miércoles, 26 de enero de 2011

El purgatorio de la literatura I

CAPÍTULO I: CASA EXPIACIÓN PARA ESCRITORES

-No lo dices en serio -dijo Pizarnik, sorprendida.
-Completamente en serio -contestó Salinas-. Lo estoy viendo tan nítidamente como te veo a ti. Estoy completamente seguro de que es él.
-Entonces es que está muerto -concluyó Pizarnik.
-¿Quién está muerto? -preguntó Arlt, que entraba en ese momento en el salón.
-Juan Rulfo -contestó Pizarnik-. Salinas lo acaba de ver por la ventana.
-Espero que sea la última persona que se incorpore a esta casa -dijo Unamuno-. Sólo queda una habitación libre. Venga quien venga, ya puede ser el mismísimo gigante de las letras, que no cederé mi aposento mientras me halle aquí -declaró tajantemente.
-Aquí viene. Callaros -dijo Salinas-. ¿Qué tal, Juan? -saludó- Adelante, estás en tu casa.
-¿Eres Pedro Salinas? -preguntó Rulfo, asombrado.
-El mismo. Llevo en esta casa desde el año de mi muerte, que, si no recuerdo mal, fue allá en el mil novecientos cincuenta y uno. O sea, treinta y cinco años de nada -contó Salinas.
-Pero, ¿qué se supone que es esto? -inquirió Rulfo.
-Esta es la casa expiación para escritores nº 667 del purgatorio de la literatura, Juan -dijo Salinas compasivamente-. Cuanto antes lo asumas, mejor.
-¿El purgatorio de la literatura?
-Así es, querido -respondió Pizarnik-. El purgatorio de la literatura es el lugar donde van, cuando mueren, los escritores que quedaron extremadamente apegados a sus libros, y sólo podrán alcanzar la gloria celestial cuando se liberen de todas sus creaciones.
-Yo no fui un escritor prolífico, pues sólo escribí dos libros -reveló-. Concretamente, una novela y uno de relatos. No creo tener suficiente obra como para quedarme atrapado por ella -declaró Rulfo, confundido.
-Eso no tiene nada que ver -aseguró Unamuno-. Puede que sea más una cuestión de intensidad, que de inmensidad.
-Yo pienso lo mismo -opinó Pizarnik-. De hecho, yo creo que no estoy aquí por lo que escribí, sino por el libro que nunca escribí. Es algo que me perturbará siempre.
-¿Y cuánto tiempo tengo que estar aquí? -preguntó Rulfo, algo atemorizado.
-Eso no lo sabe nadie, querido -le informó Pizarnik-. Estarás aquí todo el tiempo que te lleve desligarte de tus identidades de tinta. Yo llevo catorce años aquí y aún no sé nada de ninguna gloria celestial.
-Resulta paradójico -dijo Unamuno pensativo- el hecho de que nosotros que alcanzamos la gloria terrenal, no seamos dignos de la celestial.
-Yo no alcancé la gloria terrenal -contradijo Pizarnik.
-Ya lo sabemos, querida. Mas fue porque no te dio la soberana gana -apuntó Unamuno.
-No. Fue porque no me dio por conservarme mentalmente sana -corrigió Pizarnik-. Las malditas palabras tuvieron la culpa. Se me resistían, las muy impertinentes. Era como si las estuviera molestando invocándolas. Siempre he pensado que nunca les caí bien.
-Bueno, bueno, no aturullemos mucho al pobre Juan, que necesitará algo de paz. Ven conmigo, compañero. Yo te enseñaré la que será tu habitación -se ofreció Salinas.

Cuando Rulfo y Salinas abandonaron el salón, dijo Arlt:
-Me da la impresión de que le va a costar adaptarse.
-Me temo que sí -ratificó Pizarnik.
-Aunque también es verdad que cuando tú llegaste estabas completamente aterrada -le recordó Arlt a su compañera-. Y mírate ahora, parece que llevaras aquí toda una eternidad.
-Quizás se deba a que los catorce años que llevo aquí los he percibido como una auténtica eternidad -ironizó ella.
-¿Ah, sí? Y, ¿cómo definirías el hecho de que yo lleve cuarenta y cuatro años en este lugar? -inquirió Arlt-, ¿y el caso de don Miguel, que lleva la friolera de cincuenta?
-Un vía crucis endemoniado -dictaminó convencidísima.

En ese momento se incorporaron, de nuevo, Rulfo y Salinas, después de que éste le enseñara su habitación a Rulfo y le consolara un poco.

-No te preocupes, Juan -intentó animarle Arlt-. En cuanto empiece la terapia con tu guía te sentirás mejor.
-¿¿¿Terapia con mi guía???, ¿¿¿qué Luciferes significa eso??? -preguntó Rulfo. Tenía la cara terriblemente descompuesta.
-¿No crees que ya ha tenido suficiente por hoy? -opinó Salinas-. Un poco de misericordia, por favor, que este hombre acaba de morirse.
-Pero si no le contamos nada, lo llevará peor -discrepó Arlt-. Si le orientamos mínimamente, lo afrontará antes.
-Lo quiero saber cuanto antes -decidió Rulfo.
-De acuerdo -concedió Salinas-. Te asignarán un guía que te programará la terapia purificadora que considere más beneficiosa para ti, con el objetivo de ayudarte a liberar tus ataduras literarias.
-¿Quién ha dicho eso? -chilló sobresaltado Rulfo.
-¿Quién ha dicho qué? -le preguntó Salinas.
-He oído una voz que decía:"Es una maravilla" -desveló.

Todos se miraron entre ellos sin atreverse a explicar nada. Unamuno fue el primero en romper el silencio para dar, al parecer, la información temida.

-Seguramente sean los pensamientos de un lector que estará leyendo algún libro suyo en estos momentos.
-¿¿¿¿Qué???? -el miserable parecía estar a punto de morirse por segunda vez.
-Serénate -le aconsejó Pizarnik-. Nos crispas los nervios a todos. Te lo intentaré explicar si te calmas, no desesperes. Mañana tu guía te resolverá todas las dudas que te aguijonean. Mientras estés aquí, querido Juan Rulfo -continuó-, escucharás todos y cada uno de los pensamientos que tengan todos los que te lean. No temas volverte majareta. Al fin y al cabo, si te han traído aquí es porque algo trastornado ya debes de andar.
-¿Y qué propósito se persigue en todo ello? -interpeló Rulfo.
-Sinceramente, querido Rulfo, lo desconocemos. Según dicen los guías, porque sólo cuando podamos escuchar todos los juicios y opiniones sobre nuestras creaciones literarias sin sentirnos los autores, sin creernos los artífices de su existencia, sólo entonces se nos permitirá trascender y por fin disfrutar del paraíso. El propósito es comprender que simplemente somos ejecutores que no gobiernan ni rigen, que tan sólo somos como espejos que reflejan.
-Pero es que no lo entiendo. Yo nunca me he identificado con mis libros -argumentó Rulfo-. Es más, siempre he pensado que autor y libro deben caminar por su propia senda. Insisto en que sólo escribí dos libros -adujo desesperado.
-Está bien, Juan, está bien -le intentó tranquilizar Salinas-, mañana podrás preguntarle todo lo que quieras a tu guía. Otra cosa es lo que te pueda contestar, cada uno es dueño de su cerradura y de su llave. No pienses que ellos te van a conocer mejor que tú mismo.
-Me retiro a mi habitación, queridos -dijo Pizarnik repentinamente-. Me están llegando las reflexiones de un lector que me van a hacer llorar. Disculparme -se despidió mientras salía apresuradamente del salón.
-¿Va a ser así? -quiso saber Rulfo- ¿Yo también voy a sentir esas cosas que siente ella?
-No lo sabemos -contestó Unamuno-. Dependerá de lo que experimenten sus lectores al leerle. Tiene que saber, Juan, que la mayoría de los lectores de Pizarnik sienten una gran compasión por ella. Tenga en cuenta que se desnudó a sí misma en su poesía. Mostró su miedo, reveló su afán por anularse, dejó al aire todas sus miserias. Es lógico que sus lectores deseen cubrirla con mantas de comprensión, que necesiten arroparla con un abrigo de compasión. Ella misma asegura, amigo Rulfo, que estando en vida se le suicidaron las palabras cuando se dio cuenta de que la poesía no le importaba a nadie.
-Ya entiendo -dijo Rulfo, impresionado.
-Será mejor que nos vayamos a nuestras habitaciones -sugirió Salinas-. Mañana te encontrarás mejor, Juan -le dijo, dándole unas afectuosas palmaditas en la espalda.

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