltas, ha llegado la hora de lanzarse al horizonte, este buque atraviesa mares que nunca antes fueron navegados por ningún barco».
Y desde entonces viajamos sin ancla, sin mástil, sin velas, viajamos con el empuje que da el aliento del marinero que recuerda su morada.
Este barco Mundo siempre ha sido pasajero, pero, entre todos, hemos viajado como si tuviéramos la seguridad de que esta travesía fuera la única realidad, relacionándonos como si fuéramos a vivir en este barco eternamente. Hay muchos marineros en este barco Mundo que nos hemos cansado ya de esta farsa. El primero, Chaqueta Blanca. En la portada de su bitácora, ha escrito: barco Mundo mudo, ciego y sordo de fantasía. En el interior de esa bitácora auguro que debe haber como un universo de creatividad con mágicas galaxias en continua expansión.
«¿Quién te ha enseñado todo lo que sabes?», le preguntan algunos marineros a Chaqueta Blanca. Y él sonriente, contesta: «El mar, el océano por el que transitamos me enseña todo lo que necesito saber. Confianza en el océano, marineros, hay que tener. Este barco Mundo no naufragará, y el que es capitán lo sabe. ¿Acaso no vamos siempre a la deriva? No temáis nada en este barco Mundo, si lo sentís zozobrar confiad en el océano. La confianza será el único salvavidas al que podréis aferraros».

Para mi amigo no existen naufragios, aunque conoce todos los desafíos, ninguna tormenta conlleva peligro alguno para él. El espíritu del tornado porta en la sangre. Y cuando los marineros hablamos de tormentas, las palabras que pronuncia Chaqueta Blanca nos huelen a inmortalidad, él dice que eso es porque vino a este barco Mundo con el sabor de lo eterno retumbándole en la garganta.
Cuentan que Chaqueta Blanca siempre ha sido el que es, que siempre ha estado en contra de ir contra viento y marea, que jamás se le ha visto hundido en la negrura de la noche ni nadie le oyó nunca gemir entre tinieblas. Porque Chaqueta Blanca se nada las noches, los mares, las distancias que le separan de su tesoro perdido, así no le alcanza el voraz cachalote de la desolación. Le salen escamas y logra escurrirse de cualquier marinero que osa hablarle de fronteras. «¿De qué fronteras hablan estos enajenados?», me pregunta Chaqueta Blanca. «Barco Mundo sólo hay uno», dice sumergido en honda perplejidad.
Cuentan que Chaqueta Blanca es un ciego de lógica de nacimiento, que ni siquiera puede distinguir entre babor y estribor, que embarcó lunático y desembarcará lunático. Algunos marineros decimos que nuestros oídos de ave de paso se deleitan con el allende ulular de este sempiterno lunático, y no con las estridentes ráfagas de sensatez de los congruentes.

Ver a Chaqueta Blanca calado hasta la médula de refulgentes luceros en las noches de plenilunio es un espectáculo digno de presenciar. Jamás mis ojos de marinero contemplaron cosa semejante. Se le ve toda una constelación de otro mundo que se le escapa por la comisura de los labios, y un resplandor envolvente que emite con su sonrisa se me mete en la tripa iluminando la cueva de mi nostalgia. Cuando anochece, Chaqueta Blanca comienza a hablar de un lugar muy lejano a barco Mundo, y que, sin embargo, queda cerca del mar que buceamos. Un lugar llamado Ultramar. Ultramar es océano en el que confluye todo y es también isla de cualquier instante en el que uno sepa flotar por sí mismo, sin necesidad de madero al que aferrarse. Chaqueta Blanca lo define así: «Ultramar es el lugar donde nace el siempre y el presente». Cuando llega la mañana, Chaqueta Blanca se retira a su morada de agua. Mientras se aleja le oímos exclamar: «¡avante, marineros, en el ahora se halla el timón de la eternidad!».

Como en barco Mundo no hay quien entienda de este absurdo barco errático, (y menos aún del mundo), mi amigo se pone «metafilósofo», que según él, es dedicarse a vivir en su filosofía y dejar que cada uno haga lo propio. «Yo sueño un barco Mundo donde todos cuenten su propia historia, grumete, y escuchen las de los demás. Yo lloro un barco Mundo donde todos puedan poner su voz y donde todas las voces cuenten por igual, no sólo en mudo papel».
Metafilósofo, así está Chaqueta Blanca cuando no oye a nadie contar su propia visión de este barco Mundo. «A los marineros de este barco Mundo nos falta filosofía, mucha filosofía», me dice, con una tristeza en su voz que me congela el alma y el entendimiento.
Pero no le dura mucho su metafilosófica tristeza, pues al poco tiempo le invade el éxtasis que le provoca contemplar la majestuosidad de una montaña, la forma de una nube o el vuelo de una gaviota. Chaqueta Blanca ama los paisajes más que a su vida. De pronto, nos espeta: «¡Silencio!, atentos al gato que pasa en forma de nube. ¡Mirad!, un arcoíris nos saluda, marineros, guardemos silencio para observarlo».

De vez en cuando algún viejo marinero se nos acerca para decirle a Chaqueta Blanca: «no le metas a los muchachos esas tonterías utópicas en la cabeza, las cosas en barco Mundo son así, un marinero nada puede cambiar».
Y así les contesta Chaqueta Blanca: «barco Mundo es como lo ve cada marinero. Yo sólo les digo que no se dejen inocular el virus represor de los criterios, pues sólo el cambio no cambia, sólo la transformación permanece. Únicamente les espoleo para que se adentren en las grutas de sus ideas, para que se muevan impelidos por el dictado de sus propios dictados. Las cosas son como se interpretan».

Chaqueta Blanca nos huele el desánimo a mucha distancia. Y sabe cómo ahuyentárnoslo. Un día, cómo nos vería de sumidos en nuestras penas, que nos dijo: «Necesitáis mi catalejo. Con él veréis más allá». El catalejo de Chaqueta Blanca es un extravagante artilugio que, si miras a través de él, te borra las imágenes de la mente que te trastornan y las sustituye por otras en las que se aprecian cielos estrellados, islas paradisíacas, bandadas de pájaros, la Vía Láctea, y un sin fin de cosas más. Yo, cuando miré, vi una ballena descomunal. Anduve durante mucho tiempo con esa visión como contraveneno, como cuerda a la que asirme en los momentos de ceguera absoluta. Sí, yo soy un marinero que, en determinados momentos, adolece de visión y reniega de la marea humana, hasta el punto de que necesito cuerdas, bastones, algún cabo para el alma al que me pueda sujetar, pues la marea oceánica me seduce con el silbido de su inmensidad. Temo ceder al impulso de tirarme por la borda para ir en busca del abrazo con el originario mar. Y aunque Chaqueta Blanca dice que debo ser mi propio cabo, recordar la imagen de aquella ballena me ancla dentro de mí mismo, me enraíza a barco Mundo, no sé por qué. He aprendido que una ballena puede convertirse en cayado, la luna puede transmutarse en relajante pócima, o una palabra ser hoguera y sombra.

En los días de viento gélido, Chaqueta Blanca juega a crear palabras con el vaho de su respiración. Parece como si su aliento les diera vida al pronunciarlas. Cuando escoge una palabra, la repite, la repite, la repite hasta que parece que la está viendo, recién nacida del vaho de su pronunciar. Y como si la acariciara, con sus manos va dándole forma, para después soltarla y entregársela al viento, que se la susurrará a alguien en el oído. Alguien que no esté sordo de tempestades. A cualquiera que oiga un mínimo del rumor glacial submarino.
En los días de viento gélido, sólo nos abrigan las palabras a las que da vida de aliento Chaqueta Blanca. En los días de viento gélido, él sonríe, con letras colgándole de la boca. Palabras como «humo», «timón», «oleaje» nos hacen de mantas y nos alumbran los sentimientos. Y aún no hemos conocido iceberg que no haya sido abrasado por el consuelo de sus palabras de viento.

Hasta que en barco Mundo navegar sea vivir, y no matarse por sobrevivir, Chaqueta Blanca poblará el desierto de lo quimérico. Hasta que en barco Mundo existir signifique mucho más que producir, Chaqueta Blanca soplará fantasía.
Hay que agradecerles a los dioses del mar que Chaqueta Blanca no encaje en este barco, que sea como tonificante brisa del extramundo y que sea capaz de traspasar el hielo de la aflicción con el llameante soplido de sus revelaciones. Yo nunca se lo agradeceré lo suficiente ni podré rezarle a Poseidón, a Neptuno, a Nereo o a Váruna todas las plegarias que se merecen.
Cuando alguien es lámpara entre oscurantismos, como Chaqueta Blanca, va irradiando luces que encienden vidas, y aquí en barco Mundo, con sólo un vistazo, se advierte que escaseamos de luminarias. Y a las pocas que tenemos les solemos dar la espalda, creando así monstruosas sombras que hacen más oscura la andadura. Pero aún quedan marineros en barco Mundo que velan para que esta embarcación no se estanque en aguas empantanadas, aún merodean aquellos navegantes que rezan por más fábula y menos axiomas. Para ellos inventa mi amigo Chaqueta Blanca.

El camarote de mi amigo es nido de vuelos, es aposento de auroras, está lleno de musicales silencios flotando en el aire. Con sólo traspasar la puerta ya se percibe una atmósfera de magia ancestral mezclada con fragancia de ausencias. Chaqueta Blanca comparte camarote con su soledad, que siempre está presente y le hace mucha compañía.
Tiene en su camarote una brújula que no señala norte alguno, pero si la observas detenidamente, entrecerrados los ojos, verás indicadas todas las direcciones de las profundidades ultramarinas. Tiene también un cuadro, un cuadro que me traslada a dimensiones distintas de la que habita mi cuerpo. En él se observa, suspendido en un abismo, un estrecho pasillo que conduce a una puerta por la que se escapa una luz profundamente atrayente, una luz incitadora a traspasarla, todo ello con un fondo verde en forma de espiral. Pero, en realidad, en el cuadro no hay pintada una puerta, el cuadro mismo es la puerta. Yo lo he atravesado en incontables ocasiones, regresando distinto, volviendo menos náufrago. Es un cuadro rendija por el que llegas al hogar del amanecer, donde nace la luz.
En el lecho de Chaqueta Blanca, junto a él, duermen la mueca irónica y el gozoso deletrear de los sentimientos, que es pasado augurador de futuros. Por eso, cuando se levanta aún lleva en el rostro las marcas de la broma y el sentir, pues no son otras sus almohadas. Se le ve en la cara la huella que imprime el objeto en el que deja reposar su cabeza. La broma y el sentir, es lo único que necesita para descansar soñando.
Los que no vivieron mas que hundimientos, en el camarote de Chaqueta Blanca encontrarán balsa. Los que se sienten encerrados en este barco Mundo, en su camarote hallarán refrescante libertad.

Aunque nubarrones gigantescos se ciernan sobre nosotros, nada temeremos, porque Chaqueta Blanca nos ha contagiado su «avante, marineros». Ya estamos empapados de su estimulante acuosidad, ya sentimos su alentador aliento en el cogote reconfortándonos. Siendo él maestro de tormentas, no hay rayo ni trueno del que podamos espantarnos.
Como en barco Mundo todo es perpetuo vaivén, balanceo continuo, él nos ha enseñado el arte del equilibrio, que consiste en ignorar las ansias por evitar caídas o golpes. Nos dice: «No temáis al mareo ni a la angustia, no huyáis de caídas o golpes. Aquel que cae es el único que verdaderamente se mantiene en pie, el que no cae es porque no se mueve, y por lo tanto no avanza».
Y si nos viéramos atorados en colosal ventisca no nos veríais desesperar, la amistad de Chaqueta Blanca ha creado en nosotros semillas que el vendaval llevaría muy lejos, mucho más allá del mar. Sólo pensar en ello nos fortalecería. Somos marineros que llevamos el viaje y el brote en la sangre, nos gusta descubrirnos en los lugares más insospechados. Somos marineros que, aun estando varados, remontaremos hacia el alba de la utopía, acompañados por el brillo de astros de Chaqueta Blanca.

En ocasiones, mi amigo canta cuando está dormido, a menudo entona la misma canción, la canción del olvido, su estribillo mece los sueños de Chaqueta Blanca: «Ven, barco Mundo, conmigo, olvidé que vagaba perdido. Sopla, viento, sopla, que tu murmullo me arropa…» Cuando está despierto no se acuerda de la canción, pero el Chaqueta Blanca dormido también necesita de cánticos que le acunen el soñar. Vuela mi amigo, cantarín, por los etéreos cielos de las ensoñaciones. ¡Vuela, Chaqueta Blanca, vuela!...

Mi amigo sabe que escribo sobre él, mas no lo aprueba, él preferiría que escribiera sobre atardeceres en barco Mundo. Pero ¿cómo no escribirle? Chaqueta Blanca, que no es del todo personaje ni del todo humano (¿no es así con todos?), tenía que vivir para siempre, hecho de papel y letra, como retratado en un lienzo. Porque él, que nunca ha naufragado, es náufrago de todos los naufragios. Él, que nunca está solo, es amigo de soledades. Así es Chaqueta Blanca, maestro del arpa de las paradojas. ¿Cómo no escribirle?
Esta mañana, me ha dado un beso en la frente y señalándome al cielo limpio y claro, ha dicho: «grumete, si una ola se me llevara, podrás encontrarme en esa estrella, esa que tiene la luz de plata».
Me duele la belleza de la lógica de Chaqueta Blanca. Tengo quebrado mi corazón de marinero sólo de pensar en un celeste Chaqueta Blanca instalándose en astro de plata.
Porque todos los marineros sabemos que, en una oscura noche de tormenta, se lo llevará una ola.

miércoles, 12 de febrero de 2014

La vida cuento



Todos los cuentos empiezan y terminan igual.
Todos los cuentos tienen el mismo principio e idéntico final.
El nudo es lo único que se puede anudar.

La vida es como un cuento. Un tubo de palabras palpitante.
Una historia que se lee y se escribe al mismo tiempo.
Un reguero de principios avanzando hacia el fin, con mensaje en cada punto y seguido.
Una fantasía que nace de otra fantasía que nace de otra fantasía.

La vida es igual que un cuento. Carne de verbo, luz que brota del vacío.
Se lee en horizontal o en vertical y se escribe en infinito.
Como la vida, los cuentos nacen, crecen, se reproducen y mueren.
La criatura, semejante al creador, anda rondándole en círculos.

La vida es lo mismo que un cuento. Un cuento escrito en trance con tinta indeleble.
El principio y el final se escriben solos. En el nudo está lo variable.
Todos los cuentos comparten el mismo despertar, todos los cuentos vienen con su fin añadido.
En todos los cuentos habita la singularidad de una voz escuchándose narrar.
En cada cuento se desarrollan todos los cuentos. Pero el más anciano de los cuentos se escribe a sí mismo.

Recapitulemos.
Se está escribiendo un cuento viviente.
El principio ya ha pasado. El final viene contado. Entre medias decide el cuento su hilo narrativo.
Todos los cuentos contienen la semilla de todos los cuentos. Todo cuento, en su germen, es siempre un abanico inmenso de posibles.

Vivía una vez un cuento que apagó sus palabras para soñar que era un hombre.
Ese hombre soñado se dedica a extraer sonidos de su silencio y teje con cuentos su cuento.
Ahora mismo acaba de enhebrar: todos los cuentos empiezan y terminan igual.