viernes, 12 de agosto de 2016

Cosmología



Mi vida es una canoa y una caracola de mar. El murmullo de la selva flota sobre mí.
Aspiro la música del oleaje, tengo ese sonido escondido adentro. Y he de hacerlo sonar.

Puedo leer un mapa que no pueden ver mis ojos. Puedo ver azul y verde donde sólo hay negro. Sé escuchar el canto del búho, que ulula de madrugada. Poseo lo inmutable y todo lo que es inasible. A veces, puedo dejarme sonreír por el infinito del universo, abrazar mi sombra y conversarme en precipicio. Suena raro, pero yo lo vivo cristalino.

Puedo bostezar sin perder curiosidad. Cuando me detengo es porque albergo un obcecado empeño en continuar. Y porque también me canso enseguida. Suelo reposar en mi identidad.
Llevo guardada la música de los muertos en mi memoria. Y la hago resonar cuando quiero. Sé distinguir los números, aunque a veces se me mezclan el uno y el dos. El dos me confunde. Me cuesta aprehender su cualidad de ilusoriedad. Pero no se me escapa su inexistencia. Eso no.

Sé ver ficción en todo. Puedo oler anémonas azules si me lo propongo. He desarrollado un sexto sentido para ver los monstruos de la oscuridad. Les planto cara con mi espada luminosa y nos ponemos a charlar de esto y de aquello. Los monstruos tienen muchas cosas que contar.
Sé cómo hacer para que los personajes de un libro se queden adentro mío y me hagan compañía. Ahora mismo está a mi lado un niño llamado Nicolás. Me gusta Nicolás.

Tengo una gran capacidad para confiar. Confío en la luz de la luna, en los rayos del sol, en mi taza de desayuno. Confío en mi canoa y en mi caracola. Confío en la permanencia del observador. Confío en mi soledad. Confío en mi lámpara de lava. Confío en el silencio. Pero, por encima de todo, confío en el instante sagrado del devenir cuando me doy un baño.
Tengo una gran habilidad. Nací con síndrome de recuerdo. Recuerdo la sabiduría de mis ancestros. Recuerdo que todo vino del cielo. Y que esta hoguera de carne es más valiosa que las mareas. Pero no puedo decirlo, porque tendría que hablar con un lenguaje de pompas de jabón que no puede ser balbucido.

Viajo con mi canoa por el mar. Con mi caracola escucho lo que cantan los peces. Me pongo a soñar un sueño, arribo a mil puertos. Vuelvo a zarpar. Atrapo más vivencias y se las ofrendo al infinito del universo para que las imprima en cristal. Sé que es así como se escribe el sonido del tiempo. Pero supongo que eso lo conoce todo el mundo.

He aprendido, a base de ecuaciones metafísicas, a cambiar mi pasado. Momentos de angustia o de pánico, por ejemplo, los permuto en cuestión de nanosegundos en momentos repletos de confianza. Una vez hecho, lo conecto con el presente, que realmente es lo único que entiendo. Es en el ahora donde menos sufro el vértigo. El futuro es una variable que nunca introduzco en mis meditaciones numéricas. Sinceramente, me aturde el concepto y no puedo fingir que no sé qué demonios significa. Para calmarme pienso en la inexistencia del dos. Eso siempre me funciona.

Me he inventado un mundo gracias a la noche. En los momentos nocturnos soy proclive a imaginar. Se me llena la habitación de seres que aparecen de la nada. Es muy habitual que aparezca un gato que habla y se siente a mi lado en la cama para narrarme sus fascinantes aventuras. Cuando me canso de él lo convierto en una clave de sol soprano que canta para mí, si yo quiero, hasta altas horas de la madrugada. Puedo invocar un ejército de luciérnagas, si me concentro mucho. Pero el ser que más me gusta que venga es el casco parlante. Te lo pones en la cabeza y te verbaliza los pensamientos. Así no se escapa ninguno. A mí me va de perlas, porque se me suelen escapar muchísimos cuando no llevo el casco puesto. Algunos pensamientos son muy resbaladizos y cuando tiro a pensarlos ya se me han escabullido. Sobre todo los que me llegan cuando estoy balanceándome agarrado a las ramas de un olmo. Estoy en muchas partes al mismo tiempo.

Soy una hoja al viento, una flor de la noche. Soy el reflujo de las mareas, el soniquete que va en mi búsqueda. Soy el que soy.

Creo que vosotros lo llamáis autismo.

Violeta



Me llamo Violeta y cuido nidos de palabras. Tengo palabras bonitas y palabras monstruosas.
Hoy estaba jugando a imaginar que llueve cuando papá me ha regalado una palabra nueva. Se llama Metamorfosis. De entrada, no me ha caído muy bien. He cogido su cuerpo de cartulina con mucha grima y lo he introducido en el nido de las monstruosas junto a las demás. Parece que a Verduras le ha caído bien Metamorfosis porque he visto cómo le dedicaba una fugaz mirada llena de ternura.
Al echar un vistazo en el nido de las bonitas me he dado cuenta de que está ya a rebosar. Tendré que pedirle a mamá un nido grande como la luna para las palabras bonitas.

Mamá me ha dicho que no es temporada de nidos tan grandes como la luna. Al parecer, sólo crecen en verano. En lugar de otro nido, opina que ha llegado la hora de liberar algunas y que haya sitio para acoger nuevas palabras bonitas.
¿Otras palabras bonitas? No suena mal. Tengo que empezar a pensar en un plan de liberación.

¿Y si las dejo en los pétalos de una flor para que también las palabras den su semilla?
Mamá dice que no es una buena idea. Cuando la flor se cerrara por la noche las asfixiaría.
¿Y hacer una cometa con todas las palabras bonitas? Sería divertido enlazarlas una a una, hacer una cola muy larga y subirse como si fuera un cohete. Llegaría tan alto tan alto que podría susurrarles cosas secretas a las estrellas. Luego podría dibujarle en el cielo un corazón gigante a papá.
¡Qué absurdo! Es una ocurrencia descabellada. Lo de subirse a un cohete estaría chupado pero que las palabras se dejaran enlazar no lo veo cosa fácil. Menos mal que no tengo que liberar a las monstruosas. Tendría miedo de que pudieran ser atacadas por otros niños. Al ser tan feas, necesitan que yo las proteja. ¿Qué le pasaría a Verduras, por ejemplo? Me entra mucho miedo sólo de pensarlo. En cambio, estoy segura de que a Golosina no le pasaría nada. Como es bonita, ningún niño le haría daño.
¡Ajá! ¿Y si les hago un nido en un árbol? Así llegarían al cielo sin necesidad de crecer. Qué bonito sería ver cómo el árbol las mece durante la noche.
No es una buena idea. Mamá me ha dicho que no estarían seguras. Los pájaros se las comerían. No entiendo cómo no he caído en eso.
¿Y hacerles una barca con ramas para que vivan en el río? Cachorro sería el capitán y Golosina, Saltarín y Mariposa los marineros. Pedorretas sería la cocinera. Navegarían bebiéndose el sol y contemplando todos los amaneceres. Me las imagino llegando al mar, donde se harían una casita en una caracola bajo las olas.
Descartado. Papá dice que habría peligro de naufragio.

¡Ya está decidido! Las meteremos en un globo y echaremos las palabras a volar.
¿Llegarán a la luna? Papá y mamá no albergan ninguna duda, están totalmente convencidos de que sí. Pero yo no las tengo todas conmigo. Temo que un halcón pinche el globo con su pico y las palabras se peguen un buen morrón.
No hay de qué preocuparse. Papá me ha dicho que ha conseguido un globo de los que llevan protección anti-picotazos. Menos mal. Me he quedado mucho más tranquila.

¡Ya liberamos a las palabras! Por la noche, mamá me dejó mirar por el telescopio y me pareció ver a Golosina con cara de susto y abrazada a Bicicleta. Me dio de repente mucha pena y me puse a llorar. Pero mamá me recordó que las palabras se abrazan cuando están contentas. Cuando están tristes o asustadas se quedan como petrificadas y no mueven ni una sola letra de su cuerpo. ¡Qué alivio sentí! Tenía miedo de que algo fallara en el plan de liberación. Mamá y papá ayudaron un poco. No puede una estar en todo.

¡Tengo una palabra nueva! Se llama Retruécano. Me ha hecho mucha gracia porque no he podido pronunciarla ni una sola vez sin equivocarme. Me la ha metido en un bolsillo del pijama y he estado soñando con ella toda la noche. Retuécaro, retuécaro, retuácrano... Por la mañana ya estaba un poco hasta el moño de ella porque me cuesta mucho pronunciarla bien. He decidido que la voy a meter en el cajón de las monstruosas.

Ha pasado algo terrible. Cuando he ido a meter a Retruécano me he dado cuenta de que Tristeza estaba llorando. La pobre estaba rota, rajada por la mitad. ¿Cómo habrá pasado? ¿Habrá sido herida por otra monstruosa? Tengo que vigilar a Metamorfosis.
Tristeza sigue llorando.

Mientras curábamos a Tristeza, pegándola con celo, le he preguntado a papá dónde van las palabras que se mueren. Papá ha dicho que van a un jardín imaginario, repleto de luz y colores, donde cada palabra, posada en una hoja, sueña ser parte de un cuento. Mientras, un séquito de hormigas las acuna. Me ha asegurado que si dibujo el jardín haré que el mundo de palabras muertas pueda vivir una vez más. ¡Qué pasada! Me he puesto a dibujarlo y cuando he terminado lo he rociado con purpurina y un poquito de polen de flor de hada. “Revive, jardín de palabras muertas”, le he susurrado al dibujo. Revive, Tristeza.

Mamá está convencida de que Tristeza no ha sido atacada. Papá piensa lo mismo. Creen que, sin darme cuenta, pudo romperse cuando la metía en la caja. Pero yo sé que no pudo ser eso. Siempre voy con delicadeza cuando las meto en el nido para no hacerles daño. Hasta las monstruosas que me dan un poco de asco las cojo con mucho cuidado por miedo a que se me lastimen.
Tengo que descubrir sea como sea lo que pasó. Esta noche, cuando papá y mamá se duerman, yo haré hablar a las monstruosas. Vaya si lo haré.

Papá y mamá se quedaron dormidos pronto. Y yo también. ¡Qué tonta soy! Esperaré al glorioso día sin colegio, haré mucha siesta y así aguantaré hasta la noche.

¡Todo está arreglado! Como sospechaba, la culpable fue Metamorfosis. Interrogué a todas por separado. Menos a Tristeza, que estaba recuperándose en el nido UCI. Matemáticas, en susurros, me chivó lo que había pasado. Metamorfosis buscó problemas en cuanto la metí en el nido. Se mofaba de Verduras, insultaba a Crecer y a Tristeza le hacía la vida imposible. Se burlaba de ellas diciéndoles que podía mudar de forma en cuanto quisiera y convertirse en bonita. Y que yo no me daría cuenta. Luego prometió convertir en palabras bonitas a todas las que le ayudaran a salir de allí. Intentaron entre todas levantar la tapa del nido, pero pesaba mucho y como no podían aguantar el peso se le cayó encima a Tristeza cuando ya tenía medio cuerpo fuera. No he necesitado más explicaciones. Ya tenía suficiente información y además Matemáticas me estaba mareando. No puedo evitar mirarla sin imaginar ecuaciones.

Este mañana mamá me ha preguntado por qué estaba la caja de las monstruosas en la basura. Le he respondido que ya no la necesitaba. Ya no veo feas a las monstruosas. Como Metamorfosis se porta muy mal con ellas me dan un poco de pena y las he metido a todas en el mismo nido. Pero he de separar a Metamorfosis de las demás y decidir qué castigo ponerle. Me parece a mí que una palabrita se ha ganado el hacerme los deberes de toda la semana.
Mamá dice que no hace falta tirar la caja a la basura si se puede remodelar. ¡Se me ha ocurrido una idea! Le pintaré un cartel que ponga: las revoltosas.

Mamá me ha hecho una pregunta bastante tonta. ¿Qué haré si me encuentro con una nueva palabra monstruosa? Qué tontería más grande. ¡Pues mirarla más! Es algo que he aprendido con todo este asunto de Metamorfosis. A Mamá le ha parecido muy bien la idea. Y además se ha dado cuenta de que al final todas no cabrían en el mismo nido, así que ha sugerido que podríamos crear otro para palabras que son mucho más que bonitas. No se le escapa una a mamá. ¿Cómo llamaré a las palabras que meta en ese nido? Está clarísimo. Las superguachis.
Papá se ha sorprendido de que todas las monstruosas de pronto se hayan convertido en bonitas. Le he respondido que son cosas que pasan entre las palabras y yo. Es mejor que no pregunte.
Mamá ha traído más cuerpos de cartulina para que recorte todas las palabras que quiera. Por ahora tengo en el nido de las bonitas a Retruécano y a las que antes eran las monstruosas. Metamorfosis sigue en el nido de las revoltosas.

¡Ya tengo tres superguachis! Se llaman Jengibre, Hada y Tobogán. Y papá me ha regalado una que ha recortado él mismo del periódico. Se llama Incendiaria, pero yo la veo muy rara y aún no la acabo de ver superguachi del todo, así que por ahora la he puesto en el nido de las bonitas.

Va a ocurrir una catástrofe. Las palabras están preparando un motín. Me he enterado mientras las espiaba escondida debajo de la cama. He oído cómo Incendiaria preguntaba por los planes de huida. Las demás le han contestado que no se les había ocurrido ninguno. Le han contado a Incendiaria lo que intentó hacer Metamorfosis y que ahora es una revoltosa.
No he podido escuchar más y me he ido corriendo a esconderme en el baño. Me he puesto a llorar acurrucada dentro de la bañera porque me da pena que no quieran quedarse conmigo. Pero luego me he dado cuenta de que puedo comprenderlas si me pongo en su lugar.
Voy a pensar en un plan para liberarlas a todas. No habrán más palabras enjauladas.

¡Ya lo he pensado todo! En el jardín. Las liberaré en el jardín. Luego más adelante, si todo va bien, las llevaré a un sitio más grande, como una cueva o algo así. Lo del jardín será un secreto entre ellas y yo. Hablaré con Metamorfosis, le haré prometer que se portará bien con las demás o si no se quedará sola en el nido.
He hablado con Metamorfosis. Ha jurado por todos los diccionarios del mundo que no será mala. Pero como no me la creo mucho he decidido que no voy a quitarles un ojo de encima, como hace mamá conmigo cuando estoy en la piscina.

¡Las liberé! Han revoloteado por todo el jardín y han chillado como locas. Al poco rato ya estaban todas chinchándose. O sea que se lo estaban pasando de miedo. ¡Qué satisfacción!
En ese momento me he sentido muy orgullosa de mí misma, he notado como me hinchaba como un pavo y todo. He vuelto a casa silbando una canción y pensando que soy un poco bastante “superguachi”. Vivir es un flipe.

Ya han pasado unos días y todo va fenómeno. Les llevo galletas, aunque luego me las como yo. Mamá y papá me han preguntado por las palabras y les he contado que tienen una nueva casa y que están pasándoselo de alucine.

¡Me muero! Han desaparecido. Fui ayer a visitarlas y no quedaba rastro de ninguna palabra.
Quiero pensar que se han hecho un barquito con las ramas del bosque y ahora viajan, chillando de alegría, surcando todo el mar.
Me ha entrado el miedo. ¿Y si otro niño las encontró, las metió en su red de cazar tesoros y se las llevó con él a casa? Me imagino a mis palabras inmovilizadas con chinchetas, pinchadas en la pared de una habitación de un salvaje. También veo cómo una mano las hace trizas y las esparce a la calle desde una ventana.
He tirado a la basura toda la cartulina que tenía. No volveré a crear palabras nunca más.
¡Por favor! Que el ser que está en el cielo que sabe hacerlo todo haga que vuelvan mis palabras. Si consigue el milagro prometo no volver a robar ni una sola canica a mis compañeros de clase.

¡Hay una esperanza! Les he contado todo a papá y mamá y me han dicho que no hay de qué preocuparse. Dicen que en los libros encontraré palabras iguales a las que perdí. ¡Qué tonta he sido al no caer en eso! Pero no se me tiene que olvidar que las palabras de los libros no las puedo recortar. Si no el libro se moriría.
Ha llegado la hora de emprender la búsqueda. ¡Qué fabuloso!

Un jaguar amarillo



−¡Más rápido! ¡Más rápido!
−¡Hago lo que puedo!
−¡Para, para!
−¿Qué pasa?
−La Ballena está mirando hacia aquí. Haz como si estuvieras jugando.
−Vale, vale.
−Ya no mira. Podemos seguir.
−Tengo miedo. A ver si nos pilla.
−No, ahora está pendiente de las gemelas. Se están tirando de los pelos. Va para rato. Sigue.
−Ah, bueno.
−Utiliza el camión para quitar la arena y así haremos el agujero más grande.
−¿Y tú qué vas a utilizar?
−Seguiré con la pala.
(Al cabo de un rato)
−¡Ya casi está! ¡Prueba a ver si cabes!
−Prueba tú que eres más gordo que yo, tonto. ¿No te das cuenta de que si no cabes habrá que seguir un poco más? ¿O es que te ha entrado caquita?
−¿Yo, caquita? Tú flipas. Ya verás.
−Cuando pases al otro lado sigue a rastras para que no te vea nadie.
−¡Que sí, plasta!
−Cuidado con la valla, que te vas a dejar la cabeza, so bestia.
−¡Lo hice! ¡Me he fugado!
−Chist. Que te van a oír y aún no he pasado yo.
−Pues dale, que parece que te ha entrao caquita.
−¿Caquita, yo? Me vas a ver... ¿Has visto? He pasado más rápido que tú. Te fastidias.
−Te fastidias tú porque yo he sido el primero.
−Pues no. Te fastidias tú.
−Túuuuuu.
−Túuuuuu.
−Túuuuuu.
−Para ya, que hay que pensar hacia dónde se va.
−¿No decías que lo sabías?
−Y tanto que lo sé. Está al lado de mi casa. Hay que continuar calle abajo.
−Vaya cara que se le va a quedar a la Ballena cuando se acabe el recreo y vea que no estamos.
−Que se aguante. Lo tiene bien merecido por sus pellizcos.
−A mí no me ha pellizcado nunca.
−Porque tú eres un cagueta y siempre haces lo que te dice.
−¡Eso no es verdad!
−¡Sí que lo es!
−¡Un zurullo que no!
−Calla, que tengo que pensar si giramos a la derecha o a la izquierda.
−¡Te has perdido! ¡Te has perdido!
−Que no. Hay que girar a la derecha.
−¿Tú crees que lo conseguiremos?
−Claro que lo conseguiremos.
−Pero no tenemos dinero.
−Da igual. Ya se nos ocurrirá algo.
−¿Y si lo robamos?
−¡Cómo lo vamos a robar, tonto! ¡Se darían cuenta enseguida!
−Si lo hacemos despacito...
−Deja que piense, plasta. No sé si hay que girar por esta calle o no.
−¡Te has perdido! ¡Te has perdido!
−Te estás ganando un bofetón. Si lo sé vengo con otro.
−Perdona, perdona. Ya paro. ¿Falta mucho?
−No, es al final de esta calle.
−¿Seguro?
−Seguro. ¡Es aquí! ¿Lo ves?
−¡Vaya! Me quedaría mirándolo con la boca abierta para siempre.
−¿Cuál compramos?
−El jaguar es una pasada.
−Estoy de acuerdo. El jaguar, entonces. ¿Amarillo?
−Ni de coña. Verde pistacho.
−¿Verde pistacho? Ni de coña.
−El amarillo no me gusta.
−No te gires. Detrás de ti hay una señora que nos está mirando. Se está acercando...
−Niños, ¿os habéis perdido? ¿Por qué no estáis en el colegio?
−Queremos comprar un jaguar. Yo lo quiero verde pistacho.
−¡Chivato! ¡No se lo tenías que decir a nadie!
−¡Ella nos prestará el dinero para comprarlo! ¿Verdad, señora?
−Andad, par de mocosos, que os voy a llevar a la comisaría para que os recojan vuestros padres.
−¿Y el jaguar?
−Pedídselo a Papá Noel.

Despierta



Despierta, Flor de lluvia...
La hora está cercana, vienen a buscarme. El horizonte nos ha quedado lejos, pero no te preocupes, los hijos de la noche pronto volveremos.
Ven, siéntate aquí a mi lado.
Tenemos un rato antes de que vengan a apresarme. No te inquietes. Todo lo que ha pasado quedará grabado. Lo vivido se mezcla con la tierra, se impregna en el viento, se hace estalactita en la memoria de los hombres. Y subyace para siempre.
No tengas miedo. El cuerpo es tan sólo un ropaje. Cuando me lo quiten me zambulliré en el Gran Azul en busca del abrazo primigenio. La muerte no puede borrar los lazos que teje el Desconocido. No pongas esa cara de incredulidad, sabes que tu hermano Mil Nombres no te mentiría. ¿Recuerdas aquella noche que vimos llover estrellas sobre el cenote? Morir no es muy diferente, Flor de lluvia. Caerá mi alma sobre el Gran Azul como aquella noche las estrellas en el cenote.
Vete preparando, nos queda poco tiempo. No llores. Nacer es olvidar y la muerte es retornar a la memoria. Sé lo que estás pensando. (El Gran Espíritu no te dio voz pero con tus ojos pronuncias palabras). Estás pensando que no podrás vivir sin tenerme cerca. ¿Quién dice que no estaré? El ulular del búho blanco te hablará de mí, la compañía de la salamandra, el vuelo del alumbranoches, las hojas sobre el río, las secuoyas del monte perdido. Y algún día, en un suspiro de tiempo del universo, con otro ropaje tus ojos volverán a hablarme.
No sientas rabia, te emborrona la mirada y te impide danzar el viaje. Hay que jugar hasta el último momento. Ellos tienen el poder de acortar nuestras vidas, pero las vivencias pertenecen al Sendero. Son sagradas como las raíces de la tierra. Nada ni nadie podrá impedir que las semillas broten y crezcan más alto que nosotros. Es pronto para la unión entre las tribus de los hombres, pero hay que seguir manteniendo la llama encendida.
Oigo pasos... He de desplegar las alas, Flor de lluvia. No sufras. Volaré alto, muy alto, más alto que el águila navegando el cielo.
Ya están aquí, serénate. Sabes que mi corazón te acompaña, recuerda que tan sólo me voy a la habitación de al lado.

Artista cayendo



−A este paso me quedo sin azules −dijo el artista.
−Puede que te venga bien salir a tomar un poco el alba −le respondió su acompañante.
−Ya no me funciona. Sólo veo variaciones de negros. Es una cosa atroz.

Era algo serio. Gastar todos los azules, ¡habrase visto! Si hay algo que no le falta nunca a un soñador de cuadros es el azul. Nada se puede pintar sin azules.
Muy a su pesar hubo de intentarlo con el negro. Pintaba niños con capuchas caminando senderos en la noche. Siempre de espaldas al observador. Por un tiempo tuvo la sensación de que caminaba a alguna parte.
−¿Cómo va la época negra? −le preguntaban.
−Avanzando como un caracol.
−¿Cuándo podremos admirar los cuadros nuevos?
−Cuando me vuelva el azul a los ojos.

Se quedará varado en la época negra, pensaban todos. Y así fue. Quedó congelado en el negro hasta que se esfumaron todos los colores. Llegó el día en que ya no quedaban azules ni en la paleta. Tampoco violetas, naranjas, verdes o amarillos. Ni tan siquiera un mísero negro. El soñador de cuadros se había quedado ciego.
A consecuencia de su ceguera cayó en un mutismo pictórico. Se enredó en sí mismo al verse incapacitado para pintar. Nadie podía sacar al pintor del pozo. Destrozaba el corazón oír cómo gemía. Daba espanto. Los que le oían corrían raudos a quitarse los gemidos de encima, que se les quedaban adheridos como pintura en el lienzo y sólo lograban sacárselos llenándose de belleza los ojos.

El artista tenía tanta pena que pudo crearse otra paleta con sus gemidos, lo que le permitió inventarse otros colores. Olvidó que se le habían gastado los azules. Agarró el pincel como el que se aferra al trozo de madera en el naufragio y se dejó llevar. Nunca antes le había resultado tan fácil pintar. Coger el pincel era decir: le hablo a mi alma. Coger el pincel era escalar el pozo.
−Parece que los ha pintado un niño −decían de sus cuadros.
−Qué pena, ha perdido la técnica −afirmaban a sus espaldas, para no herirle.

Continuó pintando con los ojos en las manos y el corazón en el lienzo. Su mente vagaba en las figuras que trazaba su mano. Acercaba el oído al lienzo para escuchar atentamente lo que estas le tenían que revelar: sus apariencias. Con el oído las veía. Poco a poco, creó su ventana al mundo: un ejército de seres pintados. Las figuras que habían salido de sus manos eran su guía, su perro lazarillo. Una cosa estaba clara: quedarse ciego le había enseñado a ver. Los azules nunca se habían gastado, ¡gastarse los azules! Qué absurdo le parecía ahora. Era evidente que cuando se acababan los azules había que buscarlos detrás de los ojos. Detrás de los ojos se inventan los colores.

Siguió creando. Seres pintados que volaban para que pudiera volar él. El viento que generaban las alas de las figuras le llevaba lejos de su ceguera. Y así voló durante un tiempo hasta que alguien le abrió los ojos:
−Tus figuras no vuelan. Están buceando, amigo.
−¿Y dónde he estado volando yo?
−Bajo el mar. Un mar terriblemente azul −mintió, por compasión.

¡Recuperar los azules! ¡Qué acontecimiento tan extraordinario! Tocó la paleta, sintió el azul terrible, sus manos temblaron. Y se desmayó. Al recobrar el conocimiento temió que todo hubiera sido un sueño. Buscó la paleta. El azul estaba ahí, podía sentirlo. No había sido un sueño. Ahora estaba convencido de que podría multiplicar ese azul. Él haría de ese azul un jilguero que llamara con sus trinos a otros jilgueros. Un azul llamaría a otros azules.

Comenzó a pintar sin descanso. Tanto se abstraía que durante unos instantes llegaba a olvidar que estaba ciego. En verdad, sentía que todo lo veía. Cada pincelada era un par de ojos, un par de ojos mirando a través del espejo.

−¿Cómo es el azul que ves? −le preguntó al hijo de un amigo.
−No veo ningún azul. Son todo negros.

Destruyó todos los cuadros y volvió a caer en su ceguera. Hecho un ovillo se rindió al negro. Sus manos perdieron la fuerza para sostener el pincel. Se quedaron mudas. Habría de pasar mucho tiempo hasta que recuperaran el habla.

El artista, en su abismo, miraba con los ojos hacia dentro. Ya no buscaba los azules. Se había perdido en el negro. Todo lo lloraba. Le crecieron raíces del abismo. Olvidó sus manos y se enmudeció la imaginación. La ceguera lo inundó todo de nuevo. Se materializó la noche eterna.
Cerrada, sin estrellas.

Sus amigos le intentaron convencer para que volviera a coger el pincel, pero fue en vano. No quería ni oír hablar de eso. “Shhh... las manos están dormidas... y la voz apagada”, respondía. Y además, según dijo, él estaba ya muy lejos. Muy cerca de la nada. Y así debía ser.

Anduvo el sendero de la nada. Un día, sin saber cómo, se encontró con que su mano estaba agarrando el pincel. Lo soltó rápidamente con repugnancia. Pero no podía engañarse. Tarde o temprano empezaría otra vez. Pero esta vez sería diferente. Porque ya había encontrado el núcleo de los azules. Y no dependía de escoger bien la mezcla de tonalidades, ni siquiera era indispensable poder ver los colores que estás mezclando. La cuestión era tener la mente en paz. Cuando dejó de parlotear sobre los azules sucedió. Su mano los encontró. Habían estado ahí siempre. Pero se obsesionó tanto con el concepto que el concepto mismo erigió la barrera. No se había dejado caer en él. Sólo recorría la superficie. Ahora caía profundo...

Y comenzó a pintar. Envuelto en azul. Con un azul asomándole desde detrás de los ojos que acabaría por impregnarlo todo.