jueves, 1 de septiembre de 2016

Diecinueve velas a Santa Catalina (Barquita III)

(Para Caleto y Jilguero, vecinos que me prestaron tinta).

«Hay un veneno que te hiere solo si lo descuidas».

Serenito Williams Luna

Volvió mi tía Catalina una madrugada de marea muerta con luciérnagas en los ojos y cuatro objetos importantes en la maleta. Traía un reloj de arena, un disco de Ray Charles, una talla de madera de un hipocampo y dos geranios secos dentro de una botella. En su bolsillo derecho, una bolita azul de algodón.
A la mañana siguiente llamó a la puerta del profesor de guitarra y este le abrió con un loro verde fosforito posado en el hombro izquierdo. El señor Emilio se sorprendió tanto de verla que a punto estuvo de cogerla en volandas y ponerse a dar vueltas como un derviche con loro incluido, pero se contuvo a tiempo y en lugar de eso dijo: «Dichosos los ojos, doña Catalina». «¡Catalina!», imitó la criatura. «Bonito loro, amigo mío», dijo ella. Él le explicó que el loro había entrado un día por la ventana y se había instalado cual natural inquilino. A continuación la invitó a entrar diciendo: «Tengo un notición para usted. Pase al salón y vea.» «¿Cómo la ha encontrado?», le preguntó conmocionada y con una sonrisa en los labios al ver de nuevo LA barquita. Se lo contaré todo, uno de estos días. «¿Sale el niño poeta?», fue lo primero que preguntó mi tía. «No, hace mucho que ya no sale», respondió él con tristeza. Añadió que ya habría tiempo para que supiera sobre el niño poeta y le pidió que le contara todo lo que había vagabundeado por el mundo, todas las vivencias que traía. Mi tía le dijo que de vagabundear por el mundo, nada de nada. Pero que traía amaneceres y puestas de sol impregnados en su piel como salitre del mar. Y visiones de unos ojos nuevos, surgidos en la oscuridad de una cueva. A continuación sacó un paquete que llevaba en un bolsillo y se lo dio. Era un caballito de mar que había comprado expresamente para él. «Es caballita», precisó mi tía, y comenzó a hablarle del hombre que lo había tallado.
Era yerbero. Se habían conocido en un mercado donde él vendía sus figuritas de color siena tostada. Hablaron un rato sobre los motivos náuticos que más utilizaba y de repente él le dijo: «Lleva usted un profundo mar turquesa en los ojos». Mi tía le miró raro. El yerbero le explicó que había nacido en Ojo de Agua y que la sabiduría de sus ancestros le permitía identificar raudo a las personas que él denominaba «individuos acuáticos». A mi tía le vino a la mente aquella vez que siendo niña estuvo a punto de ahogarse. Y le contó la historia. Sólo guardaba tres imágenes en su mente que parecían haber sucedido en el mismo momento. Lo primero fue el abandono, la total rendición que se apodera de uno ante la inutilidad de los esfuerzos por salir a flote. En segundo lugar, el rostro de los ahogados, de todos aquellos que se había tragado aquel mar y la fuerza que ejercen para llevarte con ellos. El tercer momento era el brazo hercúleo de aquel desconocido que la había sacado de un tirón fuera del agua. Desde entonces llevaba la memoria de los ahogados adherida a ella. El yerbero dijo: «Todos manamos de la fuente y todos vamos dejando algún que otro reguero de agua en esta vida». Y añadió con un brillo extraño en los ojos: «Nada acuático me es ajeno». Al poco rato le preguntó si quería mirar dentro de sí misma. Lo que fue respondido con una afirmación. Le dio la dirección de su casa y la citó para la noche. Mi tía lo miró fijamente a los ojos durante unos segundos y accedió.
La casa del yerbero, repleta de oscuridad, parecía una cueva. Únicamente unas pocas velas iluminaban la estancia principal. Sonaba Ray Charles. En cuanto él supo que era española le habló de una compatriota de mi tía que había conocido en un aeropuerto y de cómo le había devuelto su sombra. Mientras realizaba un extraño mejunje, moliendo semillas y triturando hojas, le fue contando toda la historia, pero mi tía no prestó mucha atención porque estaba como hipnotizada ante la preparación de la tisana. Al terminar la narración ella le preguntó: «¿Eso no será una droga?» Él respondió que sí. Pero era una droga que te mataba solo si no la tomabas. «Es un veneno que te hiere solo si lo descuidas», fueron sus palabras exactas. Mi tía decidió aventurarse. Dejó que el yerbero moliera y triturara a su aire y acercó una vela a una de las paredes en la que se adivinaban dibujos pintados. Vio una puerta, una laguna, un campo de geranios. Vio cometas que representaban peces llevadas por niñas con largas melenas de algas. Y frases, frases por toda la pared, con letra diminuta, que ni con la vela pudo descifrar mi tía. Le llamó la atención un acuario sin agua en el que reposaban hipocampos y peces de madera. Cada uno era distinto, todos tenían un detalle que les dotaba de singularidad.
El yerbero le avisó de que ya estaban preparadas las tisanas, golpeó con su mano varias veces el cojín que estaba a su lado para que mi tía se acomodara, y cantó en una idioma para ella ininteligible. Al terminar el ritual, bebieron.
Un velo se rasga. Mi tía abre los ojos hacia dentro. Una puerta de enormes dimensiones se abre, ve un sendero con pétalos de geranios amarillos. Se adentra y observa que hay en el suelo unas hojas escritas. Recoge una. «Haz lo que te salga del floripondio», lee. En todas las hojas aparece escrita la misma frase. «Eso pensaba hacer», se dice mi tía. Mira hacia arriba. Decenas de cometas llenan el cielo. Vuela una guitarra sin cuerdas, vuela un tirachinas que lanza nubes. Una de esas nubes va formando una imagen poco a poco. La de un muchacho en moto. Vuelve a transformarse la nube. Ahora el muchacho en moto se ha convertido en un frondoso cerezo.
Continúa caminando embobada observando las cometas cuando se tropieza con una mujer con una cicatriz en la frente. Es un ocho en horizontal. Se quedan las dos en silencio mirándose. A mi tía le suena de algo. Al rato, la mujer dice: «Vengo de ponerle diecinueve velas a Santa Catalina. Yo, que no le he dado ni los buenos días a un santo en mi vida». Y desaparece al instante dejando a mi tía con una sonrisa en los labios. A lo lejos atisba una laguna, una vez allí se queda flotando una eternidad. Siente que todo alberga un patrón que tiende a la benevolencia. Toda una urdimbre de hilos la rodea, resonando con un tono extrañamente familiar que le hace llorar. Suena como la melodía más bonita del mundo. De pronto la música cesa y un velo vuelve a caer como muro de cemento.


Mi tía Catalina abrió los ojos y supo que era una semilla de tamarindo. Y sintió cómo le palpitaba el bosque de sus vástagos muy adentro. Cuando su vista se acostumbró a la penumbra vio al yerbero escribir en una de las paredes. Por la mañana, al acercarse para ver lo que había escrito, leyó: «Haz lo que te salga del floripondio».
La noche siguiente, con la luz de la luna llena inyectada en los ojos, volvió el yerbero a preparar una tisana especial.
El velo se rompe. Abre mi tía los ojos hacia dentro. Una ventana diminuta se abre y un campo de geranios se despliega ante ella. A sus pies hay una barquita dentro de una botella. La coge y le susurra: «Yo te traeré el mar». Y sus lágrimas, que empiezan a brotar de manera instantánea, se derraman dentro de la botella. Mientras observa mecerse a la barquita se escucha decir a sí misma: «Un poema de agua para una barquita varada». De manera repentina una sensación de belleza sublime, de paz innominada invade su mente. Ray Charles en persona le está cantando al oído «Blues is my middle name». Sigue caminando por un sendero de pétalos naranjas y se encuentra un buzón con forma de pez. Lo abre, saca un folio de su interior en el que las palabras revolotean por toda la hoja. De pronto cesan su danza y mi tía descifra el mensaje. «Querido profesor de guitarra, gracias por escribir como el que libera de su jaula a las palabras». Levanta la vista al cielo y ve nubes negras acercándose. Un velo brumoso le impide a mi tía atisbar claramente. Quiere gritar pidiendo ayuda pero no puede, no le salen las palabras. Hace un último esfuerzo y descubre horrorizada que le brotan serpientes de la boca. Un miedo atávico le recorre por completo y echa a correr fuera de sí. Surgen maléficas sombras por todas partes, un estrépito de susurros que mi tía relaciona con almas en pena resuena ensordecedor. Y el velo resurge, suave como un pétalo.

Decidió mi tía que no volvería a probar de aquella tisana. Las serpientes le daban auténtico pavor. El yerbero la escuchó atentamente y al terminar ella de narrar el trance comenzó a tallar una de sus figuritas. Ya de madrugada, se la mostró. Era una serpiente. Mi tía sonrió y dijo: «Estas no me dan ningún miedo». Él le devolvió la sonrisa y comenzó a contarle una historia, al abrigo de siete velas, sobre aquella serpiente que nos liberó de la ignorancia. La que era imagen de Quetzalcóatl, la que era símbolo del conocimiento y nos reveló que nosotros también éramos dioses. «Nacimos con el paraíso y el infierno bien mezcladitos, Catalina. Con el pálpito divino escondido en la cueva que cada uno llevamos dentro y con nuestros monstruos babeando sombras», dijo. Le aconsejó que no temiera a la serpiente. La serpiente era la puerta que llevaba al Uno, la que veía detrás de la máscara. Si se buscaba detrás de la máscara se acababa encontrando la misma energía en todas las cosas. «Déjela surgir, déjela serpentear y le revelará las respuestas que necesita», dijo. Pero mi tía no consintió en volver a probar la tisana de la serpiente, aunque sí siguió tomando de las suaves, como las llamaba ella. Porque esas tisanas le contaban cuentos. Cuentos acerca del origen y el destino, del eterno retorno, de la fiesta de disfraces, pero sin serpientes. Y gracias a ellas supo mi tía que el mundo era un tablero y todos éramos, de alguna manera, todas las piezas. El tablero mismo, incluso. Y el espacio lleno de vacío en donde flotaba la inmensidad.
Le fueron revelados los cuentos sobre el reverso substancial de la vida, que no cesa de moverse hasta que la muerte la convierte en una imagen fija. Una voz que parecía provenir del otro lado del firmamento le habló acerca de que todo permanece, escondido en la gran memoria del océano. «Una fracción de un instante basta para ensanchar la respiración y sumergirte en el vasto océano», dijo la voz. «Un solo instante basta para encender el universo».

Por aquellos días un reloj de arena fue la medida del tiempo. El reloj de arena era para el yerbero un recordatorio para estar presente. Necesitaba ese artificio para no perderse en los senderos de su pensamiento. Pero sobre todo para relativizar el tiempo. Ponía mucho énfasis en que Catalina se acordara de darle la vuelta cuando terminaba de caer la arena, pero ella se olvidaba cada dos por tres. «¡Carajo, Catalina! ¡Otra vez se le ha olvidado darle candela al reloj!», le increpó una mañana. Mi tía, que se estaba pintando las uñas de los pies, agarró un trocito de algodón que utilizaba para separarse los dedos y se lo lanzó. El proyectil le acertó en toda la napia. Se quedó un instante como desconcertado y, de inmediato, salió de la casa. Volvió con un arsenal de algodón, declarando una despiadada guerra contra mi tía. Algunas acabaron en el acuario y ahí se quedaron, como burbujas en un mar sin agua. Muchas otras se quedaron diseminadas por todo el salón. De vez en cuando uno de los dos le lanzaba una bolita al otro y comenzaba otra lucha algodonosa.
Un día descubrieron que las bolitas de algodón iban desapareciendo. Hasta que se dieron cuenta de que estaban siendo sustraídas por una lagartija que se llevaba el botín a su nido. Se convirtió en algo habitual dejar bolitas de algodón cada noche para la lagartija, como el que le da miguitas de pan a un pajarillo. Compraron algodón de colores porque mi tía no podía permitir que en el nido imperara el monocromatismo. «Necesita azules, violetas y amarillos para contrarrestar la monotonía del blanco. También le vendría bien algo de un naranja potente para romper un poco con los tonos pasteles», argumentó. A lo que el yerbero, con un tono socarrón, contestó: «El problema son las cortinas, que no sabemos de qué color las tiene y podemos provocarle una intoxicación cromática». Respuesta que bien se mereció una mirada perdonavidas por parte de mi tía, que había desarrollado en esa faceta una maestría de samurái.
Aquella noche, cuando terminaron de desperdigar bolitas de algodón de colores, mi tía le confesó el porqué de haber acabado en esa ciudad. Le contó la historia de una barquita arrebatada por el mar, le habló de la ceniza la garganta, de luciérnagas esquivas que se niegan a alumbrar negros pozos. «Mis sueños iban al compás del balanceo de aquella barquita», le susurró al oído.
El yerbero se marchó a la mañana siguiente. Volvió a los cinco días trayendo una barquita dentro de una botella y dos geranios. Cogió mi tía los dos geranios y los metió en otra botella. «Germinarán sus vidas juntos en esta botella», profetizó. Luego cogió la que tenía la barquita y le dijo al yerbero: «La llevaremos a donde pertenece». Al instante se imaginó mi tía en la playa, echando al mar la botella con la barquita dentro. Para que supiera de las profundidades, para que hiciera de morada a pequeños seres oceánicos. Y, pasado mucho tiempo, la encontrara un submarinista con una pareja de hipocampos pigmeos dentro. El mensaje de la botella estaría claro: una barquita es una morada.
Así lo hicieron. En el preciso momento en que mi tía lanzaba la botella al mar, como si fuera cosa de nigromancia, se evaporó la ceniza en la garganta. Ya no tendría que salir a pescar más luciérnagas. Bastaba con ensanchar un luminoso instante y se encenderían luciérnagas a borbotones.

Una noche de esas de luna llena en las venas el yerbero se preparó una tisana especial y comenzó a escribir a la luz de las velas. Farfullaba lo que escribía mientras su cuerpo iba meciéndose como hacen los judíos al salmodiar. «Nosotros fuimos, en su momento, nuestros propios antepasados», acertó a oír mi tía. «Por eso aprender es recordar». Se quedó callado un instante, la mirada trastornada y continuó murmurando, más silencioso. Pasado un buen rato dijo: «Todo es un juego soñado. Pero el soñador está tan cerca, Catalina, que pasa desapercibido muy fácilmente. Y los monstruos son tan fieros que se necesita la fuerza del mar para contenerlos». Estuvo cabizbajo el resto de la noche. Le agarró la serpiente, pensó mi tía.
A los pocos días se fue el yerbero una mañana sin haberle dado candela al reloj de arena, desvaneciéndose como el que se metamorfosea en hoja seca y solo obedece al viento. En la pared resplandecían varias frases nuevas: «Salí a pescar luciérnagas, Catalina. Tuyo es Ray Charles, tuyo el reloj de arena que mide el acuático tiempo. Y tuya es mi cueva».
Al atardecer ella le pintó en la pared un dibujo chiquito de una barquita dentro de una botella, junto a dos geranios. Sacó una burbuja de algodón del acuario sin agua y se la guardó en el bolsillo. Dejó el acostumbrado reguero de bolitas para la lagartija. Cuando tuvo empacadas sus cosas cogió el reloj de arena, que aún marcaba la última hora, y se embarcó de vuelta. A pesar de que aún sentía el amargo regusto de la ceniza en la garganta, ya notaba mi tía cómo le revoloteaban en los ojos las primeras luciérnagas.

Pescador sin barca (Barquita II)

El barquero Caronte, aquel que guía a las sombras errantes,
embarcó ese atardecer a un pescador con un verso bajo la lengua.


Un atardecer de marea viva encontraron muerto al pescador sin barca junto a la orilla. Hallaron a su lado una pecera redonda. La mano derecha, totalmente cerrada, se aferraba a un objeto. Con las patitas posadas en su pecho gorjeaba un jilguero. Los sonidos que emitía el arcoiris emplumado inundaron la solitaria playa. Se mantuvo quieto con la cabeza oteando hacia el mar, hasta que emprendió vuelo rumbo al horizonte, minutos antes de que se llevaran el cuerpo.

***
Le había comprado aquella barca, por entonces desconchada, hacía treinta años a otro pescador, hombre partido, con el vaivén roto por mar embravecido. Reparó los desperfectos, exilió las telarañas y rescató de la invisibilidad cinco rayas que pintó verde bosque. De nombre le afloró Geranio y así comenzó la travesía. Navegando en aquel bosque el mundo se hacía pequeñito, la mente se aquietaba y el pescador se aventuraba a entonar sus cánticos como niño que echa a volar su cometa. Se sorprendió al descubrir que abrevando de una barca se encendía la madrugada. Duró treinta años. Treinta años de círculos en el mar, treinta años de acostumbrarse a estar sin otra compañía que la de los peces. Treinta años de plenitud en calma que una infausta tarde se tragó la mar. Un hombre en un velero fue quien impidió que se lo llevara a él también. Ha vuelto a nacer, le dijo varias veces aquel hombre. Él asintió con un movimiento de cabeza. Mientras, en su interior, con el alma empapada en pena se lamentaba de que hubiera aparecido aquel maldito velero.
Una vez roto el hilo esmeralda que unía al pescador con su barca se fue descomponiendo toda su realidad. Pescador sin barca no deja estela en el agua. Un dolor en el pecho se instaló de repente y sentía a veces como se le descabalgaba el corazón. Vagaba por las calles afligido por la abisal lejanía de Geranio, gemía con el viento sus lamentos, mascullando la rabia. ¡De qué manera arañaba la ausencia de un bosque verde! Tenía que luchar contra una fuerza que le empujaba hacia la playa para enterrarse bajo el agua. Por las noches iba a la taberna y allí se quedaba hasta altas horas de la madrugada, tragando la pena, una pena de astillas entre los dientes. O bien balbuceando sus pétalos de nostalgia en voz queda. Por la noche se le hacía más difícil respirar el desaliento, de noche se palpaba mejor el naufragio.
Una noche de taberna, apoyado en la barra, escuchó risas y mofas susurradas a sus espaldas. Se giró y vio unos muchachos que ocupaban una de las mesas mirándole con descaro. Nunca sabréis lo que significa una barca, pronunció borracho con voz atronadora. El tono que le imprimió a su voz fue tan estentóreo que murmullos y risas cesaron de inmediato. Uno de los clientes que estaba a su lado en la barra prestó atención. Se acercó y se sentó a su lado. Yo sé lo que significa una barca, le dijo al oído. El pescador lo miró con desconfianza y se dio la vuelta hacia la barra. Yo tengo una barquita azul que cura ausencias y vacíos, añadió aquel hombre. El pescador continuó en silencio y el desconocido le explicó que en el interior de esa barquita vivía un niño poeta. Y, en ocasiones, encendía fogatas de versos en las noches de plenilunio. El pescador supo al instante quién era. Había oído hablar en el barrio de ese al que habían apodado el «loco de la barca» porque se había quedado chalao perdido con una barquita de juguete. Levantó la cabeza hacia el hombre, lo miró despreciativo y se encaró a él rostro con rostro. Yo hablo de una barca de verdad, no de un trozo de plástico para entretener niños, masculló. Bebió un gran trago de lo que estaba tomando y continuó diciéndole que no tenía ni idea de lo que era una barca con la que recorres nudos y nudos, una barca que te ayuda a ganarte la vida, que se convierte en tu fiel compañera y te salva decenas de veces de morir ahogado. Una barca a la que ves cómo se la traga una ola. ¡Qué sabía él de todo eso! El hombre bajó la cabeza pensativo. Sabía de ausencias que acechan detrás de cada pensamiento, de cenizas en la garganta, de horas y horas de búsqueda obsesiva sin más testigo que la madrugada. Y lo más importante, del amor a una barquita que había salvado dos vidas. La suya y la de aquella que vagabundeaba por el mundo, desconociendo que había sido salvada. Pero no dijo nada, porque en el momento en que iba a contarle todo aquello el pescador se levantó, se puso el abrigo y abandonó la taberna.
Sentía otra vez el grito del mar en las tripas, otra vez la voz de las algas ejerciendo su atracción. Se dijo que no, que no quería, por mucho que una parte de él necesitara fieramente enredar su cuerpo entre las algas. Por mucho que le incitara a hacer de él una estatua submarina de carne y hueso no apagaría la fogata de los recuerdos.
En medio de la lluvia de pensamientos una frase bombardeó su mente: «Yo tengo una barquita que cura ausencias». Y aquella noche, cuando volvió a la taberna, no fue a buscar la pena plañidera, sino al loco de la barca.

El barquero le llevó a su casa y le enseñó la bahía donde la venerada flotaba. La impresión le dejó petrificado, sintió un latigazo en el corazón. Excepto en los colores, aquella barquita era idéntica a Geranio, pero en miniatura. Tuvo que sentarse en un sillón, donde se quedó paralizado, mudo. El barquero atribuyó aquella impresión y ese mutismo al natural efecto que ejercía la bahía. Sonrió con una mueca de satisfacción vanidosa que venía a significar: «Te lo dije, pero no me creíste, hombre de poca fe». Aprovechando la circunstancia, como si liberara un torrente de sentimientos, comenzó a hablarle de Catalina, que era la pionera en esto de rescatar barquitas. Le contó con pelos y señales lo que pasó aquella noche en que ella la encontró y cómo había acabado apareciendo un niño poeta. Recalcó que ella era la maestra suprema en hacerlo brotar y confesó, entristecido, que ya no salía el niño sin Catalina.
El pescador continuaba en silencio, lo que le empujó a hablarle de aquella tormenta que se había llevado la barquita y la consiguiente ceniza en la garganta de Catalina. De lo valiente que había sido yéndose a bucear por el mundo en su busca. Acabó su monólogo contándole lo que le quitaba el sueño y que hacía que visitara la taberna más de la cuenta. La hiriente sincronicidad. Esa lacerante veleidad del destino decretando que fuera él quien encontrara la barquita, cuando ella ya se había ido, una noche de lluvia torrencial como nunca antes ni después había visto.

El pescador sin barca cambió las noches de taberna por noches de vaivén. La observaba flotando en la bahía y pensaba en cómo era posible que se le asemejara tanto. Parecía magia, se decía, si no a ver quién era el listo que le revelaba de dónde salía ese balanceo igualito al de Geranio. Y de paso que le explicara también cómo podía sentir a su barca latiendo justo en el pecho cada vez que tocaba aquella simplicidad de juguete. Y cómo, cerrando los ojos, podía sentir que navegaba en su barca verde bosque.
Una de esas noches le hizo partícipe al barquero de su barca llamada Geranio, revelándole que era una copia idéntica a la que flotaba en la bahía excepto por los colores. Que él mismo había resucitado aquellas cinco rayas pintándolas de verde bosque. Le habló de aquella pena de astillas entre los dientes, del desaliento, pero sobre todo de la nostalgia descarnada. Nostalgia que, ahora lo veía claro, se había ido tejiendo ella solita con cada encendida madrugada. El barquero, escuchándole, se acordó de aquellos versos del poeta que tenía el horizonte mordido de hogueras: «Es inútil callarla. Es imposible callarla. Llora por cosas lejanas». El pescador le reveló la estupefacción en la que se hallaba, lo que experimentaba al tocar aquella pequeña barca, le habló del escalofrío perpetuo que le recorría de punta a punta de su cuerpo. Y cómo se le había borrado toda esa niebla al sentir que había recuperado a la que perdió.
Empezó el barquero aquella noche a rumiar una idea que, de sólo contemplarla, le partía en dos. Veía lo que estaba cambiando a ese hombre la barquita. Por más que lo intentaba no podía quitarse de la cabeza lo mucho que le recordaba a aquella a la que debía su bahía. La decisión la tomó una noche de luna llena en la que, momentáneamente, apareció el niño poeta. «He arrojado mi nombre a la calle del mar», declamó. Lo que acabó por confirmarle aquello que llevaba días cavilando. Debía prestársela, ese verso quizás pudiera tejer el hilo de Ariadna que llevara al pescador a enterrar la nostalgia descarnada. Y así fue, porque desde ese momento el verso sería amuleto ante la muerte y se les quedaría grabado a los dos latiendo bajo la lengua.
El barquero se la prestó con una condición. Si volvía aquella a la que él esperaba debía retornar la barquita a su bahía. Puso mucho énfasis en que se asegurara de que dispusiera de agua donde mecerse. Nunca dejes varada la barca, fue la última frase que escucharía del barquero.
El pescador sin barca decidió que no había mejor recipiente que la mar y volvió a la playa. Los días de mar en calma se adentraba profundo y la dejaba mecerse al ritmo de sus requiebros. Como el dolor en el pecho no le había abandonado del todo, nunca se olvidaba de salir de casa sin un papel en el bolsillo, un papel en el que llevaba escritas un par de frases. Llevarlo le dejaba más tranquilo. Los días de fuertes mareas llenaba de agua de mar la pequeña pecera redonda (de nombre, cenote) que había comprado expresamente para ella. Las noches de plenilunio en las que aparecía el niño poeta con un verso hacían de su corazón una calabaza iluminada.
Una barca le curó la ausencia de otra barca y un verso fue moneda para la otra orilla, aquel atardecer de marea viva, en el que acabaría embarcando con Caronte.
Esa tarde, después de coger la pecera con la doble de Geranio flotando en su interior, se encaminó a la playa como tantas otras veces. Una vez allí, posada la pecera en la arena, sacó a la venerada y de manera fulminante entregó su moneda.
Hay quien piensa que murió de ausencia. Su corazón se paró, atronado por el océano enfurecido rugiendo en las venas.
Hay quien cree que murió de plenitud. Que los bosques llamados Geranio no se los traga la mar, sino que cruzan a la otra orilla, como estrella fugaz de esmeralda, donde ninguna barca queda varada.

Lo encontraron en la orilla con un jilguero en el pecho y una barquita navegando en su mano derecha. Guardado en el bolsillo de la chaqueta llevaba un papel en el que se leía: devolver al barquero. Señor Emilio, profesor de guitarra.

Niño poeta en barquita (Barquita I)

Una barquita en la playa, varada en la arena,
para que junte sus letras un niño poeta...


Contaba mi tía Catalina que una noche de esas de ceniza en la garganta salió a la calle a pescar luciérnagas para el negro pozo. Se dirigía hacia el pantano en busca de un nuevo ejemplar de Lampyris noctiluca cuando encontró, girando una esquina, una barquita azul con rayas. Enseguida imaginó a un infante ceñudo perdiendo el juguete por una rabieta. Sintió de pronto una desolación profundísima que le mordía el pecho al ver esa barquita a la deriva sin agua donde mecerse ni viento que le soplara. Impulsada por un arrebato se agachó para observarla mejor y sin darse cuenta ya la tenía navegando en sus manos. Qué bonito azul y qué graciosas las rayas rosa fosforito, pensó. Yo te soplaré, le dijo, mirándola con desbocada piedad. Y a continuación la introdujo en su bolsillo como si fuera un pequeño ser desvalido.
Contaba mi tía que sintió la transformación de inmediato. Comenzó a sentir la marea latiendo en su bolsillo. Le siguieron los cuchicheos de lluvia y la pequeña estela de arena que dejaban sus huellas. Olvidándose de las noctilucas corrió de vuelta a casa donde un plato muy hondo, lleno hasta la mitad, le sirvió de río. Asegura que a los pocos días escuchaba silbidos de viento y graznidos de gaviotas (a los que acabó bautizando requiebros) que brotaban de la barquita en las noches de tormenta.
Luego vinieron los olores. Embriagador olor a mar y a una mezcla de vacío salado llenándose como un cántaro. Más tarde, los regueros de pequeñas piedras en los cajones. Porque en aquella barca tan pequeñita cabían muchas cosas. Cabían los benditos requiebros, la arena, cabían las piedras, la mezcla de olores. Y cabía un niño poeta en las noches de luna llena.
Aparecía sentado en la barca juntando sus letras. Cuando mi tía le pedía un qué me cuentas se arrancaba él meciendo unos versos que era gloria bendita oírlo y verlo. Una vez acababa de arrullar palabras le describía con pelos y señales lo bien que se lo pasaba los Clitunnos cuando iba a volar su cometa, le narraba cómo de unos geranios habían germinado tres vidas enteras, para terminar prometiendo que aún quedaba muchisísima limonada. Después mi tía le pedía que cantara esa melodía tan graciosa que él sabía soplar muy bonito: “Yo prefiero seguir buscando los defectos y los encantos de una dama golfa y valiente, verdadera como la guerra, despeinada como la tierra y canalla como la gente”. Y se le pegaba a ella cosa mala porque se pasaba silbándola días y días. Contaba que cuando el niño poeta terminaba de trinar hacía como si oteara el horizonte, le sonreía y se desvanecía sin más hasta la siguiente luna llena. Fue por aquella época cuando mi tía se pasmó viva al despertarse una mañana y darse cuenta de que ya hacía la tira de tiempo que no salía a pescar luciérnagas para el negro pozo. Nadie se creerá que de una cosa tan pequeñita me haya brotado una playa con su mar y su niño poeta. Han enterrado la ceniza de la garganta bajo la arena, susurraba riéndose.
Nadie lo vio normal, (menos el vecino del quinto, que en cuanto se enteró quiso ver la barquita y se quedó prendado), pero mi tía que se sentía tan feliz como el que tiene un jilguero que le canta todas las mañanas decía que lo normal es lo que le va bien a cada uno.
Al poco tiempo, una mañana de infernal ventisca en la que ella no estaba en casa, mandó la mar a su hermano el viento a reclamar lo suyo. Descoyuntó persianas con violencia, hizo añicos los cristales de las ventanas, echó a volar sillas y pulverizó las figuritas de porcelana. Cuando mi tía volvió y vio todo el desastre nada de eso le pesó. Lo único que le pesó fue la desaparición del río, el río con su barquita. En vano la estuvo buscando mi tía por toda la casa. Empezó a menguar, ya no era la misma. Se agrietaba sin cuchicheo de la marea y sin niño poeta. Pero no se amilanó fácilmente. La buscó en las pilas bautismales, en las bañeras de todas las casas que visitaba, la buscaba a la vuelta de todas las esquinas. ¿Has visto mi barquita?, preguntaba a todo aquel que se cruzaba. Las vecinas le decían que había que ver la perra que le había dado con la barquita. Que mucho mejor era buscar un barquero con un buen remo. Pero cuando se enteró el señor Emilio, el vecino del quinto que daba clases de guitarra, se compadeció de ella y recorrió todas las jugueterías de la ciudad buscando una barquita de las mismas características. Como no encontró ninguna que luciera esos tonos tan peculiares compró una barquita blanca, cinco pinceles, más dos botes de los colores consabidos, (que anda que no le costó al pobre hombre identificarlos, pero resultaron ser azul glaciar y rosa profundo), para pintarle a ya sabemos quién la barca con sus cinco rayitas, mientras sonaba la Butterfly en su viejo tocadiscos. Cuando hubo acabado llamó a la puerta de mi tía con una tímida sonrisa y tembleque de manos. Ella se ilusionó mucho. ¡Mi barquita, mi barquita!, chillaba, llevándosela al pecho. Pero duró poco el embrujo y la rechazó pronto mi tía, porque de esa barquita, por mucho que fuera azul glaciar y tuviera las cinco rayas del genuino rosa fosforito, no brotaba niño poeta, ni cuchicheo de lluvia, ni arrullo de la marea. Y así fue cómo se dedicó un tiempo el profesor de guitarra a comprar más barquitas blancas y a pasar las noches en vela plantándoles sus cinco anillos (como ya los llamaba) con la esperanza de que de alguna de ellas saliera un niño poeta. Con renovada ilusión volvía a llamar a la puerta de mi tía para entregarle la barquita de rigor. Ella la miraba de cerca, se la acercaba a su oído derecho, la olisqueaba como whisky añejo y con mirada apenadísima la devolvía negando con la cabeza. Se iba evaporando mi tía hasta que un día de extrema angustia ya no resistió más y decidió salir a la calle a pescar luciérnagas para el negro pozo. Se puso su vestido de seda estampado con flores, cogió la pamela amarilla y se embarcó para vivir su travesía. Volveré cuando la encuentre, nos garabateó en una nota regada con veleros.
El señor Emilio no cejó en su empeño y siguió con su tarea nocturna (contagiado ya del todo con el virus de la barquita), pintando anillos al abrigo de la madame de Puccini, sin el beneplácito de las vecinas. El las oía murmurar que qué lástima daba, un señor de lo más sociable y apuesto, saliendo siempre a la calle hecho un pincel, ahora resultaba que ya ni se le veía el pelo porque le había dado la misma ventolera que a la señora Catalina. Y que esa música, sonando noche tras noche, los iba a volver tarumba a todos. Pero el profesor de guitarra, que se pasaba por el pepino lo que dijeran las vecinas y que además estaba convencido de que era justo en ese momento cuando estaba hecho un pincel de verdad, siguió insistiendo hasta que acabó encontrando LA barquita.
Dice el señor Emilio que se le agarró el vendaval al pecho en una noche de tormenta y le empujó a salir a la calle en medio de un aguacero tremendo. Dice que recorrió innumerables calles sin saber a dónde iba ni por qué, pero que estaba impelido a obedecer esos impulsos punto por punto. Hasta que doblando una esquina algo le hizo pararse en seco. Ahí estaba, varada en tierra de jacarandá. Cogiéndola con infinita ternura se la acercó al pecho. Yo te cuidaré, le susurró. Echó a correr de vuelta a su casa, donde confirmó que sí, que aquéllos sí eran el auténtico azul y su rosa fosforito que tanto se le habían resistido a él. Puso agua en una ensaladera (a la que llamó bahía), posó la barquita y suspiró satisfecho.
Ahora es el señor Emilio quien cuenta que escucha el arrullo del mar, que ve cómo se le inunda de playa la casa entera. Quien jura que, en las noches de luna llena, aparece en la bahía un niño poeta juntando letras. Y se siente tan rebosante de felicidad como aquel que tiene un jilguero que le canta todas las mañanas. Porque le han valido la pena todas las noches en vela, todas las fatiguitas, para que cuando vuelva mi tía Catalina tenga por fin su barquita.