Abrió
los ojos, comenzó a oler aromas marinos y a escuchar gemidos. Un frío fulminante
le recorrió todo el cuerpo. El sol, saliendo tímidamente, anunciaba con la
luminosidad de sus rayos el fin de la tempestad. Contempló, estupefacto, cómo
se teñía el cielo de cálidos tonos naranjas, amarillos y malvas.
Aún
rugía el mar dando sus últimos coletazos de bravuconería, acechando a los siete
náufragos que, calados de frío hasta los huesos y completamente exhaustos,
luchaban por salvar su vida, aferrados a los restos del barco. Habían
sobrevivido a la novena ola, la más devastadora y terrible de las olas en una
tormenta, según la leyenda marinera.
Se vio
junto a ellos en esa improvisada balsa, creada y mecida por el destino. Su
cuerpo no le respondía, aterido por el lacerante frío. Su mente, también
congelada por la impresión, estaba en blanco por completo. Una sensación
tremendamente inquietante se apoderó de él. Era un intruso, un intruso que no
sabía cómo salir de allí. Vio a uno de los náufragos, algo apartado del resto,
con medio cuerpo dentro del agua y presa del cansancio, que gemía al verse a
punto de ser tragado por el mar. Consiguió deshacerse del entumecimiento físico
y mental que se había apoderado de él y asió al hombre con todas sus fuerzas,
asegurándose de que se mantuviera sujeto a uno de los maderos. El resto de
marineros no hubieran podido auxiliarlo, se encontraban completamente
derrotados por el esfuerzo realizado durante el naufragio. Ni siquiera habían
articulado palabra al verlo a él materializarse de repente, traumatizados como
estaban por la catástrofe que acababan de sufrir. Lo único que hacían era
agarrarse con sus pocas fuerzas a los maderos y mirarle con ojos desorbitados,
sin poder creer lo que veían.
─¿Quién
es este y cómo ha llegado hasta aquí? ─decían los gestos de sus caras.
Ni
siquiera él lo sabía.
Cuando
al fin volvió a la realidad vio que estaba tumbado en el suelo de su estudio.
Sus ropas aún despedían olor a mar, los dientes le castañeteaban, su cuerpo
temblaba de la cabeza a los pies. No podía creer lo que le acababa de pasar.
¡Acababa
de salir del cuadro que estaba pintando!
Cesó el
temblor. Intentó incorporarse pero se tuvo que volver a acostar, el mareo era considerable. Lo
último que recordaba antes de aparecer en el cuadro era estar pintando su
versión de La novena ola.
Cuando
se recuperó, salió del estudio y no volvió hasta pasadas varias semanas. Lo que
había vivido le había asustado de verdad, sentía un temor atávico a que
volviera a suceder. Pensó con estupor que tendría que dejar de pintar. Y eso lo
llenó de pena.
Pero
los lienzos le llamaban una y otra vez, eran testarudos y tercos como mulas. No
pudo resistirse y retornó al estudio. Entró con reparos, como si lo habitasen
presencias malignas dispuestas a hacerle perder el juicio. Se sentó en el
sillón que solía utilizar para relajarse y conjurar a la inspiración. Cerró los
ojos, respiró profundamente, se convenció de que una cosa así era imposible que
le volviera a pasar. Y entonces, como un resorte, se levantó y se dispuso a dar
las últimas pinceladas a un cuadro que tenía por terminar.
Aparece
ante él un fulgor carmesí, sus oídos le retumban.
Un
grito aterrador y lacerante le atraviesa de repente, transmisor de una angustia
roja y amarilla que despide lenguas de fuego. Percibe también esa angustia
reflejada en el cielo, que inflama y ciega sus ojos. Nubes flameantes corren a
su encuentro.
Una vez
sus ojos se acostumbran a ese fulgor, tímida y lentamente, logra acercarse a la
fuente del salvaje aullido.
─Hola,
disculpa que te moleste, ¿podrías dejar de gritar por unos minutos?
─No, es
imposible.
─Es
que, verás, vengo de muy lejos, no sé cómo volver a casa y tu grito no me deja
concentrarme.
─Lo
siento, no puedo evitarlo. Yo soy así. Vete a otro cuadro.
─Créeme,
lo haría si pudiera.
─¿Tienes
algo en contra de los que vivimos en cuadros como este?
─¿A qué
te refieres?
─¿Eres
un fanático talibán de lo abstracto como los otros?
─¿Qué
otros? ¿Es que no soy el único que se ha perdido por aquí?
─No, no
eres singular. Si has venido a llamarme monigote andante de la desesperación,
ya se te han adelantado unos cuantos.
─No,
descuida. Sólo quiero salir de aquí.
─Prueba
con la puerta.
─¿Qué
puerta?
─La que
hay tras la barandilla, más allá del abismo azul.
Saltó,
confiando en El Grito, y otra vez
apareció en el suelo del estudio. Un hilillo de sangre resbalaba de su oído
derecho.
Cuando
se recuperó del todo y se sintió medianamente bien salió corriendo de allí. No
volvió a pintar ni un solo trazo más en su vida.
─¿Cómo
se te ha ocurrido esa absurda historia, muchacho?
─No es
invención mía. Me la contó mi abuelo, maestro.
─Comprendo.
El alzheimer le hacía decir locuras.
─No fue
el alzheimer, maestro, me la contó antes de caer enfermo. Todo lo que le he
contado le pasó a él. Y yo tengo pensado continuar con sus expediciones. Ya he
hecho dos pequeñas incursiones.
─Sí,
claro. Y a mí que no se me olvide desenterrar a Alejandro Magno. Encontré su
tumba la semana pasada.
─Le
hablo en serio, maestro. ¿Se acuerda de la reproducción que me recomendó que
hiciera del café por la noche de Van Gogh?
─Sí,
muchacho.
─Me
introduje en él.
─¿Que
te metiste en un cuadro de Van Gogh, dices?
─Sí.
Bueno, me metí en mi copia. La clave está en los pinceles de mi abuelo. Lo he
comprobado, maestro. El otro día los encontré en el desván, tracé unas
pinceladas sin sentido, sólo para sostener los mismos pinceles con los que
pintó él. Después me puse a pintar el último cuadro en el que estaba
trabajando. Y una vez lo hube terminado, entonces ocurrió, de los pinceles
empezaron a surgir chispas de todos los colores. ¡Percibí la inmersión en el
lienzo, maestro! Noté como si mis miembros fueran introducidos en un pequeño
cubículo, sentí cómo cada célula de mi cuerpo se unía a las pinceladas y cómo
mi ADN se metamorfoseaba en miles de huellas pictóricas.
─¿De
verdad esperas que me crea todo eso, chaval?
─No.
Pero me gustaría contárselo igualmente, maestro.
─De
acuerdo, hijo. Adelante.
El
fondo estrellado capturaba mi mirada, los colores de la terraza me llamaban con
insistencia. Me acomodé en una de las sillas vacías, pedí al camarero un café
solo. ¡Qué sabor! Jamás he probado un café igual. De pronto se me acerca un
hombre. Viste con un traje negro y camina algo encorvado.
─Perdone,
joven, esa silla es mía.
─¿Cómo
dice?
─Lo
sabe todo el mundo. Levántese, esa silla es mía ─repite con insistencia.
─Mire
usted, este cuadro lo he pintado yo ─le digo, envalentonado─, así que me
levantaré cuando quiera.
─¿Cómo
ha dicho?
─Lo que
oye. Este cuadro es mío y haré lo que me dé la gana.
─No sé
a qué se refiere. Pero si sigue comportándose como un loco le advierto que
llamaré a la gendarmería.
─¿Un
loco, dice? No, se equivoca usted. Desgraciadamente, todavía no he alcanzado
ese grado de maestría. Si quiere conocer a un loco de verdad pregunte por Van
Gogh.
─¿Por
quién?
─Van
Gogh, Vincent Van Gogh. Vive por aquí.
─No sé
de quién me habla. Pero ya me está haciendo perder los estribos. Haga el favor
de levantarse.
─No me
da la real gana.
Entonces,
maestro, se quita el sombrero y se sienta a mi lado.
─Está bien,
no se altere ─me dice─. Hábleme de ese loco, Vincent.
─¿Está
seguro? La historia puede parecerle rocambolesca.
─No se
preocupe, sólo es una historia de un loco.
─Otra
vez está usted muy equivocado. No es sólo una historia de un loco. Es más, no
voy a andarme con rodeos. Le diré sin preámbulos que usted vive en un cuadro
que es una burda copia comparado con el que él pintó.
─No
diga estupideces, por favor. Es lo único que le voy a pedir. ¿Cómo me ha
llamado? ─preguntó, reflexionando─. ¿Burda copia, ha dicho?
─En
efecto, eso mismo.
El
hombre del traje negro se levantó, me cogió de las solapas, y ya veía venir un
buen derechazo cuando me desmaterialicé ante sus ojos. Había vuelto a la
realidad.
─Me
estás tomando el pelo, todo eso no es más que un sueño loco, muchacho.
─Le
juro que no, maestro.
─¿Y el
hombre del traje negro no era consciente de que vivía en un cuadro? Según lo
que tu abuelo te contó sí que parecía que El
Grito se diera cuenta de su realidad. Al parecer, sabía que estaba hecho de
lienzo y que respiraba el aliento de los colores.
─¿Ve,
maestro? Esa es una de las cosas que me tienen intrigado. Algunos saben dónde
están pero otros se toman la vida en lienzo muy a pecho y se creen personas de
verdad.
─Sí,
muchacho, resulta curioso. Pero déjame decirte que fuiste un poco cruel con ese
hombre, ¿no crees? ¿Cómo pudiste decirle así de sopetón que vive en un cuadro y
que encima es una burda copia?
─Maestro,
me puso nervioso, pero reconozco que no estuvo bien.
─Te voy
a dar un consejo, muchacho. Deja de hacer esos experimentos con la pintura. Ten
en cuenta que a tus diecinueve años aún no te ha dado tiempo de experimentar
con la vida. ¡Por el amor de Dios!
─¿No
forma la pintura parte de la vida, maestro? Usted me lo enseñó.
─Sí,
sí, claro que sí, hijo. Pero esas expediciones podrían ser peligrosas.
─Puede
ser, pero… ¿qué podría pasarme? ¿Quedarme enjaulado en un cuadro, atrapado en
una bella imagen de por vida? Creo que lo prefiero a esta vida absurda,
maestro.
─Tienes
razón a medias, muchacho. La vida es absurda, pero que no se te olvide la
belleza del halo de misterio que la envuelve. ¿No tienes miedo de dejar atrás
esa belleza, muchacho? ¿No te da miedo postergar la vida de verdad?
─¿Y qué
es la vida de verdad, maestro? Cuando estoy inmerso en un cuadro me siento vivo
y disfruto con ese sentimiento. ¿No es eso verdadero?
─Sí,
muchacho, es verdadero. Pero prométeme que en cuanto notes que te involucras
más de la cuenta lo dejarás.
─Se lo
prometo, maestro. Por el Azul Prusia. ¿Y usted me promete seguir escuchando las
historias de mis expediciones mientras no me involucre demasiado?
─Claro,
hijo. Te lo prometo por el Amarillo Nápoles.
─¿Quiere
entonces que le cuente mi otra expedición?
─Adelante,
chaval.
─Hice
una reproducción de mi cuadro preferido y me adentré en él. ¿Se acuerda,
maestro? ¿Se acuerda de cómo me quedaba ensimismado mirándolo desde aquella vez
que lo vi en su estudio?
─Claro
que me acuerdo, muchacho. Era una pequeña reproducción que hice de un cuadro de
Dalí. Tendrías tú no más de cinco años y lo único que querías era agarrarlo con
tus manitas para poder abrazar a la muchacha de la ventana. Millones de veces
te oí hablar con ella. ¡Si hasta parecía que realmente estuvieras manteniendo
una conversación con la muchacha!
─Y la
tenía, maestro. Le juro que la tenía.
─Te
creo, muchacho, te creo. Y dime, ¿qué ocurrió cuando entraste?
─Hablé
con ella, estuve cara a cara con la que llenó de sueños mi infancia.
Ella
estaba de espaldas, como se puede imaginar. Me acerqué lentamente, sintiendo un
deseo irresistible de abrazarla con todas mis fuerzas. Con dificultad logré
reprimirlo y me quedé parado donde estaba. No quería asustarla.
─Hola
─susurré.
Se
giró, pausadamente, como si le costara un mundo realizar ese movimiento.
Después de tanto tiempo pude contemplar su cara. Yo estaba conmocionado, aún no
me había recuperado de la impresión que me había causado ver su rostro cuando su
voz invadió la habitación, ingrávida y melódica.
─¿Quién
eres tú?
─Un
admirador ─le respondí un poco cohibido.
─¿Qué
haces aquí? ─me soltó, arrugando el ceño.
─He
venido a hacerte una visita.
─¿Acaso
nos conocemos? Tengo muy mala memoria ─dijo, al tiempo que se le sonrosaban sus
preciosas mejillas.
─Estamos
unidos por el hilo de plata de una infancia coloreada con azul nostalgia ─le
respondí. Ya había perdido la vergüenza.
─No
recuerdo haberte visto nunca, en cambio tu voz me suena de algo ─reconoció un poco
confusa.
─Eso es
porque te hablaba mientras ibas surgiendo de la nada.
─¿Surgí
de la nada?
─No,
surgiste de una mente extravagante. Te creó un hombre con bigote enrollado
hacia el cielo. Yo sólo te he reproducido ─acerté a responder, muy sorprendido
por la pregunta.
─¿Eres
tú mi Dios? ─me preguntó, dejándome atónito.
Iba a
contestarle pero no pude. Un silencio atronador me ensordeció, algo me expulsó
del cuadro y volví a encontrarme de vuelta a mi gris realidad.
─¿Qué
sería aquello que me expulsó, maestro?
─¿Cómo
puedo yo saberlo, muchacho? Pero, hijo, hay una cosa que no entiendo. La
muchacha que tú viste no podía ser la misma que yo pinté, por lo tanto no era
la que compartió contigo tu infancia.
─Tiene
razón, maestro, no era la misma. Intenté entrar en su cuadro pero no pude. Ya
le he dicho que, al parecer, la magia está en los pinceles que encontré en el
desván. La muchacha con la que mantuve esa conversación fue la que yo pinté
utilizando los pinceles de mi abuelo. No había otra manera de entrar en el
cuadro. Pero, ¿sabe lo más curioso de todo?
─Que
también te enamoraste de ella.
─No.
Bueno, sí. Pero eso no es lo más curioso.
─¿Y qué
es, muchacho?
─Sospecho,
maestro, que todos los cuadros que representan el mismo escenario están
conectados.
─¿Cómo
lo sabes?
─Porque
lo sentí, maestro, sentí que en el interior de aquella muchacha habitaba la que
usted pintó. La copia que hice del cuadro tenía muchas deficiencias y no tenía
ni la genialidad ni la maestría del suyo, pero cuando entré en él, no se lo
creerá maestro, me vi en el cuadro tal y como lo pintó usted. Verá, lo que voy
a contarle no se lo he mencionado antes. A medida que me iba acoplando al
cuadro, antes de hablar con la muchacha, comencé a verlo como si fuera un
caleidoscopio formado por miles de copias de la misma muchacha. Y al instante
siguiente se difuminaron todas convirtiéndose en una imagen gigante que
representaba el cuadro tal y como lo pintó Dalí.
─Hijo
mío, ese cuadro te ha afectado mucho. Creo que lo mejor sería que lo regalaras.
─No puedo,
maestro. Quiero volver a entrar en él, he de hablar con ella y contarle toda la
verdad. Sé que necesita que continúe hablándole de su verdadero origen. Me echa
de menos, maestro. Está muy sola, me lo dice desde el cuadro, la he oído
llamarme entre lágrimas. Y yo estoy deseando acompañarla, contemplar ese velero
junto a ella, desde la ventana.
─¿Pero
no habías dicho que ya estabas pensando en introducirte en otro cuadro?
─Sí,
esta noche pienso terminar mi reproducción de Goya. Sólo quiero sentir la luz y
los colores. Cuando salga volveré a reunirme con la muchacha en la ventana.
─Chaval,
ten cuidado. Recuerda lo que me has prometido. Y llámame después de haber
salido de Goya. Quiero quedarme tranquilo.
─No se
preocupe por mí, maestro. Es sólo vida pictórica, sólo una realidad de ficción
pintada. ¿Qué podría pasarme?...
─Me
está haciendo perder el tiempo, le advierto que no estoy para desvaríos de un
viejo.
─Sólo
quiero que lo busquen. Le digo que ha desaparecido, comisario.
─Mire,
deduzco por toda esa inverosímil historia que me ha contado que el muchacho tan
sólo es un joven artista bastante alocado. Habrá ido en busca de aventuras por
ahí. Es mayor de edad, ¿no es así?
─Sí, lo
es.
─Pues
no se preocupe, seguro que tarde o temprano tendrá noticias suyas. No se quede
así tan cabizbajo, hombre, ya sabe cómo es la juventud.
<<Maestro… maestro… maestro… perdone que invada su sueño… pero
necesitaba despedirme. No me busque, maestro, no estoy perdido. Estoy navegando
por el paraíso de las pinturas. Se lo prometo por el Azul Prusia.
Maestro…
me he tomado la licencia de invadir sus sueños porque quiero que sepa lo que me
pasó. Le prometí que le llamaría cuando saliera y no pude hacerlo. Ahora, a
través de sus sueños, intentaré rememorarlo todo para cumplir mi promesa.
Estoy
entrando, introduciéndome en Goya. Lo primero que noto me hace sentir raro, no
sé explicarlo con claridad, maestro. La inmersión es distinta a las otras
veces, no me introduzco de la misma manera en los colores de la pintura, esta
vez parece como si estos me estuvieran succionando.
Percibo
la luz del farol, oigo una algarabía de voces, observo a las personas que hay a
mi alrededor. A mi derecha, amontonados en funerario abrazo, yace el amasijo de
muertos. Muertos que, segundos antes, eran hombres que respiraban y vivían.
¡Estaba
ante el pelotón, maestro!
La
hilera de fusiles nos encañonaba a mí y a los pobres desgraciados que me
rodeaban. En un acto reflejo no pude evitar alzar los brazos y caer de rodillas
al suelo, como marioneta que carece de autonomía. Un ensordecedor ruido de
disparos perforó la noche y grité para mis adentros: ¡es el fin!
No noté
las balas, maestro, no sufra. Sólo sentí un abismo Negro Marfil apoderándose de
mí, poco a poco. Y su inmensa oscuridad, cual pozo, me fue tragando como se
traga el tiempo a los colo…>>
Repentinamente,
los ojos del maestro, semejantes a los de un búho, se abrieron de par en par.