A
Margarita:
Lo
llamaban el loco de Blake. Sé perfectamente por quién me pregunta,
fue un hombre al que admiré y respeté profundamente. Todavía lo
hago. Me ha sorprendido en gran medida su carta, desconocía que
tuviera una nieta. Pongo en su conocimiento que a raíz de marcharse
de Londres no volví a saber nada de su vida.
Sí, yo
le conocí bien y puedo hablarle de él, contarle todo lo que
recuerde sobre la época de la buhardilla. Sólo una cosa le exigiré:
tendrá que darme su palabra, jurarme por lo que más quiera, que
nunca enseñará estas cartas. A NADIE. Es vital para mí, señorita,
y es lo único que le pediré.
A Jules:
Le
prometo por el santo sepulcro de Chéjov, al cual venero, que nunca
enseñaré sus cartas a nadie. Si quiere estoy dispuesta a
certificarlo firmándoselo con mi sangre. Lo único que quiero es
saber todo lo posible acerca de él. Mi abuela murió antes de que yo
naciera y mi madre nunca quiso hablar de su padre. Creo que se
avergüenza de la vida que llevó.
Me
gustaría que me respondiera a esta cuestión: ¿por qué lo llamaban
el loco de Blake, señor Jules?
A
Margarita:
No se
vuelva a dirigir a mí como “señor” Jules jamás en su vida si
no quiere que se corte esta correspondencia. Llámeme Poeta Nocturno,
es el seudónimo que utilizaba en aquellos tiempos.
Me gusta
que haya jurado por Chéjov, si lo hubiera hecho por alguno de los
poetuchos modernos que hay ahora, sinceramente, no me habría tomado
la molestia de responderle.
Nieta
del loco de Blake, he de reprenderla. ¿Cómo puede hacerme esa
pregunta tan obvia? Lo llamábamos así por el poeta e ilustrador
inglés, naturalmente. El hecho de que ignore los acontecimientos
sobre la vida de su abuelo en la buhardilla no le exime de ignorar
quién era William Blake. Muy claramente se lo tengo que hacer notar.
En otro
momento le contaré lo que viví con su abuelo. Si le soy sincero,
ahora no tengo la disposición adecuada debido a una pregunta
absurda.
A Jules:
Sepa
usted, Poeta Nocturno, que sé
perfectamente quién era William Blake. Amo la poesía desde muy
jovencita. De hecho, me veo en la obligación de informarle, ya que
se altera usted tanto, que muchos de sus poemas llevan acompañándome
desde hace “millones de años”. Muy especialmente, hay uno que
quedó posado en mi mirada y tiene la habilidad de apaciguar mi alma
cuando lo susurro. Pero no lo compartiré con usted, ya que se ha
mostrado tan poco cordial conmigo.
Dicho
esto, no crea que no espero con ilusión sus memorias de aquella
época. Por muy desagradable que sea conmigo, mi interés no
decrecerá ni un ápice. Por favor, comprenda que usted es la única
conexión que me queda con mi abuelo.
A
Margarita:
Rememorando
aquellos tiempos he recordado que cuando conocí a su abuelo no tenía
otro hogar que la tumba de Blake. Allí pasaba la mayor parte de su
tiempo.
Comía
muy frugalmente, dormitaba y recitaba sus versos recostado en la
última morada del poeta. O, más bien, cerca de ella, porque no se
sabe exactamente donde reposan sus restos. Supongo que sabrá que el
poeta murió desconocido y en la miseria. Tal y como vivía su abuelo
en aquella época.
Por la
noche, acudía a la buhardilla de los poetas para escribir y charlar.
Todos sus poemas los escribía a la luz de las velas. A su alrededor,
flotaba el humo de nuestras pipas y la camaradería. De fondo, las
voces de los que estábamos en la buhardilla. No le incordiaban, más
bien al contrario, le recordaban el susurro del mar, según nos dijo
en una ocasión. Usted no puede hacerse una idea de lo que sentíamos
al oírle recitar sus versos, se caía en su influjo al instante. Sus
poemas eran manantial y laberinto,
podían ser cielo e infierno. Llevaban todos una cuerda, para escalar
o para ahorcarse.
Su
abuelo fue un gran loco que cazaba mentes como el entomólogo
atrapa mariposas...
No puedo
seguir por hoy, recordar aquellos tiempos me abruma. No sabe cuánto.
P.D. Le
pido disculpas si la ofendí con tanta vehemencia en mi anterior
carta, nada estaba más lejos de mi intención, señorita.
A Jules:
Le estoy
infinitamente agradecida. Jamás imaginé que un poeta nocturno me
traería la voz y las memorias de mi abuelo. Es bonito cómo la vida
entreteje todo, ¿no le parece? Por favor, ¿me seguirá contando en
cuanto se reponga? Me gustaría poder trasladarle la importancia que
esto tiene para mí. Toda mi vida ha girado en torno a ese abuelo
«extirpado». Siento una profunda necesidad de terminar el puzzle y
usted tiene las últimas piezas. ¿Se da cuenta de que estoy en sus
manos? ¿Sabe lo que eso significa? ¿Me permitirá ver toda la
imagen?
P.D. No
tengo nada que disculpar al Poeta Nocturno.
A
Margarita:
¿Por
qué habla preguntando? ¿Es acaso esta correspondencia un test? ¿Qué
razón le impide comunicar sus pensamientos con normalidad? ¿Ve? Ya
me lo ha pegado a mí.
Entiendo
su situación, señorita. Tenga un poco de paciencia, se lo suplico.
Usted me ha traído ancestrales fantasmas que tenía ordenadamente
sepultados. Le confieso que hay momentos en los que la maldigo
con todas mis fuerzas y otros en los que
bendigo el día que me escribió por primera vez. No sé si me
comprende. El día que leí su carta me puse tan nervioso que derramé
una taza de café sobre ella, dejándola toda emborronada e ilegible.
Sepa
que es mi intención contarle todo aquello que recuerde de su abuelo
próximamente, pero también he de transmitirle que me perturba
grandemente su impulsividad.
A
Jules:
Disculpe
si en mi última carta le molestaron mis numerosos interrogantes. No
debí haberle escrito en el estado de exaltación en el que me
encontraba al leer lo que me escribió. Me reprendo y censuro a mí
misma por ello. Le dejaré todo el tiempo que necesite tomarse
para continuar.
A
Margarita:
Creo que
ya le he hablado de que su abuelo se pasaba el día balbuceando
versos con su espalda reclinada en la lápida del poeta inglés. Lo
que no sé si mencioné es que componía sus versos con los ojos
cerrados. Ni siquiera los abría para escribir lo que le dictaba
aquel otro que llevaba dentro.
Su
abuelo y yo formábamos parte de una hermandad de poetas que
despreciaban a la inmensa mayoría. Aquella buhardilla, propiedad de
uno de nosotros, era la cueva donde veíamos la luz del mundo, era la
atalaya donde dábamos voz a nuestros versos. Yo no sé, señorita,
hasta qué punto ama usted la poesía. Para nosotros, en aquella
época, era la vida entera. Era la poesía o nada. Todo lo demás era
silencio y lágrimas.
Me
avergüenza contarle que había dos bandos en la buhardilla. Los que
estaban dispuestos a malograr su vida por la poesía y los que no. Su
abuelo era de los que estaban dispuestos, como habrá supuesto.
Pensará que un hombre que se pasaba el día en una tumba no se le
debía suponer mucho aprecio por su vida. Esto es lo que pensaban sus
familiares y todos los hombres cuerdos. Pero se equivocaban. Yo no he
conocido en mi vida, siendo ya anciano como soy, otra persona que
tuviera más respeto por la vida. No se deje engañar por los
cuerdos, señorita. Tenga por seguro que esa es una de las cosas que
le transmitiría su abuelo si estuviera vivo. Las vidas de los
cuerdos son tan previsiblemente grises, caminando sin pizca de
aventura en la mirada, que más parecen fantasmas. No se fíe de
quien no se ha buceado a sí mismo, jovencita.
Tengo
que dejarlo aquí, discúlpeme. La emoción me embarga y no me deja
seguir escribiendo. Disculpe si le cuento las cosas atropelladamente,
la mente me juega malas pasadas cuando viaja al pasado.
A
Jules:
Todo
lo que me ha contado en su última carta me ha impresionado mucho. Ya
voy comprendiendo por qué mi madre nunca me habló de él. Es una
mujer inflexible en lo que respecta a la moral. Veo que no se parece
en nada a su padre. No sabe cuánto me alegra haberle encontrado, mi
poeta nocturno. Gracias a usted siento que se ha creado un lazo entre
mi abuelo y yo. Es curioso, pero ya no me aguijonea que esté muerto.
La muerte ha perdido su señorío, como diría Dylan Thomas. Hay
muertos que están más cerca de nosotros que muchos de los vivos de
nuestro alrededor. ¿No cree? Perdone, se me ha escapado una
pregunta.
Por
favor, siga contándome en cuanto su salud se lo permita.
A
Margarita:
Le
hablé en mi última carta de los dos bandos de la buhardilla. El
ambiente nunca fue de acritud, no se lleve la impresión equivocada.
No se juzgaba a nadie por sus decisiones ante la vida. Pero tiene que
saber que una noche, de manera imprevista, se prendió la mecha de la
decadencia.
Recuerdo
que llovía copiosamente, la luna estaba oculta entre densos
nubarrones y el ambiente que flotaba en la buhardilla era de un
agradable sopor. Hasta que apareció su abuelo. Estaba calado de la
cabeza a los pies y la expresión de su rostro nos hizo enmudecer a
todos. Se quitó el abrigo, que llevaba empapado, y bruscamente lo
arrojó al suelo, salpicándonos a todos. Comenzó a revolver,
enajenado, todo lo que encontraba en la buhardilla. Le preguntamos
qué le pasaba y qué era lo que estaba buscando. No dijo ni una
palabra y continuó escudriñándolo todo. De pronto, se giró hacia
los que estábamos allí y nos espetó: «¿Dónde cojones está?»
Alguien contestó que no teníamos ni idea de a qué se refería, así
que le conminaron a que se sentara e intentara tranquilizarse, lo
cual hizo durante unos momentos, profundamente meditativo. Pero, acto
seguido se levantó, se puso de nuevo el abrigo y en el umbral de la
puerta nos dijo: «Decidle al cabrón de André que me devuelva el
manuscrito o le cuelgo de las pelotas.» André era un muchacho que
acudía de vez en cuando a la buhardilla y estaba empeñado en que su
abuelo publicara unos textos en una revista en la que el muchacho
tenía cierta influencia. Cada vez que le mencionaba el tema, el loco
de Blake le contestaba con un gesto de aprensión en la mirada,
seguido de un «jamás» susurrado con inconfundible desdén. La
noche siguiente fue la última vez que vi a su abuelo. Pero permítame
que le cuente lo que pasó aquella noche la próxima vez. Estoy muy
fatigado.
PD.
Quiero compartir con usted que por circunstancias que le relataré en
mi siguiente carta yo me hallo en posesión de su manuscrito. Y puedo
enviarle una copia si promete por el loco de Blake no publicarlos
nunca.
A
Jules:
¡Se
lo prometo! ¡Se lo juro y perjuro!
Disculpe
mi apasionamiento, pero comprenda que ante la posibilidad de leer los
poemas de mi abuelo me embargan emociones muy intensas.
Estoy
deseosa de que me cuente acerca de la última noche. Espero que no le
importe pero estoy escribiendo una narración con las vivencias que
me está contando. Estoy recopilando todo lo que sé sobre la vida de
mi abuelo en un cuaderno que guardo bajo el colchón de mi cama. No
se preocupe, no se lo enseñaré a nadie. Mi madre no lo encontrará,
se lo aseguro. Puede usted confiar en mí, no le contaré a nadie
todo lo que me ha relatado. Me apena si le estoy trayendo a la
memoria recuerdos que preferiría mantener alejados, pero sepa que
sus cartas iluminan una vida, una vida que estaba apagada y gris
antes de conocerle a usted. Una vida miserablemente cuerda. Me
interesa mucho saber qué pasó aquella noche de los versos rotos. No
quiero extenuarle con una carta extensa. Continúe cuando se sienta
con fuerzas, yo aguardaré todo el tiempo que sea necesario.
A
Margarita:
Usted me
ha engañado, señorita. ¿Cómo sabe que aquella noche fue llamada
la de los versos rotos? Su impulsividad la ha traicionado. Usted
conoce más cosas de lo que me ha hecho creer.
¡Con
qué descaro me ha ocultado usted sus verdaderas intenciones! Ahora
lo comprendo todo. Usted tiene ya una copia de su manuscrito y lo
único que buscaba era conseguir el original. Me siento muy
decepcionado. Escríbame para explicarse si ese es su deseo, pero
después daré por finalizada esta correspondencia.
A
Jules:
Se
equivoca conmigo. No engaño jamás ni soy una descarada. Quizás sea
un poco impulsiva pero eso no le da derecho a suponer que carezco de
escrúpulos. Sólo le oculté que tenía un poema de mi abuelo, aquel
que llamó «La noche de los versos rotos». Y lo hice por
consideración a usted. No sabía si estaba preparado para hablarme
de esa noche. No le voy a engañar diciéndole que no me gustaría
tener el manuscrito, pero le aseguro que no fue el motivo que me
impulsó a escribirle.
Disculpe
mi enfado, no es mi intención utilizar un lenguaje incisivo, le
aprecio y le respeto mucho. Usted me ha hecho amar una buhardilla
perdida ya en el tiempo. Por favor, lamentaría muchísimo perder las
palabras del poeta nocturno.
A
Margarita:
Le
pido mis mas sinceras disculpas, señorita. Me enfurruño muy
fácilmente. Es una de las grandes capacidades que tengo.
Temí
que sólo le interesara poseer el original. Cuando le cuente acerca
de aquella noche entenderá por qué tengo yo su manuscrito.
Conozco
el poema del que me habla, pero carezco del original. Me gustaría
saber si el que usted tiene está escrito de su puño y letra o si
por el contrario está mecanografiado. Es muy importante este matiz.
Han de estar todos sus poemas escritos de puño y letra todos juntos,
así que le pido que si no está mecanografiado me lo mande en su
próxima carta. Soy el guardián de sus escritos.
Quiere
que le hable de la noche de los versos rotos. La noche en la que él
rompió todos sus versos y se marchó para siempre. Le contaré lo
poco que recuerdo, sé que él querría que lo supiera.
Estoy
seguro que ya le hablé de la noche en que André cogió el
manuscrito de su abuelo. La noche siguiente apareció André por la
buhardilla y lo negó todo. Él no había cogido los poemas, jamás
se le ocurriría semejante vileza. Cuando apareció su abuelo le dijo
que no se preocupara, que le creía. Y a continuación dirigió su
mirada hacia mí. Sí, lo siento, señorita, todavía me avergüenza
profundamente aquella broma pueril. Quería ver hasta qué punto era
verdad que despreciaba sus poemas. Yo sabía que en el primero en el
que pensaría sería André y quise comprobar su reacción ante la
posibilidad de verlos publicados. No me defraudó. Pero él sintió
que se traicionó a sí mismo, sintió por un momento que estaba
atado a sus poemas y tomó una decisión drástica. Su abuelo era un
hombre que aborrecía la esclavitud en todas sus formas.
Puede
que le sorprenda pero aquella noche no habló conmigo. Tan sólo me
sonrió con una tímida mueca y en sus ojos atisbé un halo de
tristeza. El lazo con el otro que le dictaba los poemas se había
roto. No sé si le consolará saber que aquella noche me sentí el
hombre más ruin de la tierra.
Recibí
una carta de él al cabo de pocos días acompañada de un manuscrito.
Eran todos sus poemas. En la carta me decía que fuera a la tumba de
Blake y lo quemara todo. Desgraciadamente, no conservo aquella carta,
pero recuerdo cristalinamente que me decía: «Una hoguera hecha con
mis versos será mi último poema. El último verso lo escribirás
tú, pues fuiste tú quien rompió el espejismo, fuiste tú el
hacedor del rayo. Y yo no soy capaz.»
La
carta continuaba agradeciéndome todo lo vivido, confesándome que se
sentía decepcionado consigo mismo y sentía la necesidad de
inventarse otra persona. Había llegado la hora de quemar al loco de
Blake...
Lo
siento, señorita, disculpe a este viejo al que le tiembla la mano.
No
me encuentro bien. Continuaré otro día.
A
Jules:
Disculpe
que haya tardado tanto en responderle. Me impresionó mucho su última
carta. No me esperaba que las cosas hubieran pasado de esa manera. A
decir verdad todavía sigo impresionada. No se llame a engaño, no le
reprocho nada. Usted hizo lo que hizo sin mala intención. Si usted
no lo hubiera hecho, probablemente yo no habría nacido. Ahora
comprendo lo mucho que le habrá costado escribirme las cartas. Usted
se sentía culpable, por eso no quemó el manuscrito. No escribió el
último poema. Por una parte le comprendo perfectamente, pero por
otra lamento que no llevara a cabo la voluntad de mi abuelo.
Le
estoy muy agradecida, Poeta Nocturno. Padeceré de insomnio hasta su
próxima carta, pero sabré sobreponerme estoicamente hasta que se
haya repuesto del todo.
A
Margarita:
Le
escribo esta carta para comunicarle que mi hermano Jules nos dejó
hace una semana. Su corazón se paró mientras dormía. Me dirijo a
usted porque mi hermano me dejó responsable de llevar a cabo varios
encargos que atañen a su persona. A saber, hacerle llegar una carta
y enviarle un manuscrito. Los cuales le adjunto con esta misiva.
Le
hago llegar mis saludos más cordiales.
Diario
de Margarita:
Transcripción
de la última carta que me envió Jules antes de morir.
Va
a tener que hacerlo usted. Usted será quien escriba con fuego el
último poema. Lo que fue permanece y se hace eterno en el espejo del
tiempo, él lo sabía y por eso su manuscrito pide ser ceniza y
mezclarse con el barro de la tierra. Los dos sabemos que el
manuscrito la estaba esperando. Yo siempre fui un cobarde
sentimental. Pero usted, Margarita, usted ha heredado aquella alegre
melancolía que sabe cuando ha llegado el momento de que el fuego
transmute al fuego. Supongo que ya se habrá dado cuenta de todo.
Estaba destinada a cumplir la voluntad de su abuelo. Usted que tanto
admira aquella buhardilla de poetas será el artífice del necesario
punto final.
La
estoy viendo prendiendo una cerilla con una sonrisa, a la vera de la
tumba del poeta, entregando los versos a la hoguera...
Lo
siento, señorita, de nuevo no me encuentro bien, termino esta carta
parafraseándola a usted: es bonito cómo la vida entreteje todo, ¿no
le parece?
La
noche de los versos rotos
La
poesía no es un transporte seguro.
La
poesía es respirar ceniza.
Es
una puerta cerrada.
Sólo
un poeta comprende y da la mano a otro poeta.
Sólo
un loco bendice la locura de otro loco.
Esta
noche quisiera dar fogata a los poemas.
Mi
corazón en llamas haría de último verso.
Se
necesita una mano sensata que eche al fuego los poemas.
Hace
falta una voz cabal que pronuncie el punto final.
Un
poema es un laberinto maldito.
Un
poema es una jaula para versos.
Es
una flecha rota.
Herido
y con grilletes. Como mi poesía.
Sin
cerilla que la prenda.
Maltrecho
y demente. Como mis versos.
Sin
corazón que les palpite.
Se
cierne el último amanecer en la buhardilla.
Ruge
entre el silencio mi corazón esclavo.