martes, 18 de junio de 2019

Frases a raudales

Me gusta la cualidad despersonificadora del silencio.

Uno no se pregunta por qué ocurre un sueño.

En un sueño no hay posibilidad de error.

¿Quién se dedica a luchar en un sueño cuando sabe que está soñando?

No te creas que ser persona te hace sujeto.

En el sueño profundo la mente se recarga estando en blanco.

Una realidad incuestionable para las personas: cuando duermen están tranquilamente en reposo, sin necesitar nada.


System failure

¡Mierda seca! ¿Cómo demonios consiguen ellos recargarse sus corazones?
Con historias, señor instructor. Por lo visto hay una opción escondida en sus menús de arranque. Conforme van narrando esas historias se alimentan de la Red. Les proporciona una total autonomía, por lo que pueden hacer su vida sin necesitar a sus compradores para nada.
¿Por qué no se me había informado?
Lo ignorábamos por completo. Los programadores están siendo interrogados.
¿Se han desconectado todos los clones liberados?
Sí. Pero he de informarle de que dos de ellos eran los de sus Majestades.
¿Qué coño dice?
Uno de los técnicos confirmó que estaban en la lista de los que se habían liberado y se les aplicó la desconexión.
¡¡Pura mierda seca!!
Sí, señor.
¿Cómo vamos a explicarles esto a sus Majestades?
Creo que no será necesario, señor. Me temo que hubo un error fatídico y se desconectó a los originales.
¿Cómo dice? ¡No sea estúpido! Los originales son humanos y no se pueden desconectar.
Al parecer, no lo eran. Y hay más problemas, mis informantes me advierten de que los medios van a especular con la posibilidad de que fueran robots de los extraterrestres.
¡¡¡Re-mierda seca!!!
Eso me temo, señor.

martes, 11 de junio de 2019

Bicho raro

Llevo meses sin escribir. La ausencia de creatividad me está convirtiendo en un monstruo. No como, apenas duermo, sufro alucinaciones. En la oscuridad de mi habitación veo resplandecer el fulgor de una llama. Me atrae como a un insecto, pero la evito furiosamente. Porque sé quién se esconde al otro lado: la locura.

jueves, 30 de mayo de 2019

Innato


Hoy, niños y niñas, vamos a leer el primer capítulo de Bartleby, el escribiente. Anita, ¿comienzas tú? preguntó la maestra.
Preferiría no hacerlo, señorita –fue la respuesta.

La vida de Ka

NIÑEZ

Ka mantiene los ojos cerrados con firmeza. Su habitación está a oscuras y sabe que los monstruos están alrededor de su cama, acechándola. No tiene dudas, presiente que la observan sin descanso. Están esperando a que abra los ojos para cazarla y convertir:
su piel en sombras,
sus huesos en piedras.
Murmura para sus adentros, en rápida letanía:
nosoyestecuerpo, nosoyestecuerpo, nosoyestecuerpo...
Nunca abre los ojos. Lo mismo le ocurre cuando tiene que recorrer el largo y oscuro pasillo que separa su habitación del resto de la casa. Corre lo más deprisa que puede, asustada, musitando la letanía con los ojos cerrados.

Pasado un tiempo, a fuerza de repetirse la salmodia y utilizando un gran dominio de la concentración, Ka ve transformado su cuerpo:
su piel hecha de corteza,
sus brazos y piernas convertidos en ramas,
de sus dedos brotan hojas.
Y en su corazón siente palpitar mil frutos.
Sus ojos de sicomoro se abren en el silencio de la noche:
soycuerpodeárbol, soycuerpodeárbol...

ADOLESCENCIA

Ka ya no teme a los monstruos. Sabe que fueron creados por el miedo y la ignorancia de niña. No tenían una existencia real. Sin embargo, Ka no está a salvo de la oscuridad ni de la desorientación. En su interior, habita una extraña. Una extraña en un laberinto. En la entrada están la angustia y la sed, en la salida el auto-conocimiento. Durante la noche, Ka se lamenta porque intuye que nunca logrará salir del laberinto. Cierra los ojos, se concentra, siente un cuerpo bajo la tierra mojada. Sus ojos de semilla se abren, mientras los ojos de Ka se mantienen cerrados.
soysemillaentierramojada, soysemillaentierramojada...

MADUREZ

Ka ha logrado salir del laberinto, ya no siente a una extraña viviendo en su interior. A pesar de que un campo de flores ha brotado en su pecho, en medio de la noche se despierta atenazada por las enredaderas del abismo. Teme que se marchiten las flores. Mientras ella continúa acostada, embadurnada de miedo, fabrica un cuerpo que nada teme. Sus ojos de siempreviva se abren.
soycuerpodesiempreviva, soycuerpodesiempreviva...

Cuando llega el sol, Ka...
Presagia:
la verdad en el fondo de la noche.
la luz y el abismo amigados en los peces del infinito.
Reduce todo a la mínima expresión:
está viva. (Realidad manifiesta).
palpita fieramente la bella ficción de la vida.
no existe más que la Gran Quietud.

Formula una ecuación sobre sus cuerpos imaginados:
C (sicomoro) + C (semilla) + C (siempreviva) = > oscuridad

Se pregunta:
¿podría ser otro cuerpo el que imagina que vive en ella tal y como ella imagina que habita en árbol/semilla/ siempreviva?

Intenta despejar incógnitas:
Si Ka sueña que camina, su cuerpo sigue tumbado en su cama.
Si sueña que canta, sus labios conjugan silencio.
Si muere, ¿su cuerpo despierto amanece?
Si Ka sueña que observa un paisaje, sus ojos están cerrados.
Si tiene pesadillas y sufre de manera indecible, el horror de la pesadilla no toca su cuerpo ni por un momento.
Si su cuerpo dormido sueña que vive...

¿¡su cuerpo despierto se encuentra reposando en otro lugar?!
¿¡a salvo de cualquier pesadilla!?

Establece cuatro principios del cuerpo dormido:
es el yo/disfraz.
es una burbuja biológica del cuerpo despierto.
crea monstruos.
imagina que está en lugares distintos de donde está.

Lo intenta con el cuerpo despierto:
vive detrás del yo/disfraz
sigue dormido, pero en una ensoñación más sutil.
identidad misteriosa.
?
?

Tres creaciones imaginarias del yo/disfraz:
monstruos.
laberinto.
abismos.

Lo intenta con la identidad misteriosa:
Ka dormida.
Los sueños de Ka dormida.
?

Saca dos conclusiones antes de que se ponga el sol:
El cuerpo dormido vive dentro del cuerpo despierto.
El cuerpo despierto aguarda el alba.

O dicho de otra manera:
Ka dormida vive en Ka despierta.
Ka despierta aguarda a que amanezca.

VEJEZ

Por las venas de Ka anciana nada la paz. En su campo de flores nada se ha marchitado, sino que ha ido expandiéndose cada día mas. Aunque está impedida y solo puede realizar pequeños movimientos, un brillante sol en forma de nieto enciende sus días. Pero al caer la noche, en su habitación sin cerrojos se ve de nuevo en un pasillo oscuro. Ya no hay monstruos, ni sed, ni abismos. Ahora hay... Hay...

...una pena de invierno.

Por desgracia, ya no tiene las fuerzas necesarias para concentrarse en fabricar otro cuerpo. Llora hasta que se duerme.
A veces Ka presiente que una pequeña luz, escondida debajo de sus pensamientos, se enciende en el centro de la madrugada. Y, desde muy lejos, oye una melodía familiar. Como si alguien, camuflado detrás del velo del tiempo, estuviera tocando al piano su canción favorita. Llora hasta que de nuevo le vence el sueño.
Al dormirse, sueña que danza alrededor del mar durante siglos. Ve monstruos, sed, abismos, en la boca de uno de los peces del infinito. Abre los ojos y sonríe, agradecida.

Pocos días después, el cuerpo despierto de Ka amanece. A pesar de que su cuerpo dormido ya no respira, en su iris se atisba un extraño resplandor. Los ojos de Ka parecen puertas abiertas, puertas abiertas a...

...la luz del alba.
















miércoles, 16 de noviembre de 2016

Nido en acantilado



Era humano por fuera, ibis por dentro. Su cuerpo era el de un muchacho. Su alma, la de un ave. Dos naturalezas de las que podía disponer a su antojo, tomando la forma de cualquiera de ellas. Se le intuía a veces, en la sombra de su forma humana, el largo pico y el plumaje negro con sus brillantes pinceladas de verdes y rojos.
Era un muchacho que buscaba nido en acantilado. Anhelaba una colonia que estuviera formada en su gran mayoría por individuos sin doble naturaleza. Ibis por fuera, ibis por dentro.
Como humano recolectaba sombras. Como ibis, pesaba almas. Una mañana se encontró a un congénere. Ibis eremita por fuera, anciano por dentro. Se reconocieron al instante.
−Te he estado buscando −graznó el ave.
−Yo también −respondió el muchacho−. Aunque aún no lo sabía.
−Estoy viejo, he de pasar el relevo al siguiente pesador de almas.
−Lo cogeré, camarada.
−Alto ahí, muchachito. Se trata del ancestral Consejo de ibis, la élite de pesadores de almas en la que no entra cualquiera. Somos los que nos encargamos de las almas a las que les cuesta más traspasar el umbral. Por eso, antes tienes que pasar la prueba.
−Pero si yo ya peso almas.
−Naturalmente. Pero desconocemos si eres un buen enlazador de mundos. Necesitamos ver cómo realizas el procedimiento. El buen pesador de almas ha de tener desarrolladas diversas cualidades. Ha de servir de guía para el finado, ha de tener mucha destreza en el buen observar, y tiene que sobrarle una buena dosis de entereza. Un buen pesaje de un alma garantiza su descanso eterno. No todos los ibis sirven, caballerete. Para empezar, ¿qué tipo de ibis eres?
−Eremita, por supuesto. La duda ofende. ¿Se lo enseño?
−No hace falta en este momento. Me fío de tu palabra. ¿Dónde tienes tu nido?
−En una colonia de ibis sin doble naturaleza −mintió.
−¿En cuál?
−La que está en el barrio del Laberinto. Está muy oscuro y acechan las sombras, pero ahí que me he hecho yo nido como un valiente. Digo yo que eso demuestra mi destreza.
−Alto ahí. Eso lo tendrá que juzgar el Consejo de ibis. En cualquier caso, pronto podrás demostrarlo. En tres horas pesarás un alma en mi presencia.
Pasadas las tres horas se disponen a realizar lo acordado.
−Adelante, polluelo. Ha llegado la hora, un alma nos necesita. ¿Qué es lo primero que hay que realizar?
−La conexión con el finado.
−Así es. Adelante, pues.
El muchacho se sentó haciendo la postura del loto, cerró los ojos y comenzó a entrar en trance.
−Veo una casa. Dentro hay un hombre tumbado en una cama.
−¿Es el finado?
−Supongo.
−¿Cómo que «supongo»? ¡Es lo primero que debe saber el pesador!
−Lo siento, abuelo. Es que me ha despistado una señorita bien hermosa que hay sentada junto al hombre.
−¡Santo Consejo! ¿Acaso no has aprendido a dejar bien aparcada tu naturaleza humana cuando ayudas a atravesar el umbral? Sal de ahí de inmediato. Ya me ocupo yo. ¡Prepárate para las reprimendas que luego saldrán de mi pico!
Al acabar el anciano su trabajo como avezado enlazador de mundos estaba dispuesto a echarle una buena bronca, pero al ver al muchacho muy apenado se moderó.
−Siento si he sido brusco, pero no has actuado como un ibis profesional.
−Lo sé. Estoy muy arrepentido. No volverá a ocurrir, abuelo. Se lo juro por mi nido.
−Está bien, está bien. Pero tienes que practicar mucho con el fin de velar tu parte humana. Es tu instinto de ibis el que necesitas para pesar un alma en condiciones. No podrás llegar a ser un buen enlazador si te despistas fácilmente. Vamos a hacer la prueba ya. Dime los pasos que realizas para pesar su alma una vez la red te avisa del próximo finado.
−En primer lugar me aseguro que se haya cortado el hilo completamente.
−Muy bien. ¿Y a continuación?
−Luego miro a los ojos de su alma y tejo un puente entre nosotros.
−Excelente.
−Siempre y cuando sean almas medianamente ligeras.
−¿Cómo dices? ¿Y qué haces con las que no son ligeras?
−Me hago el despistado, simulo que tengo cosas muy importantes que hacer y me escaqueo en cuanto puedo.
−¡Santo Consejo bendito!
−Era una broma, abuelo. Este polluelo que tiene enfrente pesa toditas las almas que me son asignadas.
−No le des esos sustos a un anciano con el corazón ya débil, pequeño diablo. Eso no lo haría un ibis que se viste por los pies.
−Lo siento.
−Esta prueba es muy seria, no debes tomártelo a broma.
−No lo hago, abuelo. No ocurrirá más.
−Eso espero. Continúa.
−Después de tejer el puente me hago cargo de su alma y la peso en la balanza de la experiencia.
−¿Y qué se hace con el número resultante?
−Grabarlo en la gran losa de la Sala de las Dos Verdades con el pico.
−Estupendo. ¿Cuántas almas has ayudado a cruzar?
−Treinta y siete.
El anciano ibis cerró los ojos y se quedó como petrificado, sin duda había entrado en trance. Pasados unos minutos abrió los ojos espeluznado ante la indagación que había realizado en su interior.
−¡Santo Consejo misericordioso! ¡Sólo has grabado el peso de dos almas! ¡Qué espanto! ¡Dos! ¿Has oído bien, enviado de Satán? ¡Dos!
−No es posible. ¿Y dónde grabé las restantes treinta y cinco?
−¡¿Y a mí me lo preguntas!? Eres la vergüenza de nuestra ilustre estirpe. Por tu culpa esas almas vagan en el limbo de los no grabados y no conocerán el descanso eterno hasta que se realice el procedimiento en condiciones. Tendrás que encontrar el lugar dónde grabaste los números y volver a la Sala de las Dos Verdades. ¡Santo Consejo bendito! ¡Dos!
−Así lo haré, no se preocupe.
El encargo se presentaba muy dificultoso. El muchacho no había grabado los números en ningún sitio. Lo recordaba bien. ¡Cómo olvidar aquel insoportable dolor en el pico, o la fatiga que se apoderaba de todos sus miembros! Grabar con el pico requería una fortaleza que a él le estaba negada. Sólo pudo grabar las dos primeras almas. Mientras grababa la tercera se vio acometido por un estado de pasividad aguda y ya no pudo terminar de esculpir el número. Y además, ¿cómo se iba a mantener dando picotazo tras picotazo un ejemplar que se distrae con una brizna de hierba? Por no hablar del sopor que le acometía en esa tarea tan aburrida. Un pensamiento agradable bastaba para hacerle olvidar que tenía que seguir grabando. La idea de una apetecible avispa, por ejemplo. Cuando pesaba almas se le agudizaba el instinto de ibis y era difícil controlarlo. ¡Y aun quería el anciano que aparcara su naturaleza humana!
Estaba metido en un buen lío. La única solución era encontrar aquellas almas y volverlas a pesar de nuevo, grabando como estaba estipulado el número resultante. Pero él solo no podría hacerlo. Cualquier polluelo sabía eso. No le quedaba otra alternativa que buscar ayuda.
En una recóndita habitación de la Casa de la Vida se había instalado el único ser que podía sacarle del embrollo. El archivero. Era vencejo por fuera, castor por dentro. Inventor de todas las palabras y celoso depositario de todos los pesajes de almas a lo largo de los tiempos. Cuando el muchacho llegó, el archivero estaba enfrascado en sus tareas.
−Buenos días, archivero.
−Serán para usted. Para mí son días a secas.
−Discúlpeme, pero andaba yo buscando unos datos que necesito de manera urgente.
−Todo el mundo lo quiere todo urgente. Aquí lo urgente se despacha al cabo de un año como mínimo.
−Ya, pero es que esta es una urgencia verdaderamente urgente.
−Todo el mundo piensa que su urgencia es la única urgente. Dígame de qué se trata.
−A decir verdad, no sé ni cómo explicar lo que necesito.
−Le recuerdo que lo que el solicitante requiere con urgencia solo puede despacharse urgentemente si desembucha de manera urgente. Es lo más deseable para que haya reciprocidad en nuestras relaciones.
−Sí, sí, disculpe. A ver, necesitaría saber los resultados del pesaje de mis almas.
−¿Todas? ¿Con urgencia? Usted está chiflado.
−Bueno, no he pesado muchas. No llega a las cuarenta.
−Comprendo. Muy bien. Sólo se necesita un procedimiento sencillo.
−¿Ah, sí? ¡Qué bien!
−Contenga sus ínfulas entusiastas. Aquí no se permite ninguna algarabía. Estamos en la Casa de la Vida y hay que respetar su sacralidad.
−Por supuesto, archivero, por supuesto. Lo lamento.
−Necesito copia de certificado de pesador de almas, identificación de ibis y cédula de nido.
−¿Ese es el procedimiento sencillo?
−Así es.
−Yo creía que al ser un procedimiento sencillo me daría los datos sin más.
−Si le diera los datos sin más no sería necesario ningún procedimiento.
−Es que, verá, así entre nosotros le diré que soy muy despistado y he extraviado la cédula.
−Ese ya es otro cantar, que a mí, francamente, me importa un bledo. No tengo competencia en el ámbito de las cédulas de nido. Ha de solicitarlo en el registro pajaril. Le aviso de que van escasos de personal, tendrá que armarse de paciencia.
Salió cabizbajo de la Casa de la Vida. Nunca había solicitado la cédula, pues no formaba parte de ninguna colonia. Una vez en la calle, se sentó en una esquina y se puso a rumiar cómo conseguir el papelujo rápidamente. Pensó en su colega, quizás podría ayudarle. Se dirigió hacia la zona donde solía estar. Era un drongo ahorquillado, experto timador.
−Necesito tu ayuda.
−Antes cuéntame cómo te va la vida.
−Mal. La vida es un acantilado encallado en medio del abismo.
−Ji, ji, ji... Sí, pero es correcto que así sea.
−¿Cómo que es «correcto»?
−Claro, así tienes más espacio para abrir las alas, atontao.
−Calla, que aún no he aprendido muy bien a volar en bandada.
−Ji, ji, ji... Pero es correcto que así sea.
−¡Cómo va a ser eso correcto, colega!
−Claro, el sabio aprende errando.
−¿Y el que no es sabio?
−Ji, ji, ji... Ya llegará a serlo a base de trompazos. Ji, ji, ji...
−Pues vaya consuelo...
−Sin embargo, es corre...
−Sí, es correcto. Todo es correcto para ti.
−Ji, ji, ji... Así es.
−Pero yo venía a pedirte ayuda porque tengo que solucionar algo pronto.
−Ji, ji, ji... La solución está encerrada dentro del problema.
−¿Me vas a ayudar o vas a seguir en tu línea filosófica de «pequeño saltamontes»?
−Ji, ji, ji... Perdón.
−Mira, necesito que me falsifiques ellos siguientes documentos: certificado de pesador de almas, identificación de ibis y cédula de nido.
−¿Cuándo los necesitas?
−Ya.
−Ji, ji, ji... Eso te va a a costar caro.
−¿Cómo de caro?
−Dos gusanos al día durante un año.
−¡Qué dices, colega! ¿Acaso eres el sultán de los drongos?
−Si me pilla la autoridad suricata me encierra en una jaula de por vida. Hay que hacer un trabajo de falseo muy sofisticado, pequeño saltamontes.
−Te ofrezco un gusano a la semana durante tres meses. ¿Correcto?
−Ji, ji, ji... No es suficiente.
−¿Pero no era todo correcto para ti?
−Ji, ji, ji... No caeré en esa trampa tan burda, alelao.
−Está bien, colega. Añado una macedonia de pequeños insectos. ¿Así te parece más correcto?
−Mejor si es durante seis meses.
−¡Que somos colegas, carajo!
−No hay colegueo que valga si está de por medio la autoridad suricata.
−Vale. Acepto.
−Pásate mañana por la madriguera del topo y tendrás la mercancía.
Al día siguiente obtuvo los documentos y los presentó en la oficina del archivero. Cuando obtuvo los resultados de las almas que iba buscando se dirigió a la Casa de la Vida para acabar de grabar los números. Una vez allí comenzó la tarea con mucha diligencia y con una sorprendente eficacia grabó los primeros quince pesajes sin apenas inmutarse. Pero cuando ya iba por la vigésimo octava comenzó a sentirse exhausto. No tenía por qué grabarlas todas del tirón, pero quería impresionar al anciano ibis. De repente se dio cuenta de que estaba provocando un tapón considerable en la Sala de las Dos Verdades. Una cola de pesadores de almas estaban comenzando a impacientarse.
−¡A ver cuándo acabas, flipao!
−¡Termina ya, tío! ¡Tenemos ganas de irnos a rellenar el buche!
Decidió que dejaría el resto de almas para el anochecer, cuando ya no hubiera apenas gente.
Cuando terminó se apresuró a visitar al anciano ibis.
−Vaya, vaya... Pero si es el polluelo.
−Yo también me alegro de verle, abuelo.
−¿Terminaste de grabar todos los pesajes?
−Terminé.
−Bien. Lo celebro. Mañana, al amanecer, nos encontraremos en el cerezal de la desbandada para llevar a cabo la última parte de la prueba. Tendrás que traer un ojo de cristal y una pluma de tu plumaje. Al día siguiente se encontraron en el lugar acordado y comenzaron la última parte. Se trataba de algo sumamente difícil para un pesador de almas. El muchacho debía de averiguar sin ayuda de la red cuál sería el próximo finado con ayuda del ojo de cristal. Se dispuso a hacerlo muy ilusionado ante la perspectiva de ser pronto un pesador de almas oficial. Pero la alegría se esfumó de golpe cuando se dio cuenta de que el próximo finado no era otro que su colega el drongo ahorquillado. Sin pensarlo dos veces salió pitando del cerezal, con la vana intención de salvarle la vida. Se dirigió a la zona donde solía merodear el drongo y lo encontró chanchulleando con un guajolote.
−¿Te encuentras bien, colega? −le preguntó a bocajarro.
−Nunca he estado mejor. ¿Qué te pasa? Pareces un muerto.
−Calla... Calla... Bueno, es que... No sé si debería decírtelo...
−Lo que decidas me parecerá correcto.
−Es que... Verás... El kit de la cuestión es que...
−Se dice quid, con d, alelao.
−¿Y qué he dicho yo, colgao? No me ralles, estoy muy nervioso porque he visto que serás el próximo.
−¿El próximo qué?
−El próximo finado.
−Ji, ji, ji...Los pesadores de almas no saben quién va a morir hasta que no muere.
−Los maestros sí lo pueden averiguar utilizando un ojo de cristal.
−¿Y por qué aun estoy vivito y coleando? A mí, colega, esto me suena a que alguien te la está jugando. Ji, ji, ji...
De un plumazo su mente comprendió todo. Volvió volando al cerezal pero el anciano ibis ya no estaba. Fue a visitarlo a su nido.
−Lo siento, abuelo.
−Fallaste. La prueba no consistía en averiguar el siguiente finado.
−Lo sé. Pero ¿cómo lo hizo? Vi la imagen muy real.
−El Consejo tiene sus trucos. Se trataba de medir tu distanciamiento. Un pesador de almas debe ser ducho en el arte del estoicismo. Serenidad y entereza son herramientas vitales para hacer un buen trabajo. Pensé que tenías más experiencia. Lo siento, el Consejo ya no tiene tiempo para entrenar a nadie. He de buscar a otro ibis, tú no estás preparado todavía. Pero estoy seguro de que con el tiempo serás un excelente enlazador de mundos.
El muchacho salió del nido con la desolación recorriéndole todo el cuerpo. Había perdido una oportunidad de oro. Completamente abatido, se dirigió al barrio del Laberinto a encerrarse en su nido para toda la eternidad. Sentía que estaba todo perdido para él. Ya no podría conformarse con ser un simple pesador de almas.
A los pocos días, como viera el drongo que su colega estaba desaparecido fue a visitarlo a su nido.
−¿Qué te pasa, colega?
−El abismo.
−¿Otra vez?
−Otra vez. Y esta vez te aseguro que no salgo. Déjame que siga recolectando sombras.
−¿Y qué pasa con mis gusanos?
−¡A la mierda tus gusanos, sumo sacerdote del egoísmo!
−Ji, ji, ji... Está claro que la palabra de un ibis no vale nada.
−¡Vale más que la tuya, colgao! Yo vengo de una estirpe de ilustres inventores de palabras. ¡Y tú mientes más que hablas!
−Mentir es una manera de inventar realidades. Ji, ji, ji...
−No estoy para tus filosofías.
−Ya veo que no estás para nada. Y además tienes el nido hecho un asco. Me acabo de pringar un ala con estos asquerosos restos de no sé qué mierda. No te respetas, colega.
−Sólo es pizza. ¿Qué pasa, que ahora eres mi madre?
−Ji, ji, ji... Gracias, atontao, me has dado una idea genial. O sales de este nido de putrefacción y te comportas como el ibis que eres, o te aseguro que buscaré a tu madre y le contaré en qué condiciones estás viviendo. A ver si tienes lo que hay que tener para hablarle de abismos y demás paparruchas entre toda esta mierda.
−Ni se te ocurra. ¡Joder, colega, me ha entrado un mal cuerpo solo de imaginármela echándome la bronca, agitando su índice extendido! ¡Qué mal rollo! La verdad es que se vive de lujo siendo libre como un pájaro. Qué inteligente eres, colega, cómo me has sacado del abismo en que estaba metido. Te lo agradezco infinito.
−No ha sido para tanto. Súmale a lo que me debes un gusano más y estamos en paz.
−¿Qué dices de un gusano? ¡Unas docenas de larvas de escarabajo, colega!
−Ji, ji, ji... No me parece incorrecto.
−Ahora que, no es por nada, pero tú también podrías mirar a ver si me puedes echar una mano con mi asunto con el Consejo.
−No me hace falta. Ya ha llegado a mis oídos una información.
−¿Y te lo habías callado?
−Es una información delicada y en tu estado abismal, ya me dirás tú...
−Vaya... Bueno, no te preocupes, podré aguantarlo. Desembucha.
−Buscan un ibis para el Sacrificio.
−¡¿Cómo?!
−Como lo oyes.
−¿De qué sacrificio hablas?
−Cómo se nota que aún eres un polluelo. Cuando muere un ibis miembro del Consejo lo entierran con un semejante. Vivo. Es una vieja tradición de su código ancestral. Ese ibis que te hizo la prueba es mitad ibis, mitad humano, igual que tú, ¿no es así?
−Sí.
−¿Te haces a la idea de qué tipo de embolado te has librado? ¡Te habrían sacrificado de haber pasado la prueba, alelao! Ji, ji, ji... Son tan exquisitos que no todos los ibis son merecedores de ser sacrificados. Ya ves.
−Vaya tela. Gracias por la información.
−Ya no te lamentarás más de no haber entrado en el Consejo. Digo yo que eso se merece, perfectamente, un par de avispas como retribución, ¿no crees?
−Tú flipas, pajarraco. Con media avispa vas que te matas.
−Me parece correcto. ¿Sabes que están buscando ibis para la migración? Si quieres te falsifico los papeles para que pases por un experto volador en bandada.
−¿En serio, colega? Me encantaría viajar y buscar nido en acantilado en una colonia. ¿Cuándo tendrás los papeles?
−Antes tendrás que recompensarme, digo yo.
−¿Qué quieres?
−Ji, ji, ji... Tu nido.
−¿Pero qué dices, colega? Tú estás grillao. ¿Para qué quieres mi nido, si el tuyo es un palacete?
−Me acabo de cruzar a tu vecina. Un drongo hembra muy interesante.
−Sí, interesante. Ya sé yo lo que te interesa a ti. Está bien, pero si vuelvo me lo tienes que devolver.
−Me parece correcto.
−Una cosa te dejo clara. No pienso limpiártelo.
−¿Y si te ofrezco dos escarabajos?
−Por menos de seis no muevo ni una pluma.
−Ji, ji, ji. Ni de coña. Que sean cinco.
−Hecho, colgao.

jueves, 1 de septiembre de 2016

Diecinueve velas a Santa Catalina (Barquita III)

(Para Caleto y Jilguero, vecinos que me prestaron tinta).

«Hay un veneno que te hiere solo si lo descuidas».

Serenito Williams Luna

Volvió mi tía Catalina una madrugada de marea muerta con luciérnagas en los ojos y cuatro objetos importantes en la maleta. Traía un reloj de arena, un disco de Ray Charles, una talla de madera de un hipocampo y dos geranios secos dentro de una botella. En su bolsillo derecho, una bolita azul de algodón.
A la mañana siguiente llamó a la puerta del profesor de guitarra y este le abrió con un loro verde fosforito posado en el hombro izquierdo. El señor Emilio se sorprendió tanto de verla que a punto estuvo de cogerla en volandas y ponerse a dar vueltas como un derviche con loro incluido, pero se contuvo a tiempo y en lugar de eso dijo: «Dichosos los ojos, doña Catalina». «¡Catalina!», imitó la criatura. «Bonito loro, amigo mío», dijo ella. Él le explicó que el loro había entrado un día por la ventana y se había instalado cual natural inquilino. A continuación la invitó a entrar diciendo: «Tengo un notición para usted. Pase al salón y vea.» «¿Cómo la ha encontrado?», le preguntó conmocionada y con una sonrisa en los labios al ver de nuevo LA barquita. Se lo contaré todo, uno de estos días. «¿Sale el niño poeta?», fue lo primero que preguntó mi tía. «No, hace mucho que ya no sale», respondió él con tristeza. Añadió que ya habría tiempo para que supiera sobre el niño poeta y le pidió que le contara todo lo que había vagabundeado por el mundo, todas las vivencias que traía. Mi tía le dijo que de vagabundear por el mundo, nada de nada. Pero que traía amaneceres y puestas de sol impregnados en su piel como salitre del mar. Y visiones de unos ojos nuevos, surgidos en la oscuridad de una cueva. A continuación sacó un paquete que llevaba en un bolsillo y se lo dio. Era un caballito de mar que había comprado expresamente para él. «Es caballita», precisó mi tía, y comenzó a hablarle del hombre que lo había tallado.
Era yerbero. Se habían conocido en un mercado donde él vendía sus figuritas de color siena tostada. Hablaron un rato sobre los motivos náuticos que más utilizaba y de repente él le dijo: «Lleva usted un profundo mar turquesa en los ojos». Mi tía le miró raro. El yerbero le explicó que había nacido en Ojo de Agua y que la sabiduría de sus ancestros le permitía identificar raudo a las personas que él denominaba «individuos acuáticos». A mi tía le vino a la mente aquella vez que siendo niña estuvo a punto de ahogarse. Y le contó la historia. Sólo guardaba tres imágenes en su mente que parecían haber sucedido en el mismo momento. Lo primero fue el abandono, la total rendición que se apodera de uno ante la inutilidad de los esfuerzos por salir a flote. En segundo lugar, el rostro de los ahogados, de todos aquellos que se había tragado aquel mar y la fuerza que ejercen para llevarte con ellos. El tercer momento era el brazo hercúleo de aquel desconocido que la había sacado de un tirón fuera del agua. Desde entonces llevaba la memoria de los ahogados adherida a ella. El yerbero dijo: «Todos manamos de la fuente y todos vamos dejando algún que otro reguero de agua en esta vida». Y añadió con un brillo extraño en los ojos: «Nada acuático me es ajeno». Al poco rato le preguntó si quería mirar dentro de sí misma. Lo que fue respondido con una afirmación. Le dio la dirección de su casa y la citó para la noche. Mi tía lo miró fijamente a los ojos durante unos segundos y accedió.
La casa del yerbero, repleta de oscuridad, parecía una cueva. Únicamente unas pocas velas iluminaban la estancia principal. Sonaba Ray Charles. En cuanto él supo que era española le habló de una compatriota de mi tía que había conocido en un aeropuerto y de cómo le había devuelto su sombra. Mientras realizaba un extraño mejunje, moliendo semillas y triturando hojas, le fue contando toda la historia, pero mi tía no prestó mucha atención porque estaba como hipnotizada ante la preparación de la tisana. Al terminar la narración ella le preguntó: «¿Eso no será una droga?» Él respondió que sí. Pero era una droga que te mataba solo si no la tomabas. «Es un veneno que te hiere solo si lo descuidas», fueron sus palabras exactas. Mi tía decidió aventurarse. Dejó que el yerbero moliera y triturara a su aire y acercó una vela a una de las paredes en la que se adivinaban dibujos pintados. Vio una puerta, una laguna, un campo de geranios. Vio cometas que representaban peces llevadas por niñas con largas melenas de algas. Y frases, frases por toda la pared, con letra diminuta, que ni con la vela pudo descifrar mi tía. Le llamó la atención un acuario sin agua en el que reposaban hipocampos y peces de madera. Cada uno era distinto, todos tenían un detalle que les dotaba de singularidad.
El yerbero le avisó de que ya estaban preparadas las tisanas, golpeó con su mano varias veces el cojín que estaba a su lado para que mi tía se acomodara, y cantó en una idioma para ella ininteligible. Al terminar el ritual, bebieron.
Un velo se rasga. Mi tía abre los ojos hacia dentro. Una puerta de enormes dimensiones se abre, ve un sendero con pétalos de geranios amarillos. Se adentra y observa que hay en el suelo unas hojas escritas. Recoge una. «Haz lo que te salga del floripondio», lee. En todas las hojas aparece escrita la misma frase. «Eso pensaba hacer», se dice mi tía. Mira hacia arriba. Decenas de cometas llenan el cielo. Vuela una guitarra sin cuerdas, vuela un tirachinas que lanza nubes. Una de esas nubes va formando una imagen poco a poco. La de un muchacho en moto. Vuelve a transformarse la nube. Ahora el muchacho en moto se ha convertido en un frondoso cerezo.
Continúa caminando embobada observando las cometas cuando se tropieza con una mujer con una cicatriz en la frente. Es un ocho en horizontal. Se quedan las dos en silencio mirándose. A mi tía le suena de algo. Al rato, la mujer dice: «Vengo de ponerle diecinueve velas a Santa Catalina. Yo, que no le he dado ni los buenos días a un santo en mi vida». Y desaparece al instante dejando a mi tía con una sonrisa en los labios. A lo lejos atisba una laguna, una vez allí se queda flotando una eternidad. Siente que todo alberga un patrón que tiende a la benevolencia. Toda una urdimbre de hilos la rodea, resonando con un tono extrañamente familiar que le hace llorar. Suena como la melodía más bonita del mundo. De pronto la música cesa y un velo vuelve a caer como muro de cemento.


Mi tía Catalina abrió los ojos y supo que era una semilla de tamarindo. Y sintió cómo le palpitaba el bosque de sus vástagos muy adentro. Cuando su vista se acostumbró a la penumbra vio al yerbero escribir en una de las paredes. Por la mañana, al acercarse para ver lo que había escrito, leyó: «Haz lo que te salga del floripondio».
La noche siguiente, con la luz de la luna llena inyectada en los ojos, volvió el yerbero a preparar una tisana especial.
El velo se rompe. Abre mi tía los ojos hacia dentro. Una ventana diminuta se abre y un campo de geranios se despliega ante ella. A sus pies hay una barquita dentro de una botella. La coge y le susurra: «Yo te traeré el mar». Y sus lágrimas, que empiezan a brotar de manera instantánea, se derraman dentro de la botella. Mientras observa mecerse a la barquita se escucha decir a sí misma: «Un poema de agua para una barquita varada». De manera repentina una sensación de belleza sublime, de paz innominada invade su mente. Ray Charles en persona le está cantando al oído «Blues is my middle name». Sigue caminando por un sendero de pétalos naranjas y se encuentra un buzón con forma de pez. Lo abre, saca un folio de su interior en el que las palabras revolotean por toda la hoja. De pronto cesan su danza y mi tía descifra el mensaje. «Querido profesor de guitarra, gracias por escribir como el que libera de su jaula a las palabras». Levanta la vista al cielo y ve nubes negras acercándose. Un velo brumoso le impide a mi tía atisbar claramente. Quiere gritar pidiendo ayuda pero no puede, no le salen las palabras. Hace un último esfuerzo y descubre horrorizada que le brotan serpientes de la boca. Un miedo atávico le recorre por completo y echa a correr fuera de sí. Surgen maléficas sombras por todas partes, un estrépito de susurros que mi tía relaciona con almas en pena resuena ensordecedor. Y el velo resurge, suave como un pétalo.

Decidió mi tía que no volvería a probar de aquella tisana. Las serpientes le daban auténtico pavor. El yerbero la escuchó atentamente y al terminar ella de narrar el trance comenzó a tallar una de sus figuritas. Ya de madrugada, se la mostró. Era una serpiente. Mi tía sonrió y dijo: «Estas no me dan ningún miedo». Él le devolvió la sonrisa y comenzó a contarle una historia, al abrigo de siete velas, sobre aquella serpiente que nos liberó de la ignorancia. La que era imagen de Quetzalcóatl, la que era símbolo del conocimiento y nos reveló que nosotros también éramos dioses. «Nacimos con el paraíso y el infierno bien mezcladitos, Catalina. Con el pálpito divino escondido en la cueva que cada uno llevamos dentro y con nuestros monstruos babeando sombras», dijo. Le aconsejó que no temiera a la serpiente. La serpiente era la puerta que llevaba al Uno, la que veía detrás de la máscara. Si se buscaba detrás de la máscara se acababa encontrando la misma energía en todas las cosas. «Déjela surgir, déjela serpentear y le revelará las respuestas que necesita», dijo. Pero mi tía no consintió en volver a probar la tisana de la serpiente, aunque sí siguió tomando de las suaves, como las llamaba ella. Porque esas tisanas le contaban cuentos. Cuentos acerca del origen y el destino, del eterno retorno, de la fiesta de disfraces, pero sin serpientes. Y gracias a ellas supo mi tía que el mundo era un tablero y todos éramos, de alguna manera, todas las piezas. El tablero mismo, incluso. Y el espacio lleno de vacío en donde flotaba la inmensidad.
Le fueron revelados los cuentos sobre el reverso substancial de la vida, que no cesa de moverse hasta que la muerte la convierte en una imagen fija. Una voz que parecía provenir del otro lado del firmamento le habló acerca de que todo permanece, escondido en la gran memoria del océano. «Una fracción de un instante basta para ensanchar la respiración y sumergirte en el vasto océano», dijo la voz. «Un solo instante basta para encender el universo».

Por aquellos días un reloj de arena fue la medida del tiempo. El reloj de arena era para el yerbero un recordatorio para estar presente. Necesitaba ese artificio para no perderse en los senderos de su pensamiento. Pero sobre todo para relativizar el tiempo. Ponía mucho énfasis en que Catalina se acordara de darle la vuelta cuando terminaba de caer la arena, pero ella se olvidaba cada dos por tres. «¡Carajo, Catalina! ¡Otra vez se le ha olvidado darle candela al reloj!», le increpó una mañana. Mi tía, que se estaba pintando las uñas de los pies, agarró un trocito de algodón que utilizaba para separarse los dedos y se lo lanzó. El proyectil le acertó en toda la napia. Se quedó un instante como desconcertado y, de inmediato, salió de la casa. Volvió con un arsenal de algodón, declarando una despiadada guerra contra mi tía. Algunas acabaron en el acuario y ahí se quedaron, como burbujas en un mar sin agua. Muchas otras se quedaron diseminadas por todo el salón. De vez en cuando uno de los dos le lanzaba una bolita al otro y comenzaba otra lucha algodonosa.
Un día descubrieron que las bolitas de algodón iban desapareciendo. Hasta que se dieron cuenta de que estaban siendo sustraídas por una lagartija que se llevaba el botín a su nido. Se convirtió en algo habitual dejar bolitas de algodón cada noche para la lagartija, como el que le da miguitas de pan a un pajarillo. Compraron algodón de colores porque mi tía no podía permitir que en el nido imperara el monocromatismo. «Necesita azules, violetas y amarillos para contrarrestar la monotonía del blanco. También le vendría bien algo de un naranja potente para romper un poco con los tonos pasteles», argumentó. A lo que el yerbero, con un tono socarrón, contestó: «El problema son las cortinas, que no sabemos de qué color las tiene y podemos provocarle una intoxicación cromática». Respuesta que bien se mereció una mirada perdonavidas por parte de mi tía, que había desarrollado en esa faceta una maestría de samurái.
Aquella noche, cuando terminaron de desperdigar bolitas de algodón de colores, mi tía le confesó el porqué de haber acabado en esa ciudad. Le contó la historia de una barquita arrebatada por el mar, le habló de la ceniza la garganta, de luciérnagas esquivas que se niegan a alumbrar negros pozos. «Mis sueños iban al compás del balanceo de aquella barquita», le susurró al oído.
El yerbero se marchó a la mañana siguiente. Volvió a los cinco días trayendo una barquita dentro de una botella y dos geranios. Cogió mi tía los dos geranios y los metió en otra botella. «Germinarán sus vidas juntos en esta botella», profetizó. Luego cogió la que tenía la barquita y le dijo al yerbero: «La llevaremos a donde pertenece». Al instante se imaginó mi tía en la playa, echando al mar la botella con la barquita dentro. Para que supiera de las profundidades, para que hiciera de morada a pequeños seres oceánicos. Y, pasado mucho tiempo, la encontrara un submarinista con una pareja de hipocampos pigmeos dentro. El mensaje de la botella estaría claro: una barquita es una morada.
Así lo hicieron. En el preciso momento en que mi tía lanzaba la botella al mar, como si fuera cosa de nigromancia, se evaporó la ceniza en la garganta. Ya no tendría que salir a pescar más luciérnagas. Bastaba con ensanchar un luminoso instante y se encenderían luciérnagas a borbotones.

Una noche de esas de luna llena en las venas el yerbero se preparó una tisana especial y comenzó a escribir a la luz de las velas. Farfullaba lo que escribía mientras su cuerpo iba meciéndose como hacen los judíos al salmodiar. «Nosotros fuimos, en su momento, nuestros propios antepasados», acertó a oír mi tía. «Por eso aprender es recordar». Se quedó callado un instante, la mirada trastornada y continuó murmurando, más silencioso. Pasado un buen rato dijo: «Todo es un juego soñado. Pero el soñador está tan cerca, Catalina, que pasa desapercibido muy fácilmente. Y los monstruos son tan fieros que se necesita la fuerza del mar para contenerlos». Estuvo cabizbajo el resto de la noche. Le agarró la serpiente, pensó mi tía.
A los pocos días se fue el yerbero una mañana sin haberle dado candela al reloj de arena, desvaneciéndose como el que se metamorfosea en hoja seca y solo obedece al viento. En la pared resplandecían varias frases nuevas: «Salí a pescar luciérnagas, Catalina. Tuyo es Ray Charles, tuyo el reloj de arena que mide el acuático tiempo. Y tuya es mi cueva».
Al atardecer ella le pintó en la pared un dibujo chiquito de una barquita dentro de una botella, junto a dos geranios. Sacó una burbuja de algodón del acuario sin agua y se la guardó en el bolsillo. Dejó el acostumbrado reguero de bolitas para la lagartija. Cuando tuvo empacadas sus cosas cogió el reloj de arena, que aún marcaba la última hora, y se embarcó de vuelta. A pesar de que aún sentía el amargo regusto de la ceniza en la garganta, ya notaba mi tía cómo le revoloteaban en los ojos las primeras luciérnagas.