sábado, 19 de marzo de 2016

Refugio

(Arturo Lucero)

Para Yolanda

En el principio era la Nada, página en blanco, inmensidad flotando en un infinito de probabilidades. Al siguiente parpadeo el verbo se hizo sendero, la tierra fue acantilado y el cielo se esculpió en forma de casa azul. El Tiempo olvidó su cualidad lineal y decidió operar en círculo en ese mundo imaginario. Así se materializó Refugio, creado por una entidad invisible, dama nocturna para más señas, que imaginó cada guijarro de piedra y donde en una curvatura de tiempo concreta viven una muñeca, un bosque de sauces y un gato.
A la casita azul, que en su día fue roble y todavía recuerda su vida de árbol, se le insufló una vida capaz de albergar sentimientos, con la habilidad de construirse un destino. Pero lo más importante, la esencia superlativa es que la casa tenía baranda, una baranda donde la muñeca afirmaba el firmamento. Allí subida se pasaba las noches, contemplando el techo estrellado mientras el gato maullaba a la luna y los sauces de sonrisa perenne murmuraban su rumor de hojas. Así se desarrollaba el círculo del tiempo hasta que un día amanecieron y no podían creer lo que vieron sus ojos. La baranda había cedido. Intentaron volver a construirla pero pronto se dieron por vencidos, era una tarea inasequible para un gato y una muñeca. Los días pasaban y la tristeza les mordía fieramente, ella necesitaba su atalaya al firmamento y él maullarle muy cerca a la luna. Se miraban a los ojos como preguntándose quién sería capaz de hacerles una baranda, quién les devolvería la cercanía del techo estrellado. El bosque de sauces, que se estaba contagiando de la pena desprendida por el gato y la muñeca, la sentía impregnándose en sus troncos como un perfume. Fue el sauce anciano quien mandó un mensaje a todos los habitantes con un murmullo de hojas: no alimentéis la pena. La baranda está en proceso de recrearse.

Cuando la muñeca despertó una mañana de un sueño inquieto se encontró en la cama atada de pies y manos. Intentó liberarse pero fue en vano. Inquieta, buscaba a su alrededor al gato con los ojos. Entró en pánico. El gato estaría persiguiendo mariposas rojas como cada mañana y no volvería hasta el atardecer. ¿Por qué me atan?, se lamentaba. «Estoy yo», oyó susurrar a la casita azul. La muñeca sintió en su pecho de tela una serenidad inmediata. Cerró los ojos y en su interior se le dibujó un jardín lleno de rosas blancas. Flotando en esa fantasía se aquietó hasta que oyó un ruido desconocido. Abrió los ojos y vio a un lirón sentado en el alfeizar de la ventana. Los ojos de la muñeca brillaron luminiscentes. El lirón se acercó, estuvo un rato husmeándole el pelo y la cara como si comprobara que ella era la muñeca que buscaba. Al resultar satisfactorio el reconocimiento comenzó su tarea que consistía en roer las cuerdas. Una vez las hubo desgarrado por completo se escabulló raudo para volver a su mundo. La muñeca echó a correr detrás de él siguiendo las pequeñas huellas hasta llegar al comienzo del sendero, donde ya no había ni rastro del lirón. Consultó al oráculo de sauces y le respondieron que se había ido por donde había venido. A través de una grieta abierta en el cielo.

Un día de otoño, cuando la muñeca y el gato dormían, las copas de los sauces de sonrisa perenne comenzaron a agitarse. El rumor de hojas inundó todo Refugio y en el cielo apareció una grieta, refulgente estalactita de fuego. De la grieta surgió en el sendero una hilera formada por siete individuos de caracoles. Sin deshacer la fila se dirigieron uno a uno, muy poquito a poco, hacia la casita azul. Cuando llegaron a los restos de la baranda, ceniza de piedra, se colocaron cada uno encima de un trozo y se metieron en sus respectivas espirales de concha. Cuando la muñeca y el gato se percataron de la existencia de los nuevos habitantes se miraron extrañados sin comprender nada. Nunca antes habían visto caracoles en Refugio. Pronto se olvidaron de ellos y se alejaron hacia el bosque de sauces. La muñeca se entretuvo hablando con una solitaria rosa blanca y el felino se dedicó a perseguir mariposas rojas hasta que se aburrió. Adoptando una postura regia se sentó bajo un árbol donde comenzó a bostezar indolente. Cuando estaba a mitad del proceso una de las mariposas rojas se introdujo en sus fauces y casi sin darse cuenta se la había tragado entera. La muñeca, que se había sentado a su lado y lo había visto todo se quedó con la boca completamente abierta. De repente, un remolino compuesto por mariposas rojas apareció de pronto y fueron creando un círculo alrededor de los dos hasta que los rodearon por completo. A través del vórtice creado cayeron, cayeron, cayeron...

Dos pies de gomaespuma y cuatro patas pisaban la arena cristalina de una playa. Lo primero que vieron fue a un hombre sentado a la orilla de un inmenso mar turquesa. Silbaba. Se acercaron a él y observaron que escribía con una ramita un nombre en la arena: kassiopea. Una ola lo borraba, el hombre sonreía y de nuevo volvía a escribir: kassiopea... El gato y la muñeca se sentaron al lado de él. Invadidos por una deliciosa serenidad recorrieron el horizonte magenta como hipnotizados, olieron el salitre y la marea les inundó los sentidos. Pero no era ese su mundo y el mismo vórtice que los había traído los devolvió a Refugio.
Al entrar en la casita azul observaron varios objetos que no estaban antes de caer en el remolino de las mariposas. Se trataba de un cuadro y tres caracolas. Colgada en la pared se veía la playa que acababan de visitar. Una rama de roble descansaba a la orilla del mar turquesa y el nombre de kassiopea estaba inmortalizado en arena, sin ola que lo borrase. Cuando acercaron sus oídos a las caracolas se sorprendieron mucho. El hombre silbaba desde el otro lado. De golpe, les llegó el aroma a salitre y volvieron a ver el horizonte magenta. Comprendieron ambos al instante que en todas las cosas que existen en Refugio late un propósito. Todo era debido a esa dama nocturna, invisible diosa, que a pesar de andar muy lejos les tejía siempre un camino y nunca se olvidaba de ellos. Palpitarse muy cerca estando tan lejos era un sentimiento de lo más resplandeciente, pensaron los dos.
Al salir fuera de la casita se detuvieron en seco. Se les hinchó el alma cual globo y una sonrisa perenne igual a la de las sauces se instaló en sus corazones. Había baranda de nuevo. Allí estaba la hilera de los siete caracoles recorriendo la atalaya al techo estrellado. Porque cuando hay voluntad acaba surgiendo un sendero y donde hay caracoles siempre crece una baranda que recorrer. Esa es la manera en que funciona la naturaleza de este universo, donde todos los elementos cooperan entre ellos dentro del círculo del Tiempo. Así, muy poco a poco, se va tejiendo el camino, un camino que permite a un gato maullarle muy cerca a la luna y a una muñeca afirmar el firmamento.










Paseando




«Quitarse la vida como el que se quita el abrigo en un caluroso día de primavera».
He escrito en mi libreta este relato que sólo consta de una oración.
Resuelvo que ha llegado el momento de salir a pasear.

Mientras paseo me acompaña un poeta muerto, de profesión caminante y loco. Él continúa aquí, agazapado en sus palabras. Realmente no murió, se cayó dentro de un poema para hacerse silencio en el Silencio.

Al llegar a la playa escribo su nombre en la arena para que lo bese la marea.
Poco después observo un velero contra el horizonte, como dibujado para el poeta. Navega sombreado de luces, achicando el cielo. Sólo por contemplar un paisaje así vale la pena dejarse el abrigo puesto.
Sopla el viento en mi cara y me digo: me está besando. Así son los besos de los poetas muertos. Van enredados en el aire, en la brisa que juega con el pelo. No te bañarás dos veces en el mismo beso, me escucho pronunciar. Qué feliz melancolía.

Continúo caminando hasta que llego al bosque. Los altos y viejos nogales sonríen al pronunciarles su nombre muy bajito, al oído. Yo también sonrío. Es un consuelo paradójico que un poeta muerto me ate a la vida.
Las palabras del poeta son copos de nieve para el corazón que está ardiendo en llamas.
Se siente el mismo alivio que el que proporciona un chapuzón en el mar durante la calina.

Se hace de noche. La luna es una inmensidad. Estoy llorando. Lloro la belleza que irradia la luna. Me parece que lo estoy viendo, la pipa en la boca, los ojos en el paisaje, la mirada hacia dentro, el alma envuelta en el paseo. Me doy cuenta que el ensueño es lo único que no se desvanece nunca.

El poeta no está solo en la tarea de perderse, le acompañamos algunos encantadores ceros a la izquierda. Me apoyo en el tronco de un árbol y sueño que el futuro le alcanza para viajarnos hacia su presente. Hay un pasillo donde todas las vidas están sucediendo al mismo tiempo. Es evidente que él lo conoce.
El poeta amanece poema como el que se levanta muerto de sed. Sin lágrima que alivie su lodo. Despertar es temblar como la llama de una vela y fuera de la página siente mucho frío. Ahora mismo me gustaría prestarle mi sombrero.

Llego a la laguna de las luciérnagas. Han caído copos de palabras como hojas muertas. Son pensamientos para él de otros ceros como yo. Lo he visto reflejado en el agua. Lo he leído en un poema que yacía sin punto final. Cada palabra nace para coger de la mano a otra palabra y compartirse en silencio sus voces. Con respecto a muchas cosas padezco de ceguera, pero eso bien que lo puedo ver.
Las palabras en el folio en blanco son como las pisadas que deja un hombre en la nieve. El hilo de las palabras no ha de cesar, así teje el poeta la red que todo lo sostiene.

Sigo paseando de la mano de un poeta muerto. Empieza a llover. Se mezclan la libertad, la tumba y la locura. Si me detengo es para dedicarle una reverencia a él, al poeta que se dejó el sombrero y la vida sobre la nieve.
Volviendo a casa me he cruzado con alguien que se le parecía. Su nuca era idéntica a la suya. Le he gritado: «¡Gracias por el fuego!». Me ha sonreído.
Las sonrisas entre bardos son muy valiosas en un mundo donde los poemas están en peligro de extinción. En un universo donde no puede medrar la poesía los poetas vagamos con el corazón roto.

Ya estoy en casa, de nuevo me atrae como un imán mi libreta y no puedo evitar volver a caer en ella...
En este momento ruego al lector que no haga ningún ruido. En una rama del presente párrafo acaba de posarse un pájaro. Me disgustaría que algún ruido lo espantara. Contengamos un poquito la respiración, el pájaro está moviendo a ambos lados su cabecita repetidamente, parece que no se fía. Pero he de decir que yo estoy disfrutando mucho. Pido al lector disculpas por las molestias... Ya voló el pájaro, restaurado queda el permiso de libre movimiento.

Otra vez cae la noche, siempre se hace de noche y todo sigue estando oscuro. Sin embargo, poderosas luminarias se vislumbran si contemplo cómo reverdece de tinta este páramo.
Hay que pasear hasta el final, hasta que caigamos muertos sobre la nieve.
Sonrío. Oigo al poeta cantar sus prosas breves. Resuena el eco de mi grito en la noche cerrada:
¡Por Walser!”

Sendero, bosque y Puccini



Bienvenido a VirtualityRelatos. Logueando usuario Anochece...
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-Personaje masculino solitario en entorno bucólico. Sin acontecimientos destacables.
-Buscando coincidencias... Dos mil quinientas setenta y ocho coincidencias encontradas. Compruebe que su traje esté correctamente conectado al terminal del programa y seleccione una opción cuando lo desee... Ha seleccionado El vagabundo solitario. Introduciéndole en el relato...
Suena Puccini. Anochece se adentra por un sendero repleto de plumas, hojas y rayos de luna. Atisba al vagabundo solitario al final del sendero en posición meditativa, apoyado en el tronco de un pino y con un pájaro reposando en uno de sus hombros. En cuanto el personaje se da cuenta de su presencia le hace señas para que se acerque a él. Anochece se aproxima y el personaje comienza a hablar.
-¿Eres del otro lado del bosque?
-Sí.
-Lo imaginaba. Desprendes un aura extraña, como si no fueras real... Me llamo vagabundo solitario. ¿Y tú?
-Yo igual.
-Encantado. (Se estrechan las manos). No venía nadie desde... Ya ni me acuerdo, amigo. El bosque pregunta por qué crece alrededor nuestro tanta soledad. No sé qué responderle. Yo digo que estamos solos en apariencia, pero el más viejo de los pinos se está muriendo de pena. Los he estado regando con palabras, tal y como vengo haciendo desde siempre hasta que llegó un día en que el anciano no quiso ser regado más. Eso es lo que me cuenta el viento, aún no he podido ir a comprobarlo en persona porque el pino anciano está plantado al otro de la laguna. Yo procuro no cruzar nunca la laguna, me espanta verme solo en el reflejo.
-¿Y cómo lo riegas si no cruzas la laguna?
-Le mando las palabras con el viento.
(El personaje llora. Mira a Anochece con los ojos encharcados de lágrimas. Habla Anochece).
-Iré contigo, así tu reflejo estará acompañado del mío. Ademas, dos vagabundos solitarios deben ayudarse a cruzar la laguna, ¿no te parece?
-Bendito seas, amigo mío.
(El personaje bebe de una botella de vodka. Le ofrece).
-Gracias. (Anochece bebe. Pasados unos minutos habla el personaje).
-Vamos a coger el bote. Veremos a ver si es verdad lo que cuenta el viento.
(Se dirigen a la laguna, está atardeciendo. El personaje coge la mano de Anochece).
-Cuando se encuentran dos vagabundos solitarios deben cogerse de la mano... Has venido un día en que el cielo está muy raro, dolorosamente púrpura.
(Se suben al bote. El personaje comienza a remar).
-Te contaré la historia de quitatruenos, que es este señorito de aquí. (Señala el pájaro de su hombro). Lo encontré con la patita quebrada en el sendero de los pensamientos. Lo estuve cuidando día tras día hasta que se curó y comenzó pía que te pía a quitarme los lamentos de encima. Le pregunté cómo era tan bueno acallando lamentos y me dijo que no lo sabía. Me contó que él antes de pegarse el trompazo y romperse la pata era un simple hacedor de nidos y cazador de insectos, que nunca se hubiera imaginado que sabía acallar tan bien los lamentos. Ahí está otra prueba, le dije, ahí está otra prueba de que en este bosque todo es apariencia, amigo. Por eso le bauticé con el nombre de quitatruenos, es muy efectivo ensordeciendo este abismo de soledad perversa que sobrevuela el bosque. ¿Verdad que sí, caballerete? (El pájaro pía. Llegan al otro lado de la laguna. Caminan por un sendero de lirios azules hasta que se detienen frente a un árbol. Habla el personaje).
-Pino anciano, el sendero de plumas me ha traído a un amigo y venimos a regarte. ¿Lo ves? Te dije que no nos habían dejado solos. Era una apariencia más, viejo.
(Las ramas del árbol se balancean. Ellos se sientan a los pies del árbol. El personaje bebe. Le tiende la botella otra vez a Anochece y este hace lo propio).
-Ven, arrímate más, amigo, que quiero decirte una cosa al oído. (El personaje coge del brazo a Anochece y le atrae hacia él).
-¿Has venido por la tela de araña, verdad?
(Le mira con complicidad y continúa hablando).
-Aunque aún no te conocía la he tejido para ti. Está claro que Puccini me ha ayudado un poco dejando sus melodías por todo el bosque pero la tela la extendí yo. Me ha llevado años. He ido recolectando hojas, plumas y rayos de luna hasta crear el sendero por el que has venido. Albergaba la esperanza de que un día aparecerías.
-Pues ha funcionado.
-Vaya que sí.
(El personaje ríe. Empieza a liarse un cigarrillo de marihuana.)
-Es gracioso. Quién hubiera dicho que el sendero de plumas y Puccini iban a atraer a otro vagabundo solitario... Se está bien con Puccini. (Fuma) Sabe cómo crear vacío para construir espacio, ¿verdad? Estaba convencido de que si alguien encontraba el sendero no se iba a perder y acabaría llegando hasta el final. Claro que, soy muy consciente de que el eco de Puccini ejerce su poder, pero sabía que las plumas, las hojas y los rayos de luna también harían lo suyo... ¿Verdad que se está bien aquí? (Anochece asiente) ¡Cómo ronronea el bosque! ¡Ah! (El personaje suspira. Le tiende el cigarrillo. Anochece lo coge y fuma mientras el personaje continúa hablando). Tu presencia me reconforta. Hace el aire más verdadero. Me alegro de que estés aquí.
-Yo también.
-¿Hay muchos como yo en tu lado del bosque?
-¿Vagabundos solitarios?
-Sí.
-Repleto, como una plaga. Pero no tenemos quitatruenos.
-Qué lástima... ¿También se os está muriendo el más anciano de los árboles?
-También, sólo que únicamente nos damos cuenta los vagabundos.
-¿Y sentís miedo del reflejo solitario?
-El mismo que tú.
(Silencio durante veinte minutos. Lo rompe Anochece).
-No voy a volver.
-¿No te ha gustado el sendero de plumas? (Se entristece).
-Me refiero a que no voy a volver al otro lado.
-¿Te vas a quedar aquí conmigo? (Muy sorprendido).
-Sí.
-¿Para siempre?
-No, mi cuerpo pertenece al otro lado del bosque. Verás, en mi lado no existe para siempre, nuestros cuerpos no son como el tuyo, los nuestros se marchitan hasta que al final se hacen uno con la tierra.
-¿Como las hojas que caen de los árboles?
-Sí. Y a mí me pasa un poco lo que le pasaba al pino anciano, que no quiero que me rieguen más. En el bolsillo llevo un frasco, ese frasco contiene un brebaje que en cuanto me lo tome me ayudará a hacerme uno con la tierra. ¿Lo entiendes?
-A la perfección. Se hará como tú digas.
-Me gustaría tomarme el brebaje en este lado de la laguna, junto al pino anciano. Te acompañaré al otro lado para burlar al reflejo y volveré a cruzar solo.
-No, amigo, seré yo quien te acompañe y te coja de la mano hasta que te hagas uno con la tierra. No te preocupes por mí, algo tenía el púrpura del cielo que me ha quitado el miedo al reflejo.
(Varios minutos sin hablar. Interrumpe el silencio el personaje).
-Pero antes de eso, ¿podrías hacer una cosa por mí?
-Claro.
-Tienes que ayudarme a sembrar un sendero.
-¿Un sendero?
-Sí, un sendero de flores de loto que sirva de reclamo a una bandada de quitatruenos.
-Pero si sólo hay un quitatruenos.
-Ahora sí, pero al amanecer, cuando tengamos plantado el sendero vendrán más, algo me dice que vendrán.
(Anochece le mira y ambos sonríen).
-Se hará como tú digas. Dos vagabundos solitarios deben ayudarse a atraer quitatruenos, ¿no?
(El personaje le mira y ambos sonríen. Silencio mientras siembran el sendero... Amanece. El personaje y Anochece se sientan de nuevo a los pies del pino anciano. Comienza a hablar el personaje).
-Gracias por el sendero. No podría haberlo sembrado solo.
-Espero que aniden muchos quitatruenos.
(Anochece saca un frasquito de un bolsillo).
-¿Ha llegado la hora del brebaje, amigo?
-Sí.
(Anochece bebe el contenido del frasco de un trago. Recuesta su espalda en el tronco del árbol. El personaje le coge de la mano. Silencio durante varios minutos hasta que habla Anochece).
-Se está bien aquí en este bosque con Puccini.
-Ya lo creo.
-No te preocupes, vendrán otros vagabundos solitarios. Tú no puedes entenderlo porque son cosas del otro lado del bosque pero he dejado seleccionado que todo esto quede transcrito. Todo lo que hemos hablado se convertirá en un relato.
-¿Qué es un relato?
-Una tela de araña. Es como un sendero de plumas, hojas y rayos de luna.
-¿Sembrado para mí? (Muy sorprendido).
-Sí.
-¿Por qué?
-Por haber mantenido mágico el bosque. Por haber regado los árboles con palabras.
-¿Y ese sendero es el que atraerá a otros vagabundos solitarios a este lado del bosque?
-Así es.
-Vaya, no sé qué decir. Muchas gracias.
-No digas nada. Bebamos por Puccini. (Beben de la botella. Unos minutos en silencio hasta que habla Anochece).
-Noto cómo el brebaje va haciendo efecto, pronto estaré como dormido hasta que alguien se dé cuenta en el otro lado. Entonces me desconectarán y desapareceré de repente. Podría tardar unas horas, cruza la laguna ya.
-No, aquí me quedaré hasta el final.
(Anochece cierra los ojos. Silencio durante varios minutos hasta que se escucha un revoloteo de alas y piar de pájaros. El personaje ríe).
-¿Qué te había dicho, amigo? Ya van viniendo. ¿Los oyes?
(Anochece continúa en silencio).
-No, ya no los oyes. Pero el pino anciano me dice que se posarán en ti pronto, tan pronto como le crezca una nueva rama.
(Anochece y el personaje continúan cogidos de la mano mientras van llegando más quitatruenos. Silencio durante horas. De pronto Anochece desaparece súbitamente y la mano del personaje queda flotando en el vacío).
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La buhardilla de los poetas



A Margarita:
Lo llamaban el loco de Blake. Sé perfectamente por quién me pregunta, fue un hombre al que admiré y respeté profundamente. Todavía lo hago. Me ha sorprendido en gran medida su carta, desconocía que tuviera una nieta. Pongo en su conocimiento que a raíz de marcharse de Londres no volví a saber nada de su vida.
Sí, yo le conocí bien y puedo hablarle de él, contarle todo lo que recuerde sobre la época de la buhardilla. Sólo una cosa le exigiré: tendrá que darme su palabra, jurarme por lo que más quiera, que nunca enseñará estas cartas. A NADIE. Es vital para mí, señorita, y es lo único que le pediré.

A Jules:
Le prometo por el santo sepulcro de Chéjov, al cual venero, que nunca enseñaré sus cartas a nadie. Si quiere estoy dispuesta a certificarlo firmándoselo con mi sangre. Lo único que quiero es saber todo lo posible acerca de él. Mi abuela murió antes de que yo naciera y mi madre nunca quiso hablar de su padre. Creo que se avergüenza de la vida que llevó.
Me gustaría que me respondiera a esta cuestión: ¿por qué lo llamaban el loco de Blake, señor Jules?

A Margarita:
No se vuelva a dirigir a mí como “señor” Jules jamás en su vida si no quiere que se corte esta correspondencia. Llámeme Poeta Nocturno, es el seudónimo que utilizaba en aquellos tiempos.
Me gusta que haya jurado por Chéjov, si lo hubiera hecho por alguno de los poetuchos modernos que hay ahora, sinceramente, no me habría tomado la molestia de responderle.
Nieta del loco de Blake, he de reprenderla. ¿Cómo puede hacerme esa pregunta tan obvia? Lo llamábamos así por el poeta e ilustrador inglés, naturalmente. El hecho de que ignore los acontecimientos sobre la vida de su abuelo en la buhardilla no le exime de ignorar quién era William Blake. Muy claramente se lo tengo que hacer notar.
En otro momento le contaré lo que viví con su abuelo. Si le soy sincero, ahora no tengo la disposición adecuada debido a una pregunta absurda.

A Jules:
Sepa usted, Poeta Nocturno, que sé perfectamente quién era William Blake. Amo la poesía desde muy jovencita. De hecho, me veo en la obligación de informarle, ya que se altera usted tanto, que muchos de sus poemas llevan acompañándome desde hace “millones de años”. Muy especialmente, hay uno que quedó posado en mi mirada y tiene la habilidad de apaciguar mi alma cuando lo susurro. Pero no lo compartiré con usted, ya que se ha mostrado tan poco cordial conmigo.
Dicho esto, no crea que no espero con ilusión sus memorias de aquella época. Por muy desagradable que sea conmigo, mi interés no decrecerá ni un ápice. Por favor, comprenda que usted es la única conexión que me queda con mi abuelo.
A Margarita:
Rememorando aquellos tiempos he recordado que cuando conocí a su abuelo no tenía otro hogar que la tumba de Blake. Allí pasaba la mayor parte de su tiempo.
Comía muy frugalmente, dormitaba y recitaba sus versos recostado en la última morada del poeta. O, más bien, cerca de ella, porque no se sabe exactamente donde reposan sus restos. Supongo que sabrá que el poeta murió desconocido y en la miseria. Tal y como vivía su abuelo en aquella época.
Por la noche, acudía a la buhardilla de los poetas para escribir y charlar. Todos sus poemas los escribía a la luz de las velas. A su alrededor, flotaba el humo de nuestras pipas y la camaradería. De fondo, las voces de los que estábamos en la buhardilla. No le incordiaban, más bien al contrario, le recordaban el susurro del mar, según nos dijo en una ocasión. Usted no puede hacerse una idea de lo que sentíamos al oírle recitar sus versos, se caía en su influjo al instante. Sus poemas eran manantial y laberinto, podían ser cielo e infierno. Llevaban todos una cuerda, para escalar o para ahorcarse.
Su abuelo fue un gran loco que cazaba mentes como el entomólogo atrapa mariposas...
No puedo seguir por hoy, recordar aquellos tiempos me abruma. No sabe cuánto.
P.D. Le pido disculpas si la ofendí con tanta vehemencia en mi anterior carta, nada estaba más lejos de mi intención, señorita.

A Jules:
Le estoy infinitamente agradecida. Jamás imaginé que un poeta nocturno me traería la voz y las memorias de mi abuelo. Es bonito cómo la vida entreteje todo, ¿no le parece? Por favor, ¿me seguirá contando en cuanto se reponga? Me gustaría poder trasladarle la importancia que esto tiene para mí. Toda mi vida ha girado en torno a ese abuelo «extirpado». Siento una profunda necesidad de terminar el puzzle y usted tiene las últimas piezas. ¿Se da cuenta de que estoy en sus manos? ¿Sabe lo que eso significa? ¿Me permitirá ver toda la imagen?
P.D. No tengo nada que disculpar al Poeta Nocturno.

A Margarita:
¿Por qué habla preguntando? ¿Es acaso esta correspondencia un test? ¿Qué razón le impide comunicar sus pensamientos con normalidad? ¿Ve? Ya me lo ha pegado a mí.
Entiendo su situación, señorita. Tenga un poco de paciencia, se lo suplico. Usted me ha traído ancestrales fantasmas que tenía ordenadamente sepultados. Le confieso que hay momentos en los que la maldigo con todas mis fuerzas y otros en los que bendigo el día que me escribió por primera vez. No sé si me comprende. El día que leí su carta me puse tan nervioso que derramé una taza de café sobre ella, dejándola toda emborronada e ilegible.
Sepa que es mi intención contarle todo aquello que recuerde de su abuelo próximamente, pero también he de transmitirle que me perturba grandemente su impulsividad.

A Jules:
Disculpe si en mi última carta le molestaron mis numerosos interrogantes. No debí haberle escrito en el estado de exaltación en el que me encontraba al leer lo que me escribió. Me reprendo y censuro a mí misma por ello. Le dejaré todo el tiempo que necesite tomarse para continuar.

A Margarita:
Creo que ya le he hablado de que su abuelo se pasaba el día balbuceando versos con su espalda reclinada en la lápida del poeta inglés. Lo que no sé si mencioné es que componía sus versos con los ojos cerrados. Ni siquiera los abría para escribir lo que le dictaba aquel otro que llevaba dentro.
Su abuelo y yo formábamos parte de una hermandad de poetas que despreciaban a la inmensa mayoría. Aquella buhardilla, propiedad de uno de nosotros, era la cueva donde veíamos la luz del mundo, era la atalaya donde dábamos voz a nuestros versos. Yo no sé, señorita, hasta qué punto ama usted la poesía. Para nosotros, en aquella época, era la vida entera. Era la poesía o nada. Todo lo demás era silencio y lágrimas.
Me avergüenza contarle que había dos bandos en la buhardilla. Los que estaban dispuestos a malograr su vida por la poesía y los que no. Su abuelo era de los que estaban dispuestos, como habrá supuesto. Pensará que un hombre que se pasaba el día en una tumba no se le debía suponer mucho aprecio por su vida. Esto es lo que pensaban sus familiares y todos los hombres cuerdos. Pero se equivocaban. Yo no he conocido en mi vida, siendo ya anciano como soy, otra persona que tuviera más respeto por la vida. No se deje engañar por los cuerdos, señorita. Tenga por seguro que esa es una de las cosas que le transmitiría su abuelo si estuviera vivo. Las vidas de los cuerdos son tan previsiblemente grises, caminando sin pizca de aventura en la mirada, que más parecen fantasmas. No se fíe de quien no se ha buceado a sí mismo, jovencita.
Tengo que dejarlo aquí, discúlpeme. La emoción me embarga y no me deja seguir escribiendo. Disculpe si le cuento las cosas atropelladamente, la mente me juega malas pasadas cuando viaja al pasado.

A Jules:
Todo lo que me ha contado en su última carta me ha impresionado mucho. Ya voy comprendiendo por qué mi madre nunca me habló de él. Es una mujer inflexible en lo que respecta a la moral. Veo que no se parece en nada a su padre. No sabe cuánto me alegra haberle encontrado, mi poeta nocturno. Gracias a usted siento que se ha creado un lazo entre mi abuelo y yo. Es curioso, pero ya no me aguijonea que esté muerto. La muerte ha perdido su señorío, como diría Dylan Thomas. Hay muertos que están más cerca de nosotros que muchos de los vivos de nuestro alrededor. ¿No cree? Perdone, se me ha escapado una pregunta.
Por favor, siga contándome en cuanto su salud se lo permita.

A Margarita:
Le hablé en mi última carta de los dos bandos de la buhardilla. El ambiente nunca fue de acritud, no se lleve la impresión equivocada. No se juzgaba a nadie por sus decisiones ante la vida. Pero tiene que saber que una noche, de manera imprevista, se prendió la mecha de la decadencia.
Recuerdo que llovía copiosamente, la luna estaba oculta entre densos nubarrones y el ambiente que flotaba en la buhardilla era de un agradable sopor. Hasta que apareció su abuelo. Estaba calado de la cabeza a los pies y la expresión de su rostro nos hizo enmudecer a todos. Se quitó el abrigo, que llevaba empapado, y bruscamente lo arrojó al suelo, salpicándonos a todos. Comenzó a revolver, enajenado, todo lo que encontraba en la buhardilla. Le preguntamos qué le pasaba y qué era lo que estaba buscando. No dijo ni una palabra y continuó escudriñándolo todo. De pronto, se giró hacia los que estábamos allí y nos espetó: «¿Dónde cojones está?» Alguien contestó que no teníamos ni idea de a qué se refería, así que le conminaron a que se sentara e intentara tranquilizarse, lo cual hizo durante unos momentos, profundamente meditativo. Pero, acto seguido se levantó, se puso de nuevo el abrigo y en el umbral de la puerta nos dijo: «Decidle al cabrón de André que me devuelva el manuscrito o le cuelgo de las pelotas.» André era un muchacho que acudía de vez en cuando a la buhardilla y estaba empeñado en que su abuelo publicara unos textos en una revista en la que el muchacho tenía cierta influencia. Cada vez que le mencionaba el tema, el loco de Blake le contestaba con un gesto de aprensión en la mirada, seguido de un «jamás» susurrado con inconfundible desdén. La noche siguiente fue la última vez que vi a su abuelo. Pero permítame que le cuente lo que pasó aquella noche la próxima vez. Estoy muy fatigado.
PD. Quiero compartir con usted que por circunstancias que le relataré en mi siguiente carta yo me hallo en posesión de su manuscrito. Y puedo enviarle una copia si promete por el loco de Blake no publicarlos nunca.

A Jules:
¡Se lo prometo! ¡Se lo juro y perjuro!
Disculpe mi apasionamiento, pero comprenda que ante la posibilidad de leer los poemas de mi abuelo me embargan emociones muy intensas.
Estoy deseosa de que me cuente acerca de la última noche. Espero que no le importe pero estoy escribiendo una narración con las vivencias que me está contando. Estoy recopilando todo lo que sé sobre la vida de mi abuelo en un cuaderno que guardo bajo el colchón de mi cama. No se preocupe, no se lo enseñaré a nadie. Mi madre no lo encontrará, se lo aseguro. Puede usted confiar en mí, no le contaré a nadie todo lo que me ha relatado. Me apena si le estoy trayendo a la memoria recuerdos que preferiría mantener alejados, pero sepa que sus cartas iluminan una vida, una vida que estaba apagada y gris antes de conocerle a usted. Una vida miserablemente cuerda. Me interesa mucho saber qué pasó aquella noche de los versos rotos. No quiero extenuarle con una carta extensa. Continúe cuando se sienta con fuerzas, yo aguardaré todo el tiempo que sea necesario.

A Margarita:
Usted me ha engañado, señorita. ¿Cómo sabe que aquella noche fue llamada la de los versos rotos? Su impulsividad la ha traicionado. Usted conoce más cosas de lo que me ha hecho creer.
¡Con qué descaro me ha ocultado usted sus verdaderas intenciones! Ahora lo comprendo todo. Usted tiene ya una copia de su manuscrito y lo único que buscaba era conseguir el original. Me siento muy decepcionado. Escríbame para explicarse si ese es su deseo, pero después daré por finalizada esta correspondencia.
A Jules:
Se equivoca conmigo. No engaño jamás ni soy una descarada. Quizás sea un poco impulsiva pero eso no le da derecho a suponer que carezco de escrúpulos. Sólo le oculté que tenía un poema de mi abuelo, aquel que llamó «La noche de los versos rotos». Y lo hice por consideración a usted. No sabía si estaba preparado para hablarme de esa noche. No le voy a engañar diciéndole que no me gustaría tener el manuscrito, pero le aseguro que no fue el motivo que me impulsó a escribirle.
Disculpe mi enfado, no es mi intención utilizar un lenguaje incisivo, le aprecio y le respeto mucho. Usted me ha hecho amar una buhardilla perdida ya en el tiempo. Por favor, lamentaría muchísimo perder las palabras del poeta nocturno.

A Margarita:
Le pido mis mas sinceras disculpas, señorita. Me enfurruño muy fácilmente. Es una de las grandes capacidades que tengo.
Temí que sólo le interesara poseer el original. Cuando le cuente acerca de aquella noche entenderá por qué tengo yo su manuscrito.
Conozco el poema del que me habla, pero carezco del original. Me gustaría saber si el que usted tiene está escrito de su puño y letra o si por el contrario está mecanografiado. Es muy importante este matiz. Han de estar todos sus poemas escritos de puño y letra todos juntos, así que le pido que si no está mecanografiado me lo mande en su próxima carta. Soy el guardián de sus escritos.
Quiere que le hable de la noche de los versos rotos. La noche en la que él rompió todos sus versos y se marchó para siempre. Le contaré lo poco que recuerdo, sé que él querría que lo supiera.
Estoy seguro que ya le hablé de la noche en que André cogió el manuscrito de su abuelo. La noche siguiente apareció André por la buhardilla y lo negó todo. Él no había cogido los poemas, jamás se le ocurriría semejante vileza. Cuando apareció su abuelo le dijo que no se preocupara, que le creía. Y a continuación dirigió su mirada hacia mí. Sí, lo siento, señorita, todavía me avergüenza profundamente aquella broma pueril. Quería ver hasta qué punto era verdad que despreciaba sus poemas. Yo sabía que en el primero en el que pensaría sería André y quise comprobar su reacción ante la posibilidad de verlos publicados. No me defraudó. Pero él sintió que se traicionó a sí mismo, sintió por un momento que estaba atado a sus poemas y tomó una decisión drástica. Su abuelo era un hombre que aborrecía la esclavitud en todas sus formas.
Puede que le sorprenda pero aquella noche no habló conmigo. Tan sólo me sonrió con una tímida mueca y en sus ojos atisbé un halo de tristeza. El lazo con el otro que le dictaba los poemas se había roto. No sé si le consolará saber que aquella noche me sentí el hombre más ruin de la tierra.
Recibí una carta de él al cabo de pocos días acompañada de un manuscrito. Eran todos sus poemas. En la carta me decía que fuera a la tumba de Blake y lo quemara todo. Desgraciadamente, no conservo aquella carta, pero recuerdo cristalinamente que me decía: «Una hoguera hecha con mis versos será mi último poema. El último verso lo escribirás tú, pues fuiste tú quien rompió el espejismo, fuiste tú el hacedor del rayo. Y yo no soy capaz.»
La carta continuaba agradeciéndome todo lo vivido, confesándome que se sentía decepcionado consigo mismo y sentía la necesidad de inventarse otra persona. Había llegado la hora de quemar al loco de Blake...
Lo siento, señorita, disculpe a este viejo al que le tiembla la mano.
No me encuentro bien. Continuaré otro día.

A Jules:
Disculpe que haya tardado tanto en responderle. Me impresionó mucho su última carta. No me esperaba que las cosas hubieran pasado de esa manera. A decir verdad todavía sigo impresionada. No se llame a engaño, no le reprocho nada. Usted hizo lo que hizo sin mala intención. Si usted no lo hubiera hecho, probablemente yo no habría nacido. Ahora comprendo lo mucho que le habrá costado escribirme las cartas. Usted se sentía culpable, por eso no quemó el manuscrito. No escribió el último poema. Por una parte le comprendo perfectamente, pero por otra lamento que no llevara a cabo la voluntad de mi abuelo.
Le estoy muy agradecida, Poeta Nocturno. Padeceré de insomnio hasta su próxima carta, pero sabré sobreponerme estoicamente hasta que se haya repuesto del todo.

A Margarita:
Le escribo esta carta para comunicarle que mi hermano Jules nos dejó hace una semana. Su corazón se paró mientras dormía. Me dirijo a usted porque mi hermano me dejó responsable de llevar a cabo varios encargos que atañen a su persona. A saber, hacerle llegar una carta y enviarle un manuscrito. Los cuales le adjunto con esta misiva.
Le hago llegar mis saludos más cordiales.

Diario de Margarita:
Transcripción de la última carta que me envió Jules antes de morir.
Va a tener que hacerlo usted. Usted será quien escriba con fuego el último poema. Lo que fue permanece y se hace eterno en el espejo del tiempo, él lo sabía y por eso su manuscrito pide ser ceniza y mezclarse con el barro de la tierra. Los dos sabemos que el manuscrito la estaba esperando. Yo siempre fui un cobarde sentimental. Pero usted, Margarita, usted ha heredado aquella alegre melancolía que sabe cuando ha llegado el momento de que el fuego transmute al fuego. Supongo que ya se habrá dado cuenta de todo. Estaba destinada a cumplir la voluntad de su abuelo. Usted que tanto admira aquella buhardilla de poetas será el artífice del necesario punto final.
La estoy viendo prendiendo una cerilla con una sonrisa, a la vera de la tumba del poeta, entregando los versos a la hoguera...
Lo siento, señorita, de nuevo no me encuentro bien, termino esta carta parafraseándola a usted: es bonito cómo la vida entreteje todo, ¿no le parece?





La noche de los versos rotos

La poesía no es un transporte seguro.
La poesía es respirar ceniza.
Es una puerta cerrada.

Sólo un poeta comprende y da la mano a otro poeta.
Sólo un loco bendice la locura de otro loco.
Esta noche quisiera dar fogata a los poemas.
Mi corazón en llamas haría de último verso.

Se necesita una mano sensata que eche al fuego los poemas.
Hace falta una voz cabal que pronuncie el punto final.

Un poema es un laberinto maldito.
Un poema es una jaula para versos.
Es una flecha rota.

Herido y con grilletes. Como mi poesía.
Sin cerilla que la prenda.
Maltrecho y demente. Como mis versos.
Sin corazón que les palpite.
Se cierne el último amanecer en la buhardilla.
Ruge entre el silencio mi corazón esclavo.