miércoles, 16 de noviembre de 2016

Nido en acantilado



Era humano por fuera, ibis por dentro. Su cuerpo era el de un muchacho. Su alma, la de un ave. Dos naturalezas de las que podía disponer a su antojo, tomando la forma de cualquiera de ellas. Se le intuía a veces, en la sombra de su forma humana, el largo pico y el plumaje negro con sus brillantes pinceladas de verdes y rojos.
Era un muchacho que buscaba nido en acantilado. Anhelaba una colonia que estuviera formada en su gran mayoría por individuos sin doble naturaleza. Ibis por fuera, ibis por dentro.
Como humano recolectaba sombras. Como ibis, pesaba almas. Una mañana se encontró a un congénere. Ibis eremita por fuera, anciano por dentro. Se reconocieron al instante.
−Te he estado buscando −graznó el ave.
−Yo también −respondió el muchacho−. Aunque aún no lo sabía.
−Estoy viejo, he de pasar el relevo al siguiente pesador de almas.
−Lo cogeré, camarada.
−Alto ahí, muchachito. Se trata del ancestral Consejo de ibis, la élite de pesadores de almas en la que no entra cualquiera. Somos los que nos encargamos de las almas a las que les cuesta más traspasar el umbral. Por eso, antes tienes que pasar la prueba.
−Pero si yo ya peso almas.
−Naturalmente. Pero desconocemos si eres un buen enlazador de mundos. Necesitamos ver cómo realizas el procedimiento. El buen pesador de almas ha de tener desarrolladas diversas cualidades. Ha de servir de guía para el finado, ha de tener mucha destreza en el buen observar, y tiene que sobrarle una buena dosis de entereza. Un buen pesaje de un alma garantiza su descanso eterno. No todos los ibis sirven, caballerete. Para empezar, ¿qué tipo de ibis eres?
−Eremita, por supuesto. La duda ofende. ¿Se lo enseño?
−No hace falta en este momento. Me fío de tu palabra. ¿Dónde tienes tu nido?
−En una colonia de ibis sin doble naturaleza −mintió.
−¿En cuál?
−La que está en el barrio del Laberinto. Está muy oscuro y acechan las sombras, pero ahí que me he hecho yo nido como un valiente. Digo yo que eso demuestra mi destreza.
−Alto ahí. Eso lo tendrá que juzgar el Consejo de ibis. En cualquier caso, pronto podrás demostrarlo. En tres horas pesarás un alma en mi presencia.
Pasadas las tres horas se disponen a realizar lo acordado.
−Adelante, polluelo. Ha llegado la hora, un alma nos necesita. ¿Qué es lo primero que hay que realizar?
−La conexión con el finado.
−Así es. Adelante, pues.
El muchacho se sentó haciendo la postura del loto, cerró los ojos y comenzó a entrar en trance.
−Veo una casa. Dentro hay un hombre tumbado en una cama.
−¿Es el finado?
−Supongo.
−¿Cómo que «supongo»? ¡Es lo primero que debe saber el pesador!
−Lo siento, abuelo. Es que me ha despistado una señorita bien hermosa que hay sentada junto al hombre.
−¡Santo Consejo! ¿Acaso no has aprendido a dejar bien aparcada tu naturaleza humana cuando ayudas a atravesar el umbral? Sal de ahí de inmediato. Ya me ocupo yo. ¡Prepárate para las reprimendas que luego saldrán de mi pico!
Al acabar el anciano su trabajo como avezado enlazador de mundos estaba dispuesto a echarle una buena bronca, pero al ver al muchacho muy apenado se moderó.
−Siento si he sido brusco, pero no has actuado como un ibis profesional.
−Lo sé. Estoy muy arrepentido. No volverá a ocurrir, abuelo. Se lo juro por mi nido.
−Está bien, está bien. Pero tienes que practicar mucho con el fin de velar tu parte humana. Es tu instinto de ibis el que necesitas para pesar un alma en condiciones. No podrás llegar a ser un buen enlazador si te despistas fácilmente. Vamos a hacer la prueba ya. Dime los pasos que realizas para pesar su alma una vez la red te avisa del próximo finado.
−En primer lugar me aseguro que se haya cortado el hilo completamente.
−Muy bien. ¿Y a continuación?
−Luego miro a los ojos de su alma y tejo un puente entre nosotros.
−Excelente.
−Siempre y cuando sean almas medianamente ligeras.
−¿Cómo dices? ¿Y qué haces con las que no son ligeras?
−Me hago el despistado, simulo que tengo cosas muy importantes que hacer y me escaqueo en cuanto puedo.
−¡Santo Consejo bendito!
−Era una broma, abuelo. Este polluelo que tiene enfrente pesa toditas las almas que me son asignadas.
−No le des esos sustos a un anciano con el corazón ya débil, pequeño diablo. Eso no lo haría un ibis que se viste por los pies.
−Lo siento.
−Esta prueba es muy seria, no debes tomártelo a broma.
−No lo hago, abuelo. No ocurrirá más.
−Eso espero. Continúa.
−Después de tejer el puente me hago cargo de su alma y la peso en la balanza de la experiencia.
−¿Y qué se hace con el número resultante?
−Grabarlo en la gran losa de la Sala de las Dos Verdades con el pico.
−Estupendo. ¿Cuántas almas has ayudado a cruzar?
−Treinta y siete.
El anciano ibis cerró los ojos y se quedó como petrificado, sin duda había entrado en trance. Pasados unos minutos abrió los ojos espeluznado ante la indagación que había realizado en su interior.
−¡Santo Consejo misericordioso! ¡Sólo has grabado el peso de dos almas! ¡Qué espanto! ¡Dos! ¿Has oído bien, enviado de Satán? ¡Dos!
−No es posible. ¿Y dónde grabé las restantes treinta y cinco?
−¡¿Y a mí me lo preguntas!? Eres la vergüenza de nuestra ilustre estirpe. Por tu culpa esas almas vagan en el limbo de los no grabados y no conocerán el descanso eterno hasta que se realice el procedimiento en condiciones. Tendrás que encontrar el lugar dónde grabaste los números y volver a la Sala de las Dos Verdades. ¡Santo Consejo bendito! ¡Dos!
−Así lo haré, no se preocupe.
El encargo se presentaba muy dificultoso. El muchacho no había grabado los números en ningún sitio. Lo recordaba bien. ¡Cómo olvidar aquel insoportable dolor en el pico, o la fatiga que se apoderaba de todos sus miembros! Grabar con el pico requería una fortaleza que a él le estaba negada. Sólo pudo grabar las dos primeras almas. Mientras grababa la tercera se vio acometido por un estado de pasividad aguda y ya no pudo terminar de esculpir el número. Y además, ¿cómo se iba a mantener dando picotazo tras picotazo un ejemplar que se distrae con una brizna de hierba? Por no hablar del sopor que le acometía en esa tarea tan aburrida. Un pensamiento agradable bastaba para hacerle olvidar que tenía que seguir grabando. La idea de una apetecible avispa, por ejemplo. Cuando pesaba almas se le agudizaba el instinto de ibis y era difícil controlarlo. ¡Y aun quería el anciano que aparcara su naturaleza humana!
Estaba metido en un buen lío. La única solución era encontrar aquellas almas y volverlas a pesar de nuevo, grabando como estaba estipulado el número resultante. Pero él solo no podría hacerlo. Cualquier polluelo sabía eso. No le quedaba otra alternativa que buscar ayuda.
En una recóndita habitación de la Casa de la Vida se había instalado el único ser que podía sacarle del embrollo. El archivero. Era vencejo por fuera, castor por dentro. Inventor de todas las palabras y celoso depositario de todos los pesajes de almas a lo largo de los tiempos. Cuando el muchacho llegó, el archivero estaba enfrascado en sus tareas.
−Buenos días, archivero.
−Serán para usted. Para mí son días a secas.
−Discúlpeme, pero andaba yo buscando unos datos que necesito de manera urgente.
−Todo el mundo lo quiere todo urgente. Aquí lo urgente se despacha al cabo de un año como mínimo.
−Ya, pero es que esta es una urgencia verdaderamente urgente.
−Todo el mundo piensa que su urgencia es la única urgente. Dígame de qué se trata.
−A decir verdad, no sé ni cómo explicar lo que necesito.
−Le recuerdo que lo que el solicitante requiere con urgencia solo puede despacharse urgentemente si desembucha de manera urgente. Es lo más deseable para que haya reciprocidad en nuestras relaciones.
−Sí, sí, disculpe. A ver, necesitaría saber los resultados del pesaje de mis almas.
−¿Todas? ¿Con urgencia? Usted está chiflado.
−Bueno, no he pesado muchas. No llega a las cuarenta.
−Comprendo. Muy bien. Sólo se necesita un procedimiento sencillo.
−¿Ah, sí? ¡Qué bien!
−Contenga sus ínfulas entusiastas. Aquí no se permite ninguna algarabía. Estamos en la Casa de la Vida y hay que respetar su sacralidad.
−Por supuesto, archivero, por supuesto. Lo lamento.
−Necesito copia de certificado de pesador de almas, identificación de ibis y cédula de nido.
−¿Ese es el procedimiento sencillo?
−Así es.
−Yo creía que al ser un procedimiento sencillo me daría los datos sin más.
−Si le diera los datos sin más no sería necesario ningún procedimiento.
−Es que, verá, así entre nosotros le diré que soy muy despistado y he extraviado la cédula.
−Ese ya es otro cantar, que a mí, francamente, me importa un bledo. No tengo competencia en el ámbito de las cédulas de nido. Ha de solicitarlo en el registro pajaril. Le aviso de que van escasos de personal, tendrá que armarse de paciencia.
Salió cabizbajo de la Casa de la Vida. Nunca había solicitado la cédula, pues no formaba parte de ninguna colonia. Una vez en la calle, se sentó en una esquina y se puso a rumiar cómo conseguir el papelujo rápidamente. Pensó en su colega, quizás podría ayudarle. Se dirigió hacia la zona donde solía estar. Era un drongo ahorquillado, experto timador.
−Necesito tu ayuda.
−Antes cuéntame cómo te va la vida.
−Mal. La vida es un acantilado encallado en medio del abismo.
−Ji, ji, ji... Sí, pero es correcto que así sea.
−¿Cómo que es «correcto»?
−Claro, así tienes más espacio para abrir las alas, atontao.
−Calla, que aún no he aprendido muy bien a volar en bandada.
−Ji, ji, ji... Pero es correcto que así sea.
−¡Cómo va a ser eso correcto, colega!
−Claro, el sabio aprende errando.
−¿Y el que no es sabio?
−Ji, ji, ji... Ya llegará a serlo a base de trompazos. Ji, ji, ji...
−Pues vaya consuelo...
−Sin embargo, es corre...
−Sí, es correcto. Todo es correcto para ti.
−Ji, ji, ji... Así es.
−Pero yo venía a pedirte ayuda porque tengo que solucionar algo pronto.
−Ji, ji, ji... La solución está encerrada dentro del problema.
−¿Me vas a ayudar o vas a seguir en tu línea filosófica de «pequeño saltamontes»?
−Ji, ji, ji... Perdón.
−Mira, necesito que me falsifiques ellos siguientes documentos: certificado de pesador de almas, identificación de ibis y cédula de nido.
−¿Cuándo los necesitas?
−Ya.
−Ji, ji, ji... Eso te va a a costar caro.
−¿Cómo de caro?
−Dos gusanos al día durante un año.
−¡Qué dices, colega! ¿Acaso eres el sultán de los drongos?
−Si me pilla la autoridad suricata me encierra en una jaula de por vida. Hay que hacer un trabajo de falseo muy sofisticado, pequeño saltamontes.
−Te ofrezco un gusano a la semana durante tres meses. ¿Correcto?
−Ji, ji, ji... No es suficiente.
−¿Pero no era todo correcto para ti?
−Ji, ji, ji... No caeré en esa trampa tan burda, alelao.
−Está bien, colega. Añado una macedonia de pequeños insectos. ¿Así te parece más correcto?
−Mejor si es durante seis meses.
−¡Que somos colegas, carajo!
−No hay colegueo que valga si está de por medio la autoridad suricata.
−Vale. Acepto.
−Pásate mañana por la madriguera del topo y tendrás la mercancía.
Al día siguiente obtuvo los documentos y los presentó en la oficina del archivero. Cuando obtuvo los resultados de las almas que iba buscando se dirigió a la Casa de la Vida para acabar de grabar los números. Una vez allí comenzó la tarea con mucha diligencia y con una sorprendente eficacia grabó los primeros quince pesajes sin apenas inmutarse. Pero cuando ya iba por la vigésimo octava comenzó a sentirse exhausto. No tenía por qué grabarlas todas del tirón, pero quería impresionar al anciano ibis. De repente se dio cuenta de que estaba provocando un tapón considerable en la Sala de las Dos Verdades. Una cola de pesadores de almas estaban comenzando a impacientarse.
−¡A ver cuándo acabas, flipao!
−¡Termina ya, tío! ¡Tenemos ganas de irnos a rellenar el buche!
Decidió que dejaría el resto de almas para el anochecer, cuando ya no hubiera apenas gente.
Cuando terminó se apresuró a visitar al anciano ibis.
−Vaya, vaya... Pero si es el polluelo.
−Yo también me alegro de verle, abuelo.
−¿Terminaste de grabar todos los pesajes?
−Terminé.
−Bien. Lo celebro. Mañana, al amanecer, nos encontraremos en el cerezal de la desbandada para llevar a cabo la última parte de la prueba. Tendrás que traer un ojo de cristal y una pluma de tu plumaje. Al día siguiente se encontraron en el lugar acordado y comenzaron la última parte. Se trataba de algo sumamente difícil para un pesador de almas. El muchacho debía de averiguar sin ayuda de la red cuál sería el próximo finado con ayuda del ojo de cristal. Se dispuso a hacerlo muy ilusionado ante la perspectiva de ser pronto un pesador de almas oficial. Pero la alegría se esfumó de golpe cuando se dio cuenta de que el próximo finado no era otro que su colega el drongo ahorquillado. Sin pensarlo dos veces salió pitando del cerezal, con la vana intención de salvarle la vida. Se dirigió a la zona donde solía merodear el drongo y lo encontró chanchulleando con un guajolote.
−¿Te encuentras bien, colega? −le preguntó a bocajarro.
−Nunca he estado mejor. ¿Qué te pasa? Pareces un muerto.
−Calla... Calla... Bueno, es que... No sé si debería decírtelo...
−Lo que decidas me parecerá correcto.
−Es que... Verás... El kit de la cuestión es que...
−Se dice quid, con d, alelao.
−¿Y qué he dicho yo, colgao? No me ralles, estoy muy nervioso porque he visto que serás el próximo.
−¿El próximo qué?
−El próximo finado.
−Ji, ji, ji...Los pesadores de almas no saben quién va a morir hasta que no muere.
−Los maestros sí lo pueden averiguar utilizando un ojo de cristal.
−¿Y por qué aun estoy vivito y coleando? A mí, colega, esto me suena a que alguien te la está jugando. Ji, ji, ji...
De un plumazo su mente comprendió todo. Volvió volando al cerezal pero el anciano ibis ya no estaba. Fue a visitarlo a su nido.
−Lo siento, abuelo.
−Fallaste. La prueba no consistía en averiguar el siguiente finado.
−Lo sé. Pero ¿cómo lo hizo? Vi la imagen muy real.
−El Consejo tiene sus trucos. Se trataba de medir tu distanciamiento. Un pesador de almas debe ser ducho en el arte del estoicismo. Serenidad y entereza son herramientas vitales para hacer un buen trabajo. Pensé que tenías más experiencia. Lo siento, el Consejo ya no tiene tiempo para entrenar a nadie. He de buscar a otro ibis, tú no estás preparado todavía. Pero estoy seguro de que con el tiempo serás un excelente enlazador de mundos.
El muchacho salió del nido con la desolación recorriéndole todo el cuerpo. Había perdido una oportunidad de oro. Completamente abatido, se dirigió al barrio del Laberinto a encerrarse en su nido para toda la eternidad. Sentía que estaba todo perdido para él. Ya no podría conformarse con ser un simple pesador de almas.
A los pocos días, como viera el drongo que su colega estaba desaparecido fue a visitarlo a su nido.
−¿Qué te pasa, colega?
−El abismo.
−¿Otra vez?
−Otra vez. Y esta vez te aseguro que no salgo. Déjame que siga recolectando sombras.
−¿Y qué pasa con mis gusanos?
−¡A la mierda tus gusanos, sumo sacerdote del egoísmo!
−Ji, ji, ji... Está claro que la palabra de un ibis no vale nada.
−¡Vale más que la tuya, colgao! Yo vengo de una estirpe de ilustres inventores de palabras. ¡Y tú mientes más que hablas!
−Mentir es una manera de inventar realidades. Ji, ji, ji...
−No estoy para tus filosofías.
−Ya veo que no estás para nada. Y además tienes el nido hecho un asco. Me acabo de pringar un ala con estos asquerosos restos de no sé qué mierda. No te respetas, colega.
−Sólo es pizza. ¿Qué pasa, que ahora eres mi madre?
−Ji, ji, ji... Gracias, atontao, me has dado una idea genial. O sales de este nido de putrefacción y te comportas como el ibis que eres, o te aseguro que buscaré a tu madre y le contaré en qué condiciones estás viviendo. A ver si tienes lo que hay que tener para hablarle de abismos y demás paparruchas entre toda esta mierda.
−Ni se te ocurra. ¡Joder, colega, me ha entrado un mal cuerpo solo de imaginármela echándome la bronca, agitando su índice extendido! ¡Qué mal rollo! La verdad es que se vive de lujo siendo libre como un pájaro. Qué inteligente eres, colega, cómo me has sacado del abismo en que estaba metido. Te lo agradezco infinito.
−No ha sido para tanto. Súmale a lo que me debes un gusano más y estamos en paz.
−¿Qué dices de un gusano? ¡Unas docenas de larvas de escarabajo, colega!
−Ji, ji, ji... No me parece incorrecto.
−Ahora que, no es por nada, pero tú también podrías mirar a ver si me puedes echar una mano con mi asunto con el Consejo.
−No me hace falta. Ya ha llegado a mis oídos una información.
−¿Y te lo habías callado?
−Es una información delicada y en tu estado abismal, ya me dirás tú...
−Vaya... Bueno, no te preocupes, podré aguantarlo. Desembucha.
−Buscan un ibis para el Sacrificio.
−¡¿Cómo?!
−Como lo oyes.
−¿De qué sacrificio hablas?
−Cómo se nota que aún eres un polluelo. Cuando muere un ibis miembro del Consejo lo entierran con un semejante. Vivo. Es una vieja tradición de su código ancestral. Ese ibis que te hizo la prueba es mitad ibis, mitad humano, igual que tú, ¿no es así?
−Sí.
−¿Te haces a la idea de qué tipo de embolado te has librado? ¡Te habrían sacrificado de haber pasado la prueba, alelao! Ji, ji, ji... Son tan exquisitos que no todos los ibis son merecedores de ser sacrificados. Ya ves.
−Vaya tela. Gracias por la información.
−Ya no te lamentarás más de no haber entrado en el Consejo. Digo yo que eso se merece, perfectamente, un par de avispas como retribución, ¿no crees?
−Tú flipas, pajarraco. Con media avispa vas que te matas.
−Me parece correcto. ¿Sabes que están buscando ibis para la migración? Si quieres te falsifico los papeles para que pases por un experto volador en bandada.
−¿En serio, colega? Me encantaría viajar y buscar nido en acantilado en una colonia. ¿Cuándo tendrás los papeles?
−Antes tendrás que recompensarme, digo yo.
−¿Qué quieres?
−Ji, ji, ji... Tu nido.
−¿Pero qué dices, colega? Tú estás grillao. ¿Para qué quieres mi nido, si el tuyo es un palacete?
−Me acabo de cruzar a tu vecina. Un drongo hembra muy interesante.
−Sí, interesante. Ya sé yo lo que te interesa a ti. Está bien, pero si vuelvo me lo tienes que devolver.
−Me parece correcto.
−Una cosa te dejo clara. No pienso limpiártelo.
−¿Y si te ofrezco dos escarabajos?
−Por menos de seis no muevo ni una pluma.
−Ji, ji, ji. Ni de coña. Que sean cinco.
−Hecho, colgao.

jueves, 1 de septiembre de 2016

Diecinueve velas a Santa Catalina (Barquita III)

(Para Caleto y Jilguero, vecinos que me prestaron tinta).

«Hay un veneno que te hiere solo si lo descuidas».

Serenito Williams Luna

Volvió mi tía Catalina una madrugada de marea muerta con luciérnagas en los ojos y cuatro objetos importantes en la maleta. Traía un reloj de arena, un disco de Ray Charles, una talla de madera de un hipocampo y dos geranios secos dentro de una botella. En su bolsillo derecho, una bolita azul de algodón.
A la mañana siguiente llamó a la puerta del profesor de guitarra y este le abrió con un loro verde fosforito posado en el hombro izquierdo. El señor Emilio se sorprendió tanto de verla que a punto estuvo de cogerla en volandas y ponerse a dar vueltas como un derviche con loro incluido, pero se contuvo a tiempo y en lugar de eso dijo: «Dichosos los ojos, doña Catalina». «¡Catalina!», imitó la criatura. «Bonito loro, amigo mío», dijo ella. Él le explicó que el loro había entrado un día por la ventana y se había instalado cual natural inquilino. A continuación la invitó a entrar diciendo: «Tengo un notición para usted. Pase al salón y vea.» «¿Cómo la ha encontrado?», le preguntó conmocionada y con una sonrisa en los labios al ver de nuevo LA barquita. Se lo contaré todo, uno de estos días. «¿Sale el niño poeta?», fue lo primero que preguntó mi tía. «No, hace mucho que ya no sale», respondió él con tristeza. Añadió que ya habría tiempo para que supiera sobre el niño poeta y le pidió que le contara todo lo que había vagabundeado por el mundo, todas las vivencias que traía. Mi tía le dijo que de vagabundear por el mundo, nada de nada. Pero que traía amaneceres y puestas de sol impregnados en su piel como salitre del mar. Y visiones de unos ojos nuevos, surgidos en la oscuridad de una cueva. A continuación sacó un paquete que llevaba en un bolsillo y se lo dio. Era un caballito de mar que había comprado expresamente para él. «Es caballita», precisó mi tía, y comenzó a hablarle del hombre que lo había tallado.
Era yerbero. Se habían conocido en un mercado donde él vendía sus figuritas de color siena tostada. Hablaron un rato sobre los motivos náuticos que más utilizaba y de repente él le dijo: «Lleva usted un profundo mar turquesa en los ojos». Mi tía le miró raro. El yerbero le explicó que había nacido en Ojo de Agua y que la sabiduría de sus ancestros le permitía identificar raudo a las personas que él denominaba «individuos acuáticos». A mi tía le vino a la mente aquella vez que siendo niña estuvo a punto de ahogarse. Y le contó la historia. Sólo guardaba tres imágenes en su mente que parecían haber sucedido en el mismo momento. Lo primero fue el abandono, la total rendición que se apodera de uno ante la inutilidad de los esfuerzos por salir a flote. En segundo lugar, el rostro de los ahogados, de todos aquellos que se había tragado aquel mar y la fuerza que ejercen para llevarte con ellos. El tercer momento era el brazo hercúleo de aquel desconocido que la había sacado de un tirón fuera del agua. Desde entonces llevaba la memoria de los ahogados adherida a ella. El yerbero dijo: «Todos manamos de la fuente y todos vamos dejando algún que otro reguero de agua en esta vida». Y añadió con un brillo extraño en los ojos: «Nada acuático me es ajeno». Al poco rato le preguntó si quería mirar dentro de sí misma. Lo que fue respondido con una afirmación. Le dio la dirección de su casa y la citó para la noche. Mi tía lo miró fijamente a los ojos durante unos segundos y accedió.
La casa del yerbero, repleta de oscuridad, parecía una cueva. Únicamente unas pocas velas iluminaban la estancia principal. Sonaba Ray Charles. En cuanto él supo que era española le habló de una compatriota de mi tía que había conocido en un aeropuerto y de cómo le había devuelto su sombra. Mientras realizaba un extraño mejunje, moliendo semillas y triturando hojas, le fue contando toda la historia, pero mi tía no prestó mucha atención porque estaba como hipnotizada ante la preparación de la tisana. Al terminar la narración ella le preguntó: «¿Eso no será una droga?» Él respondió que sí. Pero era una droga que te mataba solo si no la tomabas. «Es un veneno que te hiere solo si lo descuidas», fueron sus palabras exactas. Mi tía decidió aventurarse. Dejó que el yerbero moliera y triturara a su aire y acercó una vela a una de las paredes en la que se adivinaban dibujos pintados. Vio una puerta, una laguna, un campo de geranios. Vio cometas que representaban peces llevadas por niñas con largas melenas de algas. Y frases, frases por toda la pared, con letra diminuta, que ni con la vela pudo descifrar mi tía. Le llamó la atención un acuario sin agua en el que reposaban hipocampos y peces de madera. Cada uno era distinto, todos tenían un detalle que les dotaba de singularidad.
El yerbero le avisó de que ya estaban preparadas las tisanas, golpeó con su mano varias veces el cojín que estaba a su lado para que mi tía se acomodara, y cantó en una idioma para ella ininteligible. Al terminar el ritual, bebieron.
Un velo se rasga. Mi tía abre los ojos hacia dentro. Una puerta de enormes dimensiones se abre, ve un sendero con pétalos de geranios amarillos. Se adentra y observa que hay en el suelo unas hojas escritas. Recoge una. «Haz lo que te salga del floripondio», lee. En todas las hojas aparece escrita la misma frase. «Eso pensaba hacer», se dice mi tía. Mira hacia arriba. Decenas de cometas llenan el cielo. Vuela una guitarra sin cuerdas, vuela un tirachinas que lanza nubes. Una de esas nubes va formando una imagen poco a poco. La de un muchacho en moto. Vuelve a transformarse la nube. Ahora el muchacho en moto se ha convertido en un frondoso cerezo.
Continúa caminando embobada observando las cometas cuando se tropieza con una mujer con una cicatriz en la frente. Es un ocho en horizontal. Se quedan las dos en silencio mirándose. A mi tía le suena de algo. Al rato, la mujer dice: «Vengo de ponerle diecinueve velas a Santa Catalina. Yo, que no le he dado ni los buenos días a un santo en mi vida». Y desaparece al instante dejando a mi tía con una sonrisa en los labios. A lo lejos atisba una laguna, una vez allí se queda flotando una eternidad. Siente que todo alberga un patrón que tiende a la benevolencia. Toda una urdimbre de hilos la rodea, resonando con un tono extrañamente familiar que le hace llorar. Suena como la melodía más bonita del mundo. De pronto la música cesa y un velo vuelve a caer como muro de cemento.


Mi tía Catalina abrió los ojos y supo que era una semilla de tamarindo. Y sintió cómo le palpitaba el bosque de sus vástagos muy adentro. Cuando su vista se acostumbró a la penumbra vio al yerbero escribir en una de las paredes. Por la mañana, al acercarse para ver lo que había escrito, leyó: «Haz lo que te salga del floripondio».
La noche siguiente, con la luz de la luna llena inyectada en los ojos, volvió el yerbero a preparar una tisana especial.
El velo se rompe. Abre mi tía los ojos hacia dentro. Una ventana diminuta se abre y un campo de geranios se despliega ante ella. A sus pies hay una barquita dentro de una botella. La coge y le susurra: «Yo te traeré el mar». Y sus lágrimas, que empiezan a brotar de manera instantánea, se derraman dentro de la botella. Mientras observa mecerse a la barquita se escucha decir a sí misma: «Un poema de agua para una barquita varada». De manera repentina una sensación de belleza sublime, de paz innominada invade su mente. Ray Charles en persona le está cantando al oído «Blues is my middle name». Sigue caminando por un sendero de pétalos naranjas y se encuentra un buzón con forma de pez. Lo abre, saca un folio de su interior en el que las palabras revolotean por toda la hoja. De pronto cesan su danza y mi tía descifra el mensaje. «Querido profesor de guitarra, gracias por escribir como el que libera de su jaula a las palabras». Levanta la vista al cielo y ve nubes negras acercándose. Un velo brumoso le impide a mi tía atisbar claramente. Quiere gritar pidiendo ayuda pero no puede, no le salen las palabras. Hace un último esfuerzo y descubre horrorizada que le brotan serpientes de la boca. Un miedo atávico le recorre por completo y echa a correr fuera de sí. Surgen maléficas sombras por todas partes, un estrépito de susurros que mi tía relaciona con almas en pena resuena ensordecedor. Y el velo resurge, suave como un pétalo.

Decidió mi tía que no volvería a probar de aquella tisana. Las serpientes le daban auténtico pavor. El yerbero la escuchó atentamente y al terminar ella de narrar el trance comenzó a tallar una de sus figuritas. Ya de madrugada, se la mostró. Era una serpiente. Mi tía sonrió y dijo: «Estas no me dan ningún miedo». Él le devolvió la sonrisa y comenzó a contarle una historia, al abrigo de siete velas, sobre aquella serpiente que nos liberó de la ignorancia. La que era imagen de Quetzalcóatl, la que era símbolo del conocimiento y nos reveló que nosotros también éramos dioses. «Nacimos con el paraíso y el infierno bien mezcladitos, Catalina. Con el pálpito divino escondido en la cueva que cada uno llevamos dentro y con nuestros monstruos babeando sombras», dijo. Le aconsejó que no temiera a la serpiente. La serpiente era la puerta que llevaba al Uno, la que veía detrás de la máscara. Si se buscaba detrás de la máscara se acababa encontrando la misma energía en todas las cosas. «Déjela surgir, déjela serpentear y le revelará las respuestas que necesita», dijo. Pero mi tía no consintió en volver a probar la tisana de la serpiente, aunque sí siguió tomando de las suaves, como las llamaba ella. Porque esas tisanas le contaban cuentos. Cuentos acerca del origen y el destino, del eterno retorno, de la fiesta de disfraces, pero sin serpientes. Y gracias a ellas supo mi tía que el mundo era un tablero y todos éramos, de alguna manera, todas las piezas. El tablero mismo, incluso. Y el espacio lleno de vacío en donde flotaba la inmensidad.
Le fueron revelados los cuentos sobre el reverso substancial de la vida, que no cesa de moverse hasta que la muerte la convierte en una imagen fija. Una voz que parecía provenir del otro lado del firmamento le habló acerca de que todo permanece, escondido en la gran memoria del océano. «Una fracción de un instante basta para ensanchar la respiración y sumergirte en el vasto océano», dijo la voz. «Un solo instante basta para encender el universo».

Por aquellos días un reloj de arena fue la medida del tiempo. El reloj de arena era para el yerbero un recordatorio para estar presente. Necesitaba ese artificio para no perderse en los senderos de su pensamiento. Pero sobre todo para relativizar el tiempo. Ponía mucho énfasis en que Catalina se acordara de darle la vuelta cuando terminaba de caer la arena, pero ella se olvidaba cada dos por tres. «¡Carajo, Catalina! ¡Otra vez se le ha olvidado darle candela al reloj!», le increpó una mañana. Mi tía, que se estaba pintando las uñas de los pies, agarró un trocito de algodón que utilizaba para separarse los dedos y se lo lanzó. El proyectil le acertó en toda la napia. Se quedó un instante como desconcertado y, de inmediato, salió de la casa. Volvió con un arsenal de algodón, declarando una despiadada guerra contra mi tía. Algunas acabaron en el acuario y ahí se quedaron, como burbujas en un mar sin agua. Muchas otras se quedaron diseminadas por todo el salón. De vez en cuando uno de los dos le lanzaba una bolita al otro y comenzaba otra lucha algodonosa.
Un día descubrieron que las bolitas de algodón iban desapareciendo. Hasta que se dieron cuenta de que estaban siendo sustraídas por una lagartija que se llevaba el botín a su nido. Se convirtió en algo habitual dejar bolitas de algodón cada noche para la lagartija, como el que le da miguitas de pan a un pajarillo. Compraron algodón de colores porque mi tía no podía permitir que en el nido imperara el monocromatismo. «Necesita azules, violetas y amarillos para contrarrestar la monotonía del blanco. También le vendría bien algo de un naranja potente para romper un poco con los tonos pasteles», argumentó. A lo que el yerbero, con un tono socarrón, contestó: «El problema son las cortinas, que no sabemos de qué color las tiene y podemos provocarle una intoxicación cromática». Respuesta que bien se mereció una mirada perdonavidas por parte de mi tía, que había desarrollado en esa faceta una maestría de samurái.
Aquella noche, cuando terminaron de desperdigar bolitas de algodón de colores, mi tía le confesó el porqué de haber acabado en esa ciudad. Le contó la historia de una barquita arrebatada por el mar, le habló de la ceniza la garganta, de luciérnagas esquivas que se niegan a alumbrar negros pozos. «Mis sueños iban al compás del balanceo de aquella barquita», le susurró al oído.
El yerbero se marchó a la mañana siguiente. Volvió a los cinco días trayendo una barquita dentro de una botella y dos geranios. Cogió mi tía los dos geranios y los metió en otra botella. «Germinarán sus vidas juntos en esta botella», profetizó. Luego cogió la que tenía la barquita y le dijo al yerbero: «La llevaremos a donde pertenece». Al instante se imaginó mi tía en la playa, echando al mar la botella con la barquita dentro. Para que supiera de las profundidades, para que hiciera de morada a pequeños seres oceánicos. Y, pasado mucho tiempo, la encontrara un submarinista con una pareja de hipocampos pigmeos dentro. El mensaje de la botella estaría claro: una barquita es una morada.
Así lo hicieron. En el preciso momento en que mi tía lanzaba la botella al mar, como si fuera cosa de nigromancia, se evaporó la ceniza en la garganta. Ya no tendría que salir a pescar más luciérnagas. Bastaba con ensanchar un luminoso instante y se encenderían luciérnagas a borbotones.

Una noche de esas de luna llena en las venas el yerbero se preparó una tisana especial y comenzó a escribir a la luz de las velas. Farfullaba lo que escribía mientras su cuerpo iba meciéndose como hacen los judíos al salmodiar. «Nosotros fuimos, en su momento, nuestros propios antepasados», acertó a oír mi tía. «Por eso aprender es recordar». Se quedó callado un instante, la mirada trastornada y continuó murmurando, más silencioso. Pasado un buen rato dijo: «Todo es un juego soñado. Pero el soñador está tan cerca, Catalina, que pasa desapercibido muy fácilmente. Y los monstruos son tan fieros que se necesita la fuerza del mar para contenerlos». Estuvo cabizbajo el resto de la noche. Le agarró la serpiente, pensó mi tía.
A los pocos días se fue el yerbero una mañana sin haberle dado candela al reloj de arena, desvaneciéndose como el que se metamorfosea en hoja seca y solo obedece al viento. En la pared resplandecían varias frases nuevas: «Salí a pescar luciérnagas, Catalina. Tuyo es Ray Charles, tuyo el reloj de arena que mide el acuático tiempo. Y tuya es mi cueva».
Al atardecer ella le pintó en la pared un dibujo chiquito de una barquita dentro de una botella, junto a dos geranios. Sacó una burbuja de algodón del acuario sin agua y se la guardó en el bolsillo. Dejó el acostumbrado reguero de bolitas para la lagartija. Cuando tuvo empacadas sus cosas cogió el reloj de arena, que aún marcaba la última hora, y se embarcó de vuelta. A pesar de que aún sentía el amargo regusto de la ceniza en la garganta, ya notaba mi tía cómo le revoloteaban en los ojos las primeras luciérnagas.

Pescador sin barca (Barquita II)

El barquero Caronte, aquel que guía a las sombras errantes,
embarcó ese atardecer a un pescador con un verso bajo la lengua.


Un atardecer de marea viva encontraron muerto al pescador sin barca junto a la orilla. Hallaron a su lado una pecera redonda. La mano derecha, totalmente cerrada, se aferraba a un objeto. Con las patitas posadas en su pecho gorjeaba un jilguero. Los sonidos que emitía el arcoiris emplumado inundaron la solitaria playa. Se mantuvo quieto con la cabeza oteando hacia el mar, hasta que emprendió vuelo rumbo al horizonte, minutos antes de que se llevaran el cuerpo.

***
Le había comprado aquella barca, por entonces desconchada, hacía treinta años a otro pescador, hombre partido, con el vaivén roto por mar embravecido. Reparó los desperfectos, exilió las telarañas y rescató de la invisibilidad cinco rayas que pintó verde bosque. De nombre le afloró Geranio y así comenzó la travesía. Navegando en aquel bosque el mundo se hacía pequeñito, la mente se aquietaba y el pescador se aventuraba a entonar sus cánticos como niño que echa a volar su cometa. Se sorprendió al descubrir que abrevando de una barca se encendía la madrugada. Duró treinta años. Treinta años de círculos en el mar, treinta años de acostumbrarse a estar sin otra compañía que la de los peces. Treinta años de plenitud en calma que una infausta tarde se tragó la mar. Un hombre en un velero fue quien impidió que se lo llevara a él también. Ha vuelto a nacer, le dijo varias veces aquel hombre. Él asintió con un movimiento de cabeza. Mientras, en su interior, con el alma empapada en pena se lamentaba de que hubiera aparecido aquel maldito velero.
Una vez roto el hilo esmeralda que unía al pescador con su barca se fue descomponiendo toda su realidad. Pescador sin barca no deja estela en el agua. Un dolor en el pecho se instaló de repente y sentía a veces como se le descabalgaba el corazón. Vagaba por las calles afligido por la abisal lejanía de Geranio, gemía con el viento sus lamentos, mascullando la rabia. ¡De qué manera arañaba la ausencia de un bosque verde! Tenía que luchar contra una fuerza que le empujaba hacia la playa para enterrarse bajo el agua. Por las noches iba a la taberna y allí se quedaba hasta altas horas de la madrugada, tragando la pena, una pena de astillas entre los dientes. O bien balbuceando sus pétalos de nostalgia en voz queda. Por la noche se le hacía más difícil respirar el desaliento, de noche se palpaba mejor el naufragio.
Una noche de taberna, apoyado en la barra, escuchó risas y mofas susurradas a sus espaldas. Se giró y vio unos muchachos que ocupaban una de las mesas mirándole con descaro. Nunca sabréis lo que significa una barca, pronunció borracho con voz atronadora. El tono que le imprimió a su voz fue tan estentóreo que murmullos y risas cesaron de inmediato. Uno de los clientes que estaba a su lado en la barra prestó atención. Se acercó y se sentó a su lado. Yo sé lo que significa una barca, le dijo al oído. El pescador lo miró con desconfianza y se dio la vuelta hacia la barra. Yo tengo una barquita azul que cura ausencias y vacíos, añadió aquel hombre. El pescador continuó en silencio y el desconocido le explicó que en el interior de esa barquita vivía un niño poeta. Y, en ocasiones, encendía fogatas de versos en las noches de plenilunio. El pescador supo al instante quién era. Había oído hablar en el barrio de ese al que habían apodado el «loco de la barca» porque se había quedado chalao perdido con una barquita de juguete. Levantó la cabeza hacia el hombre, lo miró despreciativo y se encaró a él rostro con rostro. Yo hablo de una barca de verdad, no de un trozo de plástico para entretener niños, masculló. Bebió un gran trago de lo que estaba tomando y continuó diciéndole que no tenía ni idea de lo que era una barca con la que recorres nudos y nudos, una barca que te ayuda a ganarte la vida, que se convierte en tu fiel compañera y te salva decenas de veces de morir ahogado. Una barca a la que ves cómo se la traga una ola. ¡Qué sabía él de todo eso! El hombre bajó la cabeza pensativo. Sabía de ausencias que acechan detrás de cada pensamiento, de cenizas en la garganta, de horas y horas de búsqueda obsesiva sin más testigo que la madrugada. Y lo más importante, del amor a una barquita que había salvado dos vidas. La suya y la de aquella que vagabundeaba por el mundo, desconociendo que había sido salvada. Pero no dijo nada, porque en el momento en que iba a contarle todo aquello el pescador se levantó, se puso el abrigo y abandonó la taberna.
Sentía otra vez el grito del mar en las tripas, otra vez la voz de las algas ejerciendo su atracción. Se dijo que no, que no quería, por mucho que una parte de él necesitara fieramente enredar su cuerpo entre las algas. Por mucho que le incitara a hacer de él una estatua submarina de carne y hueso no apagaría la fogata de los recuerdos.
En medio de la lluvia de pensamientos una frase bombardeó su mente: «Yo tengo una barquita que cura ausencias». Y aquella noche, cuando volvió a la taberna, no fue a buscar la pena plañidera, sino al loco de la barca.

El barquero le llevó a su casa y le enseñó la bahía donde la venerada flotaba. La impresión le dejó petrificado, sintió un latigazo en el corazón. Excepto en los colores, aquella barquita era idéntica a Geranio, pero en miniatura. Tuvo que sentarse en un sillón, donde se quedó paralizado, mudo. El barquero atribuyó aquella impresión y ese mutismo al natural efecto que ejercía la bahía. Sonrió con una mueca de satisfacción vanidosa que venía a significar: «Te lo dije, pero no me creíste, hombre de poca fe». Aprovechando la circunstancia, como si liberara un torrente de sentimientos, comenzó a hablarle de Catalina, que era la pionera en esto de rescatar barquitas. Le contó con pelos y señales lo que pasó aquella noche en que ella la encontró y cómo había acabado apareciendo un niño poeta. Recalcó que ella era la maestra suprema en hacerlo brotar y confesó, entristecido, que ya no salía el niño sin Catalina.
El pescador continuaba en silencio, lo que le empujó a hablarle de aquella tormenta que se había llevado la barquita y la consiguiente ceniza en la garganta de Catalina. De lo valiente que había sido yéndose a bucear por el mundo en su busca. Acabó su monólogo contándole lo que le quitaba el sueño y que hacía que visitara la taberna más de la cuenta. La hiriente sincronicidad. Esa lacerante veleidad del destino decretando que fuera él quien encontrara la barquita, cuando ella ya se había ido, una noche de lluvia torrencial como nunca antes ni después había visto.

El pescador sin barca cambió las noches de taberna por noches de vaivén. La observaba flotando en la bahía y pensaba en cómo era posible que se le asemejara tanto. Parecía magia, se decía, si no a ver quién era el listo que le revelaba de dónde salía ese balanceo igualito al de Geranio. Y de paso que le explicara también cómo podía sentir a su barca latiendo justo en el pecho cada vez que tocaba aquella simplicidad de juguete. Y cómo, cerrando los ojos, podía sentir que navegaba en su barca verde bosque.
Una de esas noches le hizo partícipe al barquero de su barca llamada Geranio, revelándole que era una copia idéntica a la que flotaba en la bahía excepto por los colores. Que él mismo había resucitado aquellas cinco rayas pintándolas de verde bosque. Le habló de aquella pena de astillas entre los dientes, del desaliento, pero sobre todo de la nostalgia descarnada. Nostalgia que, ahora lo veía claro, se había ido tejiendo ella solita con cada encendida madrugada. El barquero, escuchándole, se acordó de aquellos versos del poeta que tenía el horizonte mordido de hogueras: «Es inútil callarla. Es imposible callarla. Llora por cosas lejanas». El pescador le reveló la estupefacción en la que se hallaba, lo que experimentaba al tocar aquella pequeña barca, le habló del escalofrío perpetuo que le recorría de punta a punta de su cuerpo. Y cómo se le había borrado toda esa niebla al sentir que había recuperado a la que perdió.
Empezó el barquero aquella noche a rumiar una idea que, de sólo contemplarla, le partía en dos. Veía lo que estaba cambiando a ese hombre la barquita. Por más que lo intentaba no podía quitarse de la cabeza lo mucho que le recordaba a aquella a la que debía su bahía. La decisión la tomó una noche de luna llena en la que, momentáneamente, apareció el niño poeta. «He arrojado mi nombre a la calle del mar», declamó. Lo que acabó por confirmarle aquello que llevaba días cavilando. Debía prestársela, ese verso quizás pudiera tejer el hilo de Ariadna que llevara al pescador a enterrar la nostalgia descarnada. Y así fue, porque desde ese momento el verso sería amuleto ante la muerte y se les quedaría grabado a los dos latiendo bajo la lengua.
El barquero se la prestó con una condición. Si volvía aquella a la que él esperaba debía retornar la barquita a su bahía. Puso mucho énfasis en que se asegurara de que dispusiera de agua donde mecerse. Nunca dejes varada la barca, fue la última frase que escucharía del barquero.
El pescador sin barca decidió que no había mejor recipiente que la mar y volvió a la playa. Los días de mar en calma se adentraba profundo y la dejaba mecerse al ritmo de sus requiebros. Como el dolor en el pecho no le había abandonado del todo, nunca se olvidaba de salir de casa sin un papel en el bolsillo, un papel en el que llevaba escritas un par de frases. Llevarlo le dejaba más tranquilo. Los días de fuertes mareas llenaba de agua de mar la pequeña pecera redonda (de nombre, cenote) que había comprado expresamente para ella. Las noches de plenilunio en las que aparecía el niño poeta con un verso hacían de su corazón una calabaza iluminada.
Una barca le curó la ausencia de otra barca y un verso fue moneda para la otra orilla, aquel atardecer de marea viva, en el que acabaría embarcando con Caronte.
Esa tarde, después de coger la pecera con la doble de Geranio flotando en su interior, se encaminó a la playa como tantas otras veces. Una vez allí, posada la pecera en la arena, sacó a la venerada y de manera fulminante entregó su moneda.
Hay quien piensa que murió de ausencia. Su corazón se paró, atronado por el océano enfurecido rugiendo en las venas.
Hay quien cree que murió de plenitud. Que los bosques llamados Geranio no se los traga la mar, sino que cruzan a la otra orilla, como estrella fugaz de esmeralda, donde ninguna barca queda varada.

Lo encontraron en la orilla con un jilguero en el pecho y una barquita navegando en su mano derecha. Guardado en el bolsillo de la chaqueta llevaba un papel en el que se leía: devolver al barquero. Señor Emilio, profesor de guitarra.

Niño poeta en barquita (Barquita I)

Una barquita en la playa, varada en la arena,
para que junte sus letras un niño poeta...


Contaba mi tía Catalina que una noche de esas de ceniza en la garganta salió a la calle a pescar luciérnagas para el negro pozo. Se dirigía hacia el pantano en busca de un nuevo ejemplar de Lampyris noctiluca cuando encontró, girando una esquina, una barquita azul con rayas. Enseguida imaginó a un infante ceñudo perdiendo el juguete por una rabieta. Sintió de pronto una desolación profundísima que le mordía el pecho al ver esa barquita a la deriva sin agua donde mecerse ni viento que le soplara. Impulsada por un arrebato se agachó para observarla mejor y sin darse cuenta ya la tenía navegando en sus manos. Qué bonito azul y qué graciosas las rayas rosa fosforito, pensó. Yo te soplaré, le dijo, mirándola con desbocada piedad. Y a continuación la introdujo en su bolsillo como si fuera un pequeño ser desvalido.
Contaba mi tía que sintió la transformación de inmediato. Comenzó a sentir la marea latiendo en su bolsillo. Le siguieron los cuchicheos de lluvia y la pequeña estela de arena que dejaban sus huellas. Olvidándose de las noctilucas corrió de vuelta a casa donde un plato muy hondo, lleno hasta la mitad, le sirvió de río. Asegura que a los pocos días escuchaba silbidos de viento y graznidos de gaviotas (a los que acabó bautizando requiebros) que brotaban de la barquita en las noches de tormenta.
Luego vinieron los olores. Embriagador olor a mar y a una mezcla de vacío salado llenándose como un cántaro. Más tarde, los regueros de pequeñas piedras en los cajones. Porque en aquella barca tan pequeñita cabían muchas cosas. Cabían los benditos requiebros, la arena, cabían las piedras, la mezcla de olores. Y cabía un niño poeta en las noches de luna llena.
Aparecía sentado en la barca juntando sus letras. Cuando mi tía le pedía un qué me cuentas se arrancaba él meciendo unos versos que era gloria bendita oírlo y verlo. Una vez acababa de arrullar palabras le describía con pelos y señales lo bien que se lo pasaba los Clitunnos cuando iba a volar su cometa, le narraba cómo de unos geranios habían germinado tres vidas enteras, para terminar prometiendo que aún quedaba muchisísima limonada. Después mi tía le pedía que cantara esa melodía tan graciosa que él sabía soplar muy bonito: “Yo prefiero seguir buscando los defectos y los encantos de una dama golfa y valiente, verdadera como la guerra, despeinada como la tierra y canalla como la gente”. Y se le pegaba a ella cosa mala porque se pasaba silbándola días y días. Contaba que cuando el niño poeta terminaba de trinar hacía como si oteara el horizonte, le sonreía y se desvanecía sin más hasta la siguiente luna llena. Fue por aquella época cuando mi tía se pasmó viva al despertarse una mañana y darse cuenta de que ya hacía la tira de tiempo que no salía a pescar luciérnagas para el negro pozo. Nadie se creerá que de una cosa tan pequeñita me haya brotado una playa con su mar y su niño poeta. Han enterrado la ceniza de la garganta bajo la arena, susurraba riéndose.
Nadie lo vio normal, (menos el vecino del quinto, que en cuanto se enteró quiso ver la barquita y se quedó prendado), pero mi tía que se sentía tan feliz como el que tiene un jilguero que le canta todas las mañanas decía que lo normal es lo que le va bien a cada uno.
Al poco tiempo, una mañana de infernal ventisca en la que ella no estaba en casa, mandó la mar a su hermano el viento a reclamar lo suyo. Descoyuntó persianas con violencia, hizo añicos los cristales de las ventanas, echó a volar sillas y pulverizó las figuritas de porcelana. Cuando mi tía volvió y vio todo el desastre nada de eso le pesó. Lo único que le pesó fue la desaparición del río, el río con su barquita. En vano la estuvo buscando mi tía por toda la casa. Empezó a menguar, ya no era la misma. Se agrietaba sin cuchicheo de la marea y sin niño poeta. Pero no se amilanó fácilmente. La buscó en las pilas bautismales, en las bañeras de todas las casas que visitaba, la buscaba a la vuelta de todas las esquinas. ¿Has visto mi barquita?, preguntaba a todo aquel que se cruzaba. Las vecinas le decían que había que ver la perra que le había dado con la barquita. Que mucho mejor era buscar un barquero con un buen remo. Pero cuando se enteró el señor Emilio, el vecino del quinto que daba clases de guitarra, se compadeció de ella y recorrió todas las jugueterías de la ciudad buscando una barquita de las mismas características. Como no encontró ninguna que luciera esos tonos tan peculiares compró una barquita blanca, cinco pinceles, más dos botes de los colores consabidos, (que anda que no le costó al pobre hombre identificarlos, pero resultaron ser azul glaciar y rosa profundo), para pintarle a ya sabemos quién la barca con sus cinco rayitas, mientras sonaba la Butterfly en su viejo tocadiscos. Cuando hubo acabado llamó a la puerta de mi tía con una tímida sonrisa y tembleque de manos. Ella se ilusionó mucho. ¡Mi barquita, mi barquita!, chillaba, llevándosela al pecho. Pero duró poco el embrujo y la rechazó pronto mi tía, porque de esa barquita, por mucho que fuera azul glaciar y tuviera las cinco rayas del genuino rosa fosforito, no brotaba niño poeta, ni cuchicheo de lluvia, ni arrullo de la marea. Y así fue cómo se dedicó un tiempo el profesor de guitarra a comprar más barquitas blancas y a pasar las noches en vela plantándoles sus cinco anillos (como ya los llamaba) con la esperanza de que de alguna de ellas saliera un niño poeta. Con renovada ilusión volvía a llamar a la puerta de mi tía para entregarle la barquita de rigor. Ella la miraba de cerca, se la acercaba a su oído derecho, la olisqueaba como whisky añejo y con mirada apenadísima la devolvía negando con la cabeza. Se iba evaporando mi tía hasta que un día de extrema angustia ya no resistió más y decidió salir a la calle a pescar luciérnagas para el negro pozo. Se puso su vestido de seda estampado con flores, cogió la pamela amarilla y se embarcó para vivir su travesía. Volveré cuando la encuentre, nos garabateó en una nota regada con veleros.
El señor Emilio no cejó en su empeño y siguió con su tarea nocturna (contagiado ya del todo con el virus de la barquita), pintando anillos al abrigo de la madame de Puccini, sin el beneplácito de las vecinas. El las oía murmurar que qué lástima daba, un señor de lo más sociable y apuesto, saliendo siempre a la calle hecho un pincel, ahora resultaba que ya ni se le veía el pelo porque le había dado la misma ventolera que a la señora Catalina. Y que esa música, sonando noche tras noche, los iba a volver tarumba a todos. Pero el profesor de guitarra, que se pasaba por el pepino lo que dijeran las vecinas y que además estaba convencido de que era justo en ese momento cuando estaba hecho un pincel de verdad, siguió insistiendo hasta que acabó encontrando LA barquita.
Dice el señor Emilio que se le agarró el vendaval al pecho en una noche de tormenta y le empujó a salir a la calle en medio de un aguacero tremendo. Dice que recorrió innumerables calles sin saber a dónde iba ni por qué, pero que estaba impelido a obedecer esos impulsos punto por punto. Hasta que doblando una esquina algo le hizo pararse en seco. Ahí estaba, varada en tierra de jacarandá. Cogiéndola con infinita ternura se la acercó al pecho. Yo te cuidaré, le susurró. Echó a correr de vuelta a su casa, donde confirmó que sí, que aquéllos sí eran el auténtico azul y su rosa fosforito que tanto se le habían resistido a él. Puso agua en una ensaladera (a la que llamó bahía), posó la barquita y suspiró satisfecho.
Ahora es el señor Emilio quien cuenta que escucha el arrullo del mar, que ve cómo se le inunda de playa la casa entera. Quien jura que, en las noches de luna llena, aparece en la bahía un niño poeta juntando letras. Y se siente tan rebosante de felicidad como aquel que tiene un jilguero que le canta todas las mañanas. Porque le han valido la pena todas las noches en vela, todas las fatiguitas, para que cuando vuelva mi tía Catalina tenga por fin su barquita.

viernes, 12 de agosto de 2016

Cosmología



Mi vida es una canoa y una caracola de mar. El murmullo de la selva flota sobre mí.
Aspiro la música del oleaje, tengo ese sonido escondido adentro. Y he de hacerlo sonar.

Puedo leer un mapa que no pueden ver mis ojos. Puedo ver azul y verde donde sólo hay negro. Sé escuchar el canto del búho, que ulula de madrugada. Poseo lo inmutable y todo lo que es inasible. A veces, puedo dejarme sonreír por el infinito del universo, abrazar mi sombra y conversarme en precipicio. Suena raro, pero yo lo vivo cristalino.

Puedo bostezar sin perder curiosidad. Cuando me detengo es porque albergo un obcecado empeño en continuar. Y porque también me canso enseguida. Suelo reposar en mi identidad.
Llevo guardada la música de los muertos en mi memoria. Y la hago resonar cuando quiero. Sé distinguir los números, aunque a veces se me mezclan el uno y el dos. El dos me confunde. Me cuesta aprehender su cualidad de ilusoriedad. Pero no se me escapa su inexistencia. Eso no.

Sé ver ficción en todo. Puedo oler anémonas azules si me lo propongo. He desarrollado un sexto sentido para ver los monstruos de la oscuridad. Les planto cara con mi espada luminosa y nos ponemos a charlar de esto y de aquello. Los monstruos tienen muchas cosas que contar.
Sé cómo hacer para que los personajes de un libro se queden adentro mío y me hagan compañía. Ahora mismo está a mi lado un niño llamado Nicolás. Me gusta Nicolás.

Tengo una gran capacidad para confiar. Confío en la luz de la luna, en los rayos del sol, en mi taza de desayuno. Confío en mi canoa y en mi caracola. Confío en la permanencia del observador. Confío en mi soledad. Confío en mi lámpara de lava. Confío en el silencio. Pero, por encima de todo, confío en el instante sagrado del devenir cuando me doy un baño.
Tengo una gran habilidad. Nací con síndrome de recuerdo. Recuerdo la sabiduría de mis ancestros. Recuerdo que todo vino del cielo. Y que esta hoguera de carne es más valiosa que las mareas. Pero no puedo decirlo, porque tendría que hablar con un lenguaje de pompas de jabón que no puede ser balbucido.

Viajo con mi canoa por el mar. Con mi caracola escucho lo que cantan los peces. Me pongo a soñar un sueño, arribo a mil puertos. Vuelvo a zarpar. Atrapo más vivencias y se las ofrendo al infinito del universo para que las imprima en cristal. Sé que es así como se escribe el sonido del tiempo. Pero supongo que eso lo conoce todo el mundo.

He aprendido, a base de ecuaciones metafísicas, a cambiar mi pasado. Momentos de angustia o de pánico, por ejemplo, los permuto en cuestión de nanosegundos en momentos repletos de confianza. Una vez hecho, lo conecto con el presente, que realmente es lo único que entiendo. Es en el ahora donde menos sufro el vértigo. El futuro es una variable que nunca introduzco en mis meditaciones numéricas. Sinceramente, me aturde el concepto y no puedo fingir que no sé qué demonios significa. Para calmarme pienso en la inexistencia del dos. Eso siempre me funciona.

Me he inventado un mundo gracias a la noche. En los momentos nocturnos soy proclive a imaginar. Se me llena la habitación de seres que aparecen de la nada. Es muy habitual que aparezca un gato que habla y se siente a mi lado en la cama para narrarme sus fascinantes aventuras. Cuando me canso de él lo convierto en una clave de sol soprano que canta para mí, si yo quiero, hasta altas horas de la madrugada. Puedo invocar un ejército de luciérnagas, si me concentro mucho. Pero el ser que más me gusta que venga es el casco parlante. Te lo pones en la cabeza y te verbaliza los pensamientos. Así no se escapa ninguno. A mí me va de perlas, porque se me suelen escapar muchísimos cuando no llevo el casco puesto. Algunos pensamientos son muy resbaladizos y cuando tiro a pensarlos ya se me han escabullido. Sobre todo los que me llegan cuando estoy balanceándome agarrado a las ramas de un olmo. Estoy en muchas partes al mismo tiempo.

Soy una hoja al viento, una flor de la noche. Soy el reflujo de las mareas, el soniquete que va en mi búsqueda. Soy el que soy.

Creo que vosotros lo llamáis autismo.

Violeta



Me llamo Violeta y cuido nidos de palabras. Tengo palabras bonitas y palabras monstruosas.
Hoy estaba jugando a imaginar que llueve cuando papá me ha regalado una palabra nueva. Se llama Metamorfosis. De entrada, no me ha caído muy bien. He cogido su cuerpo de cartulina con mucha grima y lo he introducido en el nido de las monstruosas junto a las demás. Parece que a Verduras le ha caído bien Metamorfosis porque he visto cómo le dedicaba una fugaz mirada llena de ternura.
Al echar un vistazo en el nido de las bonitas me he dado cuenta de que está ya a rebosar. Tendré que pedirle a mamá un nido grande como la luna para las palabras bonitas.

Mamá me ha dicho que no es temporada de nidos tan grandes como la luna. Al parecer, sólo crecen en verano. En lugar de otro nido, opina que ha llegado la hora de liberar algunas y que haya sitio para acoger nuevas palabras bonitas.
¿Otras palabras bonitas? No suena mal. Tengo que empezar a pensar en un plan de liberación.

¿Y si las dejo en los pétalos de una flor para que también las palabras den su semilla?
Mamá dice que no es una buena idea. Cuando la flor se cerrara por la noche las asfixiaría.
¿Y hacer una cometa con todas las palabras bonitas? Sería divertido enlazarlas una a una, hacer una cola muy larga y subirse como si fuera un cohete. Llegaría tan alto tan alto que podría susurrarles cosas secretas a las estrellas. Luego podría dibujarle en el cielo un corazón gigante a papá.
¡Qué absurdo! Es una ocurrencia descabellada. Lo de subirse a un cohete estaría chupado pero que las palabras se dejaran enlazar no lo veo cosa fácil. Menos mal que no tengo que liberar a las monstruosas. Tendría miedo de que pudieran ser atacadas por otros niños. Al ser tan feas, necesitan que yo las proteja. ¿Qué le pasaría a Verduras, por ejemplo? Me entra mucho miedo sólo de pensarlo. En cambio, estoy segura de que a Golosina no le pasaría nada. Como es bonita, ningún niño le haría daño.
¡Ajá! ¿Y si les hago un nido en un árbol? Así llegarían al cielo sin necesidad de crecer. Qué bonito sería ver cómo el árbol las mece durante la noche.
No es una buena idea. Mamá me ha dicho que no estarían seguras. Los pájaros se las comerían. No entiendo cómo no he caído en eso.
¿Y hacerles una barca con ramas para que vivan en el río? Cachorro sería el capitán y Golosina, Saltarín y Mariposa los marineros. Pedorretas sería la cocinera. Navegarían bebiéndose el sol y contemplando todos los amaneceres. Me las imagino llegando al mar, donde se harían una casita en una caracola bajo las olas.
Descartado. Papá dice que habría peligro de naufragio.

¡Ya está decidido! Las meteremos en un globo y echaremos las palabras a volar.
¿Llegarán a la luna? Papá y mamá no albergan ninguna duda, están totalmente convencidos de que sí. Pero yo no las tengo todas conmigo. Temo que un halcón pinche el globo con su pico y las palabras se peguen un buen morrón.
No hay de qué preocuparse. Papá me ha dicho que ha conseguido un globo de los que llevan protección anti-picotazos. Menos mal. Me he quedado mucho más tranquila.

¡Ya liberamos a las palabras! Por la noche, mamá me dejó mirar por el telescopio y me pareció ver a Golosina con cara de susto y abrazada a Bicicleta. Me dio de repente mucha pena y me puse a llorar. Pero mamá me recordó que las palabras se abrazan cuando están contentas. Cuando están tristes o asustadas se quedan como petrificadas y no mueven ni una sola letra de su cuerpo. ¡Qué alivio sentí! Tenía miedo de que algo fallara en el plan de liberación. Mamá y papá ayudaron un poco. No puede una estar en todo.

¡Tengo una palabra nueva! Se llama Retruécano. Me ha hecho mucha gracia porque no he podido pronunciarla ni una sola vez sin equivocarme. Me la ha metido en un bolsillo del pijama y he estado soñando con ella toda la noche. Retuécaro, retuécaro, retuácrano... Por la mañana ya estaba un poco hasta el moño de ella porque me cuesta mucho pronunciarla bien. He decidido que la voy a meter en el cajón de las monstruosas.

Ha pasado algo terrible. Cuando he ido a meter a Retruécano me he dado cuenta de que Tristeza estaba llorando. La pobre estaba rota, rajada por la mitad. ¿Cómo habrá pasado? ¿Habrá sido herida por otra monstruosa? Tengo que vigilar a Metamorfosis.
Tristeza sigue llorando.

Mientras curábamos a Tristeza, pegándola con celo, le he preguntado a papá dónde van las palabras que se mueren. Papá ha dicho que van a un jardín imaginario, repleto de luz y colores, donde cada palabra, posada en una hoja, sueña ser parte de un cuento. Mientras, un séquito de hormigas las acuna. Me ha asegurado que si dibujo el jardín haré que el mundo de palabras muertas pueda vivir una vez más. ¡Qué pasada! Me he puesto a dibujarlo y cuando he terminado lo he rociado con purpurina y un poquito de polen de flor de hada. “Revive, jardín de palabras muertas”, le he susurrado al dibujo. Revive, Tristeza.

Mamá está convencida de que Tristeza no ha sido atacada. Papá piensa lo mismo. Creen que, sin darme cuenta, pudo romperse cuando la metía en la caja. Pero yo sé que no pudo ser eso. Siempre voy con delicadeza cuando las meto en el nido para no hacerles daño. Hasta las monstruosas que me dan un poco de asco las cojo con mucho cuidado por miedo a que se me lastimen.
Tengo que descubrir sea como sea lo que pasó. Esta noche, cuando papá y mamá se duerman, yo haré hablar a las monstruosas. Vaya si lo haré.

Papá y mamá se quedaron dormidos pronto. Y yo también. ¡Qué tonta soy! Esperaré al glorioso día sin colegio, haré mucha siesta y así aguantaré hasta la noche.

¡Todo está arreglado! Como sospechaba, la culpable fue Metamorfosis. Interrogué a todas por separado. Menos a Tristeza, que estaba recuperándose en el nido UCI. Matemáticas, en susurros, me chivó lo que había pasado. Metamorfosis buscó problemas en cuanto la metí en el nido. Se mofaba de Verduras, insultaba a Crecer y a Tristeza le hacía la vida imposible. Se burlaba de ellas diciéndoles que podía mudar de forma en cuanto quisiera y convertirse en bonita. Y que yo no me daría cuenta. Luego prometió convertir en palabras bonitas a todas las que le ayudaran a salir de allí. Intentaron entre todas levantar la tapa del nido, pero pesaba mucho y como no podían aguantar el peso se le cayó encima a Tristeza cuando ya tenía medio cuerpo fuera. No he necesitado más explicaciones. Ya tenía suficiente información y además Matemáticas me estaba mareando. No puedo evitar mirarla sin imaginar ecuaciones.

Este mañana mamá me ha preguntado por qué estaba la caja de las monstruosas en la basura. Le he respondido que ya no la necesitaba. Ya no veo feas a las monstruosas. Como Metamorfosis se porta muy mal con ellas me dan un poco de pena y las he metido a todas en el mismo nido. Pero he de separar a Metamorfosis de las demás y decidir qué castigo ponerle. Me parece a mí que una palabrita se ha ganado el hacerme los deberes de toda la semana.
Mamá dice que no hace falta tirar la caja a la basura si se puede remodelar. ¡Se me ha ocurrido una idea! Le pintaré un cartel que ponga: las revoltosas.

Mamá me ha hecho una pregunta bastante tonta. ¿Qué haré si me encuentro con una nueva palabra monstruosa? Qué tontería más grande. ¡Pues mirarla más! Es algo que he aprendido con todo este asunto de Metamorfosis. A Mamá le ha parecido muy bien la idea. Y además se ha dado cuenta de que al final todas no cabrían en el mismo nido, así que ha sugerido que podríamos crear otro para palabras que son mucho más que bonitas. No se le escapa una a mamá. ¿Cómo llamaré a las palabras que meta en ese nido? Está clarísimo. Las superguachis.
Papá se ha sorprendido de que todas las monstruosas de pronto se hayan convertido en bonitas. Le he respondido que son cosas que pasan entre las palabras y yo. Es mejor que no pregunte.
Mamá ha traído más cuerpos de cartulina para que recorte todas las palabras que quiera. Por ahora tengo en el nido de las bonitas a Retruécano y a las que antes eran las monstruosas. Metamorfosis sigue en el nido de las revoltosas.

¡Ya tengo tres superguachis! Se llaman Jengibre, Hada y Tobogán. Y papá me ha regalado una que ha recortado él mismo del periódico. Se llama Incendiaria, pero yo la veo muy rara y aún no la acabo de ver superguachi del todo, así que por ahora la he puesto en el nido de las bonitas.

Va a ocurrir una catástrofe. Las palabras están preparando un motín. Me he enterado mientras las espiaba escondida debajo de la cama. He oído cómo Incendiaria preguntaba por los planes de huida. Las demás le han contestado que no se les había ocurrido ninguno. Le han contado a Incendiaria lo que intentó hacer Metamorfosis y que ahora es una revoltosa.
No he podido escuchar más y me he ido corriendo a esconderme en el baño. Me he puesto a llorar acurrucada dentro de la bañera porque me da pena que no quieran quedarse conmigo. Pero luego me he dado cuenta de que puedo comprenderlas si me pongo en su lugar.
Voy a pensar en un plan para liberarlas a todas. No habrán más palabras enjauladas.

¡Ya lo he pensado todo! En el jardín. Las liberaré en el jardín. Luego más adelante, si todo va bien, las llevaré a un sitio más grande, como una cueva o algo así. Lo del jardín será un secreto entre ellas y yo. Hablaré con Metamorfosis, le haré prometer que se portará bien con las demás o si no se quedará sola en el nido.
He hablado con Metamorfosis. Ha jurado por todos los diccionarios del mundo que no será mala. Pero como no me la creo mucho he decidido que no voy a quitarles un ojo de encima, como hace mamá conmigo cuando estoy en la piscina.

¡Las liberé! Han revoloteado por todo el jardín y han chillado como locas. Al poco rato ya estaban todas chinchándose. O sea que se lo estaban pasando de miedo. ¡Qué satisfacción!
En ese momento me he sentido muy orgullosa de mí misma, he notado como me hinchaba como un pavo y todo. He vuelto a casa silbando una canción y pensando que soy un poco bastante “superguachi”. Vivir es un flipe.

Ya han pasado unos días y todo va fenómeno. Les llevo galletas, aunque luego me las como yo. Mamá y papá me han preguntado por las palabras y les he contado que tienen una nueva casa y que están pasándoselo de alucine.

¡Me muero! Han desaparecido. Fui ayer a visitarlas y no quedaba rastro de ninguna palabra.
Quiero pensar que se han hecho un barquito con las ramas del bosque y ahora viajan, chillando de alegría, surcando todo el mar.
Me ha entrado el miedo. ¿Y si otro niño las encontró, las metió en su red de cazar tesoros y se las llevó con él a casa? Me imagino a mis palabras inmovilizadas con chinchetas, pinchadas en la pared de una habitación de un salvaje. También veo cómo una mano las hace trizas y las esparce a la calle desde una ventana.
He tirado a la basura toda la cartulina que tenía. No volveré a crear palabras nunca más.
¡Por favor! Que el ser que está en el cielo que sabe hacerlo todo haga que vuelvan mis palabras. Si consigue el milagro prometo no volver a robar ni una sola canica a mis compañeros de clase.

¡Hay una esperanza! Les he contado todo a papá y mamá y me han dicho que no hay de qué preocuparse. Dicen que en los libros encontraré palabras iguales a las que perdí. ¡Qué tonta he sido al no caer en eso! Pero no se me tiene que olvidar que las palabras de los libros no las puedo recortar. Si no el libro se moriría.
Ha llegado la hora de emprender la búsqueda. ¡Qué fabuloso!

Un jaguar amarillo



−¡Más rápido! ¡Más rápido!
−¡Hago lo que puedo!
−¡Para, para!
−¿Qué pasa?
−La Ballena está mirando hacia aquí. Haz como si estuvieras jugando.
−Vale, vale.
−Ya no mira. Podemos seguir.
−Tengo miedo. A ver si nos pilla.
−No, ahora está pendiente de las gemelas. Se están tirando de los pelos. Va para rato. Sigue.
−Ah, bueno.
−Utiliza el camión para quitar la arena y así haremos el agujero más grande.
−¿Y tú qué vas a utilizar?
−Seguiré con la pala.
(Al cabo de un rato)
−¡Ya casi está! ¡Prueba a ver si cabes!
−Prueba tú que eres más gordo que yo, tonto. ¿No te das cuenta de que si no cabes habrá que seguir un poco más? ¿O es que te ha entrado caquita?
−¿Yo, caquita? Tú flipas. Ya verás.
−Cuando pases al otro lado sigue a rastras para que no te vea nadie.
−¡Que sí, plasta!
−Cuidado con la valla, que te vas a dejar la cabeza, so bestia.
−¡Lo hice! ¡Me he fugado!
−Chist. Que te van a oír y aún no he pasado yo.
−Pues dale, que parece que te ha entrao caquita.
−¿Caquita, yo? Me vas a ver... ¿Has visto? He pasado más rápido que tú. Te fastidias.
−Te fastidias tú porque yo he sido el primero.
−Pues no. Te fastidias tú.
−Túuuuuu.
−Túuuuuu.
−Túuuuuu.
−Para ya, que hay que pensar hacia dónde se va.
−¿No decías que lo sabías?
−Y tanto que lo sé. Está al lado de mi casa. Hay que continuar calle abajo.
−Vaya cara que se le va a quedar a la Ballena cuando se acabe el recreo y vea que no estamos.
−Que se aguante. Lo tiene bien merecido por sus pellizcos.
−A mí no me ha pellizcado nunca.
−Porque tú eres un cagueta y siempre haces lo que te dice.
−¡Eso no es verdad!
−¡Sí que lo es!
−¡Un zurullo que no!
−Calla, que tengo que pensar si giramos a la derecha o a la izquierda.
−¡Te has perdido! ¡Te has perdido!
−Que no. Hay que girar a la derecha.
−¿Tú crees que lo conseguiremos?
−Claro que lo conseguiremos.
−Pero no tenemos dinero.
−Da igual. Ya se nos ocurrirá algo.
−¿Y si lo robamos?
−¡Cómo lo vamos a robar, tonto! ¡Se darían cuenta enseguida!
−Si lo hacemos despacito...
−Deja que piense, plasta. No sé si hay que girar por esta calle o no.
−¡Te has perdido! ¡Te has perdido!
−Te estás ganando un bofetón. Si lo sé vengo con otro.
−Perdona, perdona. Ya paro. ¿Falta mucho?
−No, es al final de esta calle.
−¿Seguro?
−Seguro. ¡Es aquí! ¿Lo ves?
−¡Vaya! Me quedaría mirándolo con la boca abierta para siempre.
−¿Cuál compramos?
−El jaguar es una pasada.
−Estoy de acuerdo. El jaguar, entonces. ¿Amarillo?
−Ni de coña. Verde pistacho.
−¿Verde pistacho? Ni de coña.
−El amarillo no me gusta.
−No te gires. Detrás de ti hay una señora que nos está mirando. Se está acercando...
−Niños, ¿os habéis perdido? ¿Por qué no estáis en el colegio?
−Queremos comprar un jaguar. Yo lo quiero verde pistacho.
−¡Chivato! ¡No se lo tenías que decir a nadie!
−¡Ella nos prestará el dinero para comprarlo! ¿Verdad, señora?
−Andad, par de mocosos, que os voy a llevar a la comisaría para que os recojan vuestros padres.
−¿Y el jaguar?
−Pedídselo a Papá Noel.

Despierta



Despierta, Flor de lluvia...
La hora está cercana, vienen a buscarme. El horizonte nos ha quedado lejos, pero no te preocupes, los hijos de la noche pronto volveremos.
Ven, siéntate aquí a mi lado.
Tenemos un rato antes de que vengan a apresarme. No te inquietes. Todo lo que ha pasado quedará grabado. Lo vivido se mezcla con la tierra, se impregna en el viento, se hace estalactita en la memoria de los hombres. Y subyace para siempre.
No tengas miedo. El cuerpo es tan sólo un ropaje. Cuando me lo quiten me zambulliré en el Gran Azul en busca del abrazo primigenio. La muerte no puede borrar los lazos que teje el Desconocido. No pongas esa cara de incredulidad, sabes que tu hermano Mil Nombres no te mentiría. ¿Recuerdas aquella noche que vimos llover estrellas sobre el cenote? Morir no es muy diferente, Flor de lluvia. Caerá mi alma sobre el Gran Azul como aquella noche las estrellas en el cenote.
Vete preparando, nos queda poco tiempo. No llores. Nacer es olvidar y la muerte es retornar a la memoria. Sé lo que estás pensando. (El Gran Espíritu no te dio voz pero con tus ojos pronuncias palabras). Estás pensando que no podrás vivir sin tenerme cerca. ¿Quién dice que no estaré? El ulular del búho blanco te hablará de mí, la compañía de la salamandra, el vuelo del alumbranoches, las hojas sobre el río, las secuoyas del monte perdido. Y algún día, en un suspiro de tiempo del universo, con otro ropaje tus ojos volverán a hablarme.
No sientas rabia, te emborrona la mirada y te impide danzar el viaje. Hay que jugar hasta el último momento. Ellos tienen el poder de acortar nuestras vidas, pero las vivencias pertenecen al Sendero. Son sagradas como las raíces de la tierra. Nada ni nadie podrá impedir que las semillas broten y crezcan más alto que nosotros. Es pronto para la unión entre las tribus de los hombres, pero hay que seguir manteniendo la llama encendida.
Oigo pasos... He de desplegar las alas, Flor de lluvia. No sufras. Volaré alto, muy alto, más alto que el águila navegando el cielo.
Ya están aquí, serénate. Sabes que mi corazón te acompaña, recuerda que tan sólo me voy a la habitación de al lado.

Artista cayendo



−A este paso me quedo sin azules −dijo el artista.
−Puede que te venga bien salir a tomar un poco el alba −le respondió su acompañante.
−Ya no me funciona. Sólo veo variaciones de negros. Es una cosa atroz.

Era algo serio. Gastar todos los azules, ¡habrase visto! Si hay algo que no le falta nunca a un soñador de cuadros es el azul. Nada se puede pintar sin azules.
Muy a su pesar hubo de intentarlo con el negro. Pintaba niños con capuchas caminando senderos en la noche. Siempre de espaldas al observador. Por un tiempo tuvo la sensación de que caminaba a alguna parte.
−¿Cómo va la época negra? −le preguntaban.
−Avanzando como un caracol.
−¿Cuándo podremos admirar los cuadros nuevos?
−Cuando me vuelva el azul a los ojos.

Se quedará varado en la época negra, pensaban todos. Y así fue. Quedó congelado en el negro hasta que se esfumaron todos los colores. Llegó el día en que ya no quedaban azules ni en la paleta. Tampoco violetas, naranjas, verdes o amarillos. Ni tan siquiera un mísero negro. El soñador de cuadros se había quedado ciego.
A consecuencia de su ceguera cayó en un mutismo pictórico. Se enredó en sí mismo al verse incapacitado para pintar. Nadie podía sacar al pintor del pozo. Destrozaba el corazón oír cómo gemía. Daba espanto. Los que le oían corrían raudos a quitarse los gemidos de encima, que se les quedaban adheridos como pintura en el lienzo y sólo lograban sacárselos llenándose de belleza los ojos.

El artista tenía tanta pena que pudo crearse otra paleta con sus gemidos, lo que le permitió inventarse otros colores. Olvidó que se le habían gastado los azules. Agarró el pincel como el que se aferra al trozo de madera en el naufragio y se dejó llevar. Nunca antes le había resultado tan fácil pintar. Coger el pincel era decir: le hablo a mi alma. Coger el pincel era escalar el pozo.
−Parece que los ha pintado un niño −decían de sus cuadros.
−Qué pena, ha perdido la técnica −afirmaban a sus espaldas, para no herirle.

Continuó pintando con los ojos en las manos y el corazón en el lienzo. Su mente vagaba en las figuras que trazaba su mano. Acercaba el oído al lienzo para escuchar atentamente lo que estas le tenían que revelar: sus apariencias. Con el oído las veía. Poco a poco, creó su ventana al mundo: un ejército de seres pintados. Las figuras que habían salido de sus manos eran su guía, su perro lazarillo. Una cosa estaba clara: quedarse ciego le había enseñado a ver. Los azules nunca se habían gastado, ¡gastarse los azules! Qué absurdo le parecía ahora. Era evidente que cuando se acababan los azules había que buscarlos detrás de los ojos. Detrás de los ojos se inventan los colores.

Siguió creando. Seres pintados que volaban para que pudiera volar él. El viento que generaban las alas de las figuras le llevaba lejos de su ceguera. Y así voló durante un tiempo hasta que alguien le abrió los ojos:
−Tus figuras no vuelan. Están buceando, amigo.
−¿Y dónde he estado volando yo?
−Bajo el mar. Un mar terriblemente azul −mintió, por compasión.

¡Recuperar los azules! ¡Qué acontecimiento tan extraordinario! Tocó la paleta, sintió el azul terrible, sus manos temblaron. Y se desmayó. Al recobrar el conocimiento temió que todo hubiera sido un sueño. Buscó la paleta. El azul estaba ahí, podía sentirlo. No había sido un sueño. Ahora estaba convencido de que podría multiplicar ese azul. Él haría de ese azul un jilguero que llamara con sus trinos a otros jilgueros. Un azul llamaría a otros azules.

Comenzó a pintar sin descanso. Tanto se abstraía que durante unos instantes llegaba a olvidar que estaba ciego. En verdad, sentía que todo lo veía. Cada pincelada era un par de ojos, un par de ojos mirando a través del espejo.

−¿Cómo es el azul que ves? −le preguntó al hijo de un amigo.
−No veo ningún azul. Son todo negros.

Destruyó todos los cuadros y volvió a caer en su ceguera. Hecho un ovillo se rindió al negro. Sus manos perdieron la fuerza para sostener el pincel. Se quedaron mudas. Habría de pasar mucho tiempo hasta que recuperaran el habla.

El artista, en su abismo, miraba con los ojos hacia dentro. Ya no buscaba los azules. Se había perdido en el negro. Todo lo lloraba. Le crecieron raíces del abismo. Olvidó sus manos y se enmudeció la imaginación. La ceguera lo inundó todo de nuevo. Se materializó la noche eterna.
Cerrada, sin estrellas.

Sus amigos le intentaron convencer para que volviera a coger el pincel, pero fue en vano. No quería ni oír hablar de eso. “Shhh... las manos están dormidas... y la voz apagada”, respondía. Y además, según dijo, él estaba ya muy lejos. Muy cerca de la nada. Y así debía ser.

Anduvo el sendero de la nada. Un día, sin saber cómo, se encontró con que su mano estaba agarrando el pincel. Lo soltó rápidamente con repugnancia. Pero no podía engañarse. Tarde o temprano empezaría otra vez. Pero esta vez sería diferente. Porque ya había encontrado el núcleo de los azules. Y no dependía de escoger bien la mezcla de tonalidades, ni siquiera era indispensable poder ver los colores que estás mezclando. La cuestión era tener la mente en paz. Cuando dejó de parlotear sobre los azules sucedió. Su mano los encontró. Habían estado ahí siempre. Pero se obsesionó tanto con el concepto que el concepto mismo erigió la barrera. No se había dejado caer en él. Sólo recorría la superficie. Ahora caía profundo...

Y comenzó a pintar. Envuelto en azul. Con un azul asomándole desde detrás de los ojos que acabaría por impregnarlo todo.

jueves, 26 de mayo de 2016

Caja de cerillas



Érase un tiempo en el que bullía la vida dentro de una caja de cerillas.
Sin embargo, ahora no es el momento de hablar de ello. Para entender mejor aquellos tiempos hay que remontarse a la época en que al abuelo lo nombraron el Guardián de la Llama y, por tanto, tuvo que mudarse a la casa donde confluían todas las esquinas.
Yo nací en aquella casa. Todas las esquinas del mundo cohabitaban aquel espacio y el trabajo del abuelo como Guardián de la Llama consistía en encargarse de que no se alterara la órbita natural del mundo. Labor harto dificultosa, pues cualquiera era conocedor, ya por aquellos tiempos, de la debilidad que sienten estas por trastocar todo cuando se las dobla.
Debido a la confluencia de todas las esquinas en aquella casa, los objetos sufrían una alteración que provocaba su metamorfosis, (como la llamaba el abuelo), si alguien las doblaba sumergido en sus pensamientos. De manera que si uno cogía algún objeto para llevarlo a otra estancia de la casa y doblaba con él alguna de las esquinas, más le valía estar en lo que estaba, porque de lo contrario se encontraba con que de pronto su mano sujetaba algo distinto.
Como aquella vez en que alguien cogió una silla blanca y al doblar la esquina Socotora se convirtió en una figurita de una montaña nevada. El abuelo tuvo que proceder a realizar el necesario ritual. Cogió la montaña nevada y, colocándola junto al resto de las sillas, dijo: «Hasta que no ceje el influjo esta será mi silla». Estuvo durante días sentándose en el suelo con la figurita debajo de su trasero. Hasta que una noche, neutralizada la metamorfosis, desapareció la montaña nevada y el cómputo natural del número de sillas volvió a la normalidad. Había que realizar el mismo procedimiento con todos los objetos que mutaban. Y cuanto antes mejor. El tiempo corría en contra, porque cuanto más se tardara, más costaba rescatar al objeto verdadero de la ilusión que lo envolvía.
El abuelo, como buen Guardián de la Llama, no era inmune al mordisco de la música. Tocaba la armónica y el trombón muy dignamente. Cuando aún era un neófito en las metamorfosis dobló la esquina Finisterre, tocando con la armónica The times are changing de Dylan, tan imbuido dentro de la música que la armónica mutó. Se convirtió en un cepillo para las uñas. El abuelo diagnosticó que la ilusión era profunda y había que ponerse manos a la obra. Recuerdo que estuve mirando atentamente el cepillo de uñas y le pregunté mentalmente qué era. Me pareció que me miraba como un bobalicón y, de pronto, un pensamiento invadió mi cerebro: «Un cepillo de uñas en toda regla, para servirle».
Tardó semanas el abuelo en rescatar la armónica. Pero, al menos, con tanto intentar hacer brotar una pequeña nota de aquel cepillo, consiguió sacarse un minúsculo trocito de pollo que se le había quedado entre los dientes y que no había forma de quitar.
En otra ocasión dobló la esquina Kalahari con la pipa en la boca pensando en sus cosas. Craso error. Se convirtió la pipa en cuchara de madera. El abuelo no cejó en su empeño y estuvo fumando viruta días y días hasta que la pipa recuperó su estado original. Para ser Guardián de la Llama hay que ser muy lúcido y muy constante, pues la ilusión es muy poderosa. Embaucadora. Fácilmente te enreda en su apariencia y te convence de que el engaño es verdadero.
Pero las esquinas no se limitaban a mutar los objetos de los que las doblaban despistados. Ay de quien las doblara pensando en algo muy lejano. En ese mismo momento olvidaban cómo se llamaban. Especialmente peligrosa era la esquina Taiga, pues en su pared descansaba el tapiz de los mil nombres, que ejercía un influjo muy penetrante. Recuerdo el día en que le mutó el nombre a doña Hortensia, una amiga del abuelo que se quedó una temporada en la casa. Debía estar rememorando un recuerdo muy lejano cuando dobló la esquina Taiga porque, al instante, se olvidó de su nombre verdadero. De pronto doña Hortensia se creía Rosa. No fue extraño que el nuevo nombre contuviera al primigenio, así se las gastaba el tapiz. Y por más que ella nos insistía en que la dejáramos de llamar Hortensia, el abuelo nos había adoctrinado para que no lo hiciéramos. En casos de mutación de nombre el procedimiento del ritual que era necesario llevar a cabo constaba de dos pasos. El primero consistía en doblar la esquina que había hecho de las suyas manteniendo un pequeño espejo ante el rostro de la persona que había sufrido la mutación. El segundo especificaba que había que hacerlo llevando en la boca una ramita de nomeolvides. Lo del espejo no entrañaba mayor problema, la cuestión estaba en que el nomeolvides tenía que haberse sembrado en el jardín de la casa donde confluían todas las esquinas, y el abuelo, todavía inexperto, solo había plantado petunias. Nunca le vi tan nervioso como en aquellos días. Tenía pavor a que doña Hortensia saliera de casa y entablara relación con algún desconocido presentándose como Rosa, en cuyo caso había peligro de traspasar la frontera del olvido. Así que el abuelo le dijo: «Hortensita, olvídese de salir en unos días. Están cayendo gotarrones como puñales. Y se espera el temporal del siglo». Se bajaron todas las persianas de la casa de todas las esquinas para que no se diera cuenta de que lucía un sol espléndido. Al extrañarse doña Hortensia de no oír el repicar de la lluvia, el abuelo le contó que en esa casa las gotas de agua caían en silencio y sólo en la calima se escuchaba el repicar de la lluvia. Cuando al fin creció el nomeolvides el abuelo convenció a la susodicha contándole que andaba ensayando una obra de teatro y en la que interpretaba a un loco. Así que le pidió que para meterse mejor en el papel le acompañara imitando todos los disparates que hiciera. ¿Me permitiría estas excentricidades, bella dama?, le preguntó. A lo que la buena señora contestó que se las llevaba permitiendo desde que se conocían, por lo que no veía motivo para cambiar a esas alturas. Y así, doblando la esquina Taiga, mientras ambos se enfocaban sus respectivos espejos llevando una ramita de nomeolvides en la boca, la bella dama recuperó su nombre. Se produjo el fenómeno del retorno. Sin que ella se diera cuenta se desvaneció la ilusión y doña Hortensia volvió a ser doña Hortensia, quedando restaurada la órbita natural del mundo.
El abuelo demostró su maestría en el caso del velero azul, que me tuvo a mí como aciago protagonista de una metamorfosis. Al doblar el abuelo una mañana la esquina Fuji se encontró un pequeño velero de madera azul celeste en el suelo. Nos preguntó a todos los que le visitábamos si habíamos doblado esa esquina con algún objeto. Nadie recordaba nada. El abuelo recorrió cada rincón de la casa intentando averiguar si faltaba algo. Nada echaba de menos. Hasta que varios días después me llamó por teléfono y me dijo: «Camarada, (solía llamarme así), mira en tu caja de lápices de colores y dime si te falta el azul celeste». Se me cayó el mundo a los pies. Fui corriendo hasta mi habitación con el corazón cabalgando como potro desbocado y pidiéndole con fervor a todos los dioses del universo que por favor, por favor, por favor estuviera el azul turquesa en la caja. Pero no estaba. El abuelo lo había clavado. La figurita del velero azul era en realidad mi lápiz turquesa, que de tanto usarlo estaba al borde de extinguirse. Acostumbraba a guardármelo en el bolsillo del pantalón porque le tenía un especial cariño. Debió caerse sin que me diera cuenta. Me sentía muy triste por mi error, el abuelo se había quedado varias noches sin dormir por mi culpa intentando descubrir la realidad dentro del espejismo. Sin mencionar el peligro que corría la órbita natural del mundo a causa de mi descuido. Pero el abuelo me tranquilizó diciéndome que no me preocupara, que la órbita natural no había corrido peligro alguno. El velero aún no había cruzado la frontera del olvido y aún podía recordar que en realidad era un lápiz de color turquesa. Él lo había observado muy atentamente y había creído entrever la punta del lápiz en la cúspide de la vela. Pero me previno seriamente. «Mantén los ojos bien abiertos. Hay que estar muy atento, camarada, porque en cualquier esquina se agazapa la fantasmagoría».
Meses más tarde, le pude demostrar mis progresos doblando la esquina Sonora. Iba pensando apasionadamente en la bicicleta que me acababan de regalar cuando empecé a notar algo raro en mi mano derecha. Miré el reloj, los números que representaban las horas estaban desapareciendo y la esfera se estaba convirtiendo en un trilobites. Me quité muy rápido la bicicleta del pensamiento y me concentré en el presente. Conseguí que el fenómeno cesara. Cuando se lo conté al abuelo me miró y dijo: «Tienes la chispa del Guardián de la Llama, camarada, no es fácil contener el influjo durante el proceso de transformación». Y me felicitó porque imaginaba el esfuerzo que había tenido que realizar. En realidad, contener el influjo no me resultó difícil, lo complicado fue renunciar a un fascinante trilobites. Yo me sentía muy orgulloso de haber interferido en la vida de los objetos, me consideraba ya al borde de la maestría. Qué iluso era. Atisbar la vida en los objetos era tan solo adentrarse en el sendero. Pero avistar las memorias que guardan y las sombras que proyectan era recorrerlo.

Ese era el tiempo en el que bullía la vida dentro de una caja de cerillas. El lugar donde el abuelo la dejaba siempre era el epicentro donde confluían todas las esquinas. En ese pequeño objeto recaía toda la presión magnética del asunto, lo que provocó que los fósforos desarrollaran la capacidad de pensar. Yo los oía divagar dentro si me concentraba mucho mirando la caja. El hecho de haber nacido en aquella casa sumado a las enseñanzas que iba aprendiendo del abuelo me iban permitiendo conectar más y más con los objetos. Aprendí a hacerme uno con aquellos fósforos. Vueltas y más vueltas daban alrededor del concepto de espacio exterior. Cuando el abuelo cogía la caja de cerillas para encenderse la pipa yo corría a su lado y me concentraba mirando la caja para ver si conseguía oír lo que allá dentro se pensaba. Él abría la caja y ellas creían que se abría el cielo. La mano del abuelo era para ellas como una criatura colosal que las sacaba al espacio exterior. Desde su perspectiva, se levantaba como un velo la oscuridad y se producía el fulminante resplandor. Cada vez que se abría el cielo por unos segundos y sacaba a una de ellas se avivaba dentro una luminiscente curiosidad. Las cerillas que quedaban en la caja veían cómo iba creciendo el vacío. ¿Qué habría afuera?, barruntaban. ¿Atravesarían el cielo ellas también? Imaginaban a las demás en un lugar tan luminoso como mil lenguas de fuego. Algunas veces visualizaban a una pléyade de cerillas danzando bajo un cielo iluminado, en un lugar donde se podía bailar hasta el amanecer y cuyo cielo se abría para añadir otra cerilla.
Pasado el tiempo llegó el momento en que quedaba un solo fósforo en la caja de cerillas. Pero el abuelo no estaba destinado a abrirle el cielo. Murió, siendo aún Guardián de la llama, hundiendo sus raíces en la casa de todas las esquinas, antes de que necesitara dar lumbre a su pipa. Pocos días después, al coger la caja y abrir el cielo, atisbé una sombra. Prendió la llama de la memoria. De esa ultima cerilla escaparon olores de innumerables plantas, recuerdos de objetos (ya muy lejanos) de la casa en la que confluían todas las esquinas, risas, melodías de armónica y trombón. Vi asomarse el abismo cerúleo tan atrayente de su mirada, cada una de sus acogedoras sonrisas y flotaban por toda la caja todos los «camaradas» que me llamó. La sombra del abuelo destellaba y decidí que aquel fósforo quedaría sin prender para que siguiera encendiendo recuerdos. Era infinitamente más útil que las fotografías, porque las fotografías en la casa de las esquinas desprendían un halo de muerte. Pero la sombra del abuelo quedó impresa, bien viva, en el último fósforo.
Sin embargo, muchos son los peligros que acechan a un objeto de uso cotidiano. Sobre todo si se comete la torpeza de no ocultarlo a la vista de los que desconocen la sombra que proyecta.
¿Qué ve el ojo no entrenado de aquel que busca encenderse el pitillo? Una caja de cerillas.
¿Qué ve el fósforo solitario? Abrirse el cielo por octogésima vez y, al instante, el fulminante resplandor.
La última cerilla, al igual que la sombra del abuelo, estaba destinada a dar lumbre.

sábado, 19 de marzo de 2016

Refugio

(Arturo Lucero)

Para Yolanda

En el principio era la Nada, página en blanco, inmensidad flotando en un infinito de probabilidades. Al siguiente parpadeo el verbo se hizo sendero, la tierra fue acantilado y el cielo se esculpió en forma de casa azul. El Tiempo olvidó su cualidad lineal y decidió operar en círculo en ese mundo imaginario. Así se materializó Refugio, creado por una entidad invisible, dama nocturna para más señas, que imaginó cada guijarro de piedra y donde en una curvatura de tiempo concreta viven una muñeca, un bosque de sauces y un gato.
A la casita azul, que en su día fue roble y todavía recuerda su vida de árbol, se le insufló una vida capaz de albergar sentimientos, con la habilidad de construirse un destino. Pero lo más importante, la esencia superlativa es que la casa tenía baranda, una baranda donde la muñeca afirmaba el firmamento. Allí subida se pasaba las noches, contemplando el techo estrellado mientras el gato maullaba a la luna y los sauces de sonrisa perenne murmuraban su rumor de hojas. Así se desarrollaba el círculo del tiempo hasta que un día amanecieron y no podían creer lo que vieron sus ojos. La baranda había cedido. Intentaron volver a construirla pero pronto se dieron por vencidos, era una tarea inasequible para un gato y una muñeca. Los días pasaban y la tristeza les mordía fieramente, ella necesitaba su atalaya al firmamento y él maullarle muy cerca a la luna. Se miraban a los ojos como preguntándose quién sería capaz de hacerles una baranda, quién les devolvería la cercanía del techo estrellado. El bosque de sauces, que se estaba contagiando de la pena desprendida por el gato y la muñeca, la sentía impregnándose en sus troncos como un perfume. Fue el sauce anciano quien mandó un mensaje a todos los habitantes con un murmullo de hojas: no alimentéis la pena. La baranda está en proceso de recrearse.

Cuando la muñeca despertó una mañana de un sueño inquieto se encontró en la cama atada de pies y manos. Intentó liberarse pero fue en vano. Inquieta, buscaba a su alrededor al gato con los ojos. Entró en pánico. El gato estaría persiguiendo mariposas rojas como cada mañana y no volvería hasta el atardecer. ¿Por qué me atan?, se lamentaba. «Estoy yo», oyó susurrar a la casita azul. La muñeca sintió en su pecho de tela una serenidad inmediata. Cerró los ojos y en su interior se le dibujó un jardín lleno de rosas blancas. Flotando en esa fantasía se aquietó hasta que oyó un ruido desconocido. Abrió los ojos y vio a un lirón sentado en el alfeizar de la ventana. Los ojos de la muñeca brillaron luminiscentes. El lirón se acercó, estuvo un rato husmeándole el pelo y la cara como si comprobara que ella era la muñeca que buscaba. Al resultar satisfactorio el reconocimiento comenzó su tarea que consistía en roer las cuerdas. Una vez las hubo desgarrado por completo se escabulló raudo para volver a su mundo. La muñeca echó a correr detrás de él siguiendo las pequeñas huellas hasta llegar al comienzo del sendero, donde ya no había ni rastro del lirón. Consultó al oráculo de sauces y le respondieron que se había ido por donde había venido. A través de una grieta abierta en el cielo.

Un día de otoño, cuando la muñeca y el gato dormían, las copas de los sauces de sonrisa perenne comenzaron a agitarse. El rumor de hojas inundó todo Refugio y en el cielo apareció una grieta, refulgente estalactita de fuego. De la grieta surgió en el sendero una hilera formada por siete individuos de caracoles. Sin deshacer la fila se dirigieron uno a uno, muy poquito a poco, hacia la casita azul. Cuando llegaron a los restos de la baranda, ceniza de piedra, se colocaron cada uno encima de un trozo y se metieron en sus respectivas espirales de concha. Cuando la muñeca y el gato se percataron de la existencia de los nuevos habitantes se miraron extrañados sin comprender nada. Nunca antes habían visto caracoles en Refugio. Pronto se olvidaron de ellos y se alejaron hacia el bosque de sauces. La muñeca se entretuvo hablando con una solitaria rosa blanca y el felino se dedicó a perseguir mariposas rojas hasta que se aburrió. Adoptando una postura regia se sentó bajo un árbol donde comenzó a bostezar indolente. Cuando estaba a mitad del proceso una de las mariposas rojas se introdujo en sus fauces y casi sin darse cuenta se la había tragado entera. La muñeca, que se había sentado a su lado y lo había visto todo se quedó con la boca completamente abierta. De repente, un remolino compuesto por mariposas rojas apareció de pronto y fueron creando un círculo alrededor de los dos hasta que los rodearon por completo. A través del vórtice creado cayeron, cayeron, cayeron...

Dos pies de gomaespuma y cuatro patas pisaban la arena cristalina de una playa. Lo primero que vieron fue a un hombre sentado a la orilla de un inmenso mar turquesa. Silbaba. Se acercaron a él y observaron que escribía con una ramita un nombre en la arena: kassiopea. Una ola lo borraba, el hombre sonreía y de nuevo volvía a escribir: kassiopea... El gato y la muñeca se sentaron al lado de él. Invadidos por una deliciosa serenidad recorrieron el horizonte magenta como hipnotizados, olieron el salitre y la marea les inundó los sentidos. Pero no era ese su mundo y el mismo vórtice que los había traído los devolvió a Refugio.
Al entrar en la casita azul observaron varios objetos que no estaban antes de caer en el remolino de las mariposas. Se trataba de un cuadro y tres caracolas. Colgada en la pared se veía la playa que acababan de visitar. Una rama de roble descansaba a la orilla del mar turquesa y el nombre de kassiopea estaba inmortalizado en arena, sin ola que lo borrase. Cuando acercaron sus oídos a las caracolas se sorprendieron mucho. El hombre silbaba desde el otro lado. De golpe, les llegó el aroma a salitre y volvieron a ver el horizonte magenta. Comprendieron ambos al instante que en todas las cosas que existen en Refugio late un propósito. Todo era debido a esa dama nocturna, invisible diosa, que a pesar de andar muy lejos les tejía siempre un camino y nunca se olvidaba de ellos. Palpitarse muy cerca estando tan lejos era un sentimiento de lo más resplandeciente, pensaron los dos.
Al salir fuera de la casita se detuvieron en seco. Se les hinchó el alma cual globo y una sonrisa perenne igual a la de las sauces se instaló en sus corazones. Había baranda de nuevo. Allí estaba la hilera de los siete caracoles recorriendo la atalaya al techo estrellado. Porque cuando hay voluntad acaba surgiendo un sendero y donde hay caracoles siempre crece una baranda que recorrer. Esa es la manera en que funciona la naturaleza de este universo, donde todos los elementos cooperan entre ellos dentro del círculo del Tiempo. Así, muy poco a poco, se va tejiendo el camino, un camino que permite a un gato maullarle muy cerca a la luna y a una muñeca afirmar el firmamento.