miércoles, 16 de noviembre de 2016

Nido en acantilado



Era humano por fuera, ibis por dentro. Su cuerpo era el de un muchacho. Su alma, la de un ave. Dos naturalezas de las que podía disponer a su antojo, tomando la forma de cualquiera de ellas. Se le intuía a veces, en la sombra de su forma humana, el largo pico y el plumaje negro con sus brillantes pinceladas de verdes y rojos.
Era un muchacho que buscaba nido en acantilado. Anhelaba una colonia que estuviera formada en su gran mayoría por individuos sin doble naturaleza. Ibis por fuera, ibis por dentro.
Como humano recolectaba sombras. Como ibis, pesaba almas. Una mañana se encontró a un congénere. Ibis eremita por fuera, anciano por dentro. Se reconocieron al instante.
−Te he estado buscando −graznó el ave.
−Yo también −respondió el muchacho−. Aunque aún no lo sabía.
−Estoy viejo, he de pasar el relevo al siguiente pesador de almas.
−Lo cogeré, camarada.
−Alto ahí, muchachito. Se trata del ancestral Consejo de ibis, la élite de pesadores de almas en la que no entra cualquiera. Somos los que nos encargamos de las almas a las que les cuesta más traspasar el umbral. Por eso, antes tienes que pasar la prueba.
−Pero si yo ya peso almas.
−Naturalmente. Pero desconocemos si eres un buen enlazador de mundos. Necesitamos ver cómo realizas el procedimiento. El buen pesador de almas ha de tener desarrolladas diversas cualidades. Ha de servir de guía para el finado, ha de tener mucha destreza en el buen observar, y tiene que sobrarle una buena dosis de entereza. Un buen pesaje de un alma garantiza su descanso eterno. No todos los ibis sirven, caballerete. Para empezar, ¿qué tipo de ibis eres?
−Eremita, por supuesto. La duda ofende. ¿Se lo enseño?
−No hace falta en este momento. Me fío de tu palabra. ¿Dónde tienes tu nido?
−En una colonia de ibis sin doble naturaleza −mintió.
−¿En cuál?
−La que está en el barrio del Laberinto. Está muy oscuro y acechan las sombras, pero ahí que me he hecho yo nido como un valiente. Digo yo que eso demuestra mi destreza.
−Alto ahí. Eso lo tendrá que juzgar el Consejo de ibis. En cualquier caso, pronto podrás demostrarlo. En tres horas pesarás un alma en mi presencia.
Pasadas las tres horas se disponen a realizar lo acordado.
−Adelante, polluelo. Ha llegado la hora, un alma nos necesita. ¿Qué es lo primero que hay que realizar?
−La conexión con el finado.
−Así es. Adelante, pues.
El muchacho se sentó haciendo la postura del loto, cerró los ojos y comenzó a entrar en trance.
−Veo una casa. Dentro hay un hombre tumbado en una cama.
−¿Es el finado?
−Supongo.
−¿Cómo que «supongo»? ¡Es lo primero que debe saber el pesador!
−Lo siento, abuelo. Es que me ha despistado una señorita bien hermosa que hay sentada junto al hombre.
−¡Santo Consejo! ¿Acaso no has aprendido a dejar bien aparcada tu naturaleza humana cuando ayudas a atravesar el umbral? Sal de ahí de inmediato. Ya me ocupo yo. ¡Prepárate para las reprimendas que luego saldrán de mi pico!
Al acabar el anciano su trabajo como avezado enlazador de mundos estaba dispuesto a echarle una buena bronca, pero al ver al muchacho muy apenado se moderó.
−Siento si he sido brusco, pero no has actuado como un ibis profesional.
−Lo sé. Estoy muy arrepentido. No volverá a ocurrir, abuelo. Se lo juro por mi nido.
−Está bien, está bien. Pero tienes que practicar mucho con el fin de velar tu parte humana. Es tu instinto de ibis el que necesitas para pesar un alma en condiciones. No podrás llegar a ser un buen enlazador si te despistas fácilmente. Vamos a hacer la prueba ya. Dime los pasos que realizas para pesar su alma una vez la red te avisa del próximo finado.
−En primer lugar me aseguro que se haya cortado el hilo completamente.
−Muy bien. ¿Y a continuación?
−Luego miro a los ojos de su alma y tejo un puente entre nosotros.
−Excelente.
−Siempre y cuando sean almas medianamente ligeras.
−¿Cómo dices? ¿Y qué haces con las que no son ligeras?
−Me hago el despistado, simulo que tengo cosas muy importantes que hacer y me escaqueo en cuanto puedo.
−¡Santo Consejo bendito!
−Era una broma, abuelo. Este polluelo que tiene enfrente pesa toditas las almas que me son asignadas.
−No le des esos sustos a un anciano con el corazón ya débil, pequeño diablo. Eso no lo haría un ibis que se viste por los pies.
−Lo siento.
−Esta prueba es muy seria, no debes tomártelo a broma.
−No lo hago, abuelo. No ocurrirá más.
−Eso espero. Continúa.
−Después de tejer el puente me hago cargo de su alma y la peso en la balanza de la experiencia.
−¿Y qué se hace con el número resultante?
−Grabarlo en la gran losa de la Sala de las Dos Verdades con el pico.
−Estupendo. ¿Cuántas almas has ayudado a cruzar?
−Treinta y siete.
El anciano ibis cerró los ojos y se quedó como petrificado, sin duda había entrado en trance. Pasados unos minutos abrió los ojos espeluznado ante la indagación que había realizado en su interior.
−¡Santo Consejo misericordioso! ¡Sólo has grabado el peso de dos almas! ¡Qué espanto! ¡Dos! ¿Has oído bien, enviado de Satán? ¡Dos!
−No es posible. ¿Y dónde grabé las restantes treinta y cinco?
−¡¿Y a mí me lo preguntas!? Eres la vergüenza de nuestra ilustre estirpe. Por tu culpa esas almas vagan en el limbo de los no grabados y no conocerán el descanso eterno hasta que se realice el procedimiento en condiciones. Tendrás que encontrar el lugar dónde grabaste los números y volver a la Sala de las Dos Verdades. ¡Santo Consejo bendito! ¡Dos!
−Así lo haré, no se preocupe.
El encargo se presentaba muy dificultoso. El muchacho no había grabado los números en ningún sitio. Lo recordaba bien. ¡Cómo olvidar aquel insoportable dolor en el pico, o la fatiga que se apoderaba de todos sus miembros! Grabar con el pico requería una fortaleza que a él le estaba negada. Sólo pudo grabar las dos primeras almas. Mientras grababa la tercera se vio acometido por un estado de pasividad aguda y ya no pudo terminar de esculpir el número. Y además, ¿cómo se iba a mantener dando picotazo tras picotazo un ejemplar que se distrae con una brizna de hierba? Por no hablar del sopor que le acometía en esa tarea tan aburrida. Un pensamiento agradable bastaba para hacerle olvidar que tenía que seguir grabando. La idea de una apetecible avispa, por ejemplo. Cuando pesaba almas se le agudizaba el instinto de ibis y era difícil controlarlo. ¡Y aun quería el anciano que aparcara su naturaleza humana!
Estaba metido en un buen lío. La única solución era encontrar aquellas almas y volverlas a pesar de nuevo, grabando como estaba estipulado el número resultante. Pero él solo no podría hacerlo. Cualquier polluelo sabía eso. No le quedaba otra alternativa que buscar ayuda.
En una recóndita habitación de la Casa de la Vida se había instalado el único ser que podía sacarle del embrollo. El archivero. Era vencejo por fuera, castor por dentro. Inventor de todas las palabras y celoso depositario de todos los pesajes de almas a lo largo de los tiempos. Cuando el muchacho llegó, el archivero estaba enfrascado en sus tareas.
−Buenos días, archivero.
−Serán para usted. Para mí son días a secas.
−Discúlpeme, pero andaba yo buscando unos datos que necesito de manera urgente.
−Todo el mundo lo quiere todo urgente. Aquí lo urgente se despacha al cabo de un año como mínimo.
−Ya, pero es que esta es una urgencia verdaderamente urgente.
−Todo el mundo piensa que su urgencia es la única urgente. Dígame de qué se trata.
−A decir verdad, no sé ni cómo explicar lo que necesito.
−Le recuerdo que lo que el solicitante requiere con urgencia solo puede despacharse urgentemente si desembucha de manera urgente. Es lo más deseable para que haya reciprocidad en nuestras relaciones.
−Sí, sí, disculpe. A ver, necesitaría saber los resultados del pesaje de mis almas.
−¿Todas? ¿Con urgencia? Usted está chiflado.
−Bueno, no he pesado muchas. No llega a las cuarenta.
−Comprendo. Muy bien. Sólo se necesita un procedimiento sencillo.
−¿Ah, sí? ¡Qué bien!
−Contenga sus ínfulas entusiastas. Aquí no se permite ninguna algarabía. Estamos en la Casa de la Vida y hay que respetar su sacralidad.
−Por supuesto, archivero, por supuesto. Lo lamento.
−Necesito copia de certificado de pesador de almas, identificación de ibis y cédula de nido.
−¿Ese es el procedimiento sencillo?
−Así es.
−Yo creía que al ser un procedimiento sencillo me daría los datos sin más.
−Si le diera los datos sin más no sería necesario ningún procedimiento.
−Es que, verá, así entre nosotros le diré que soy muy despistado y he extraviado la cédula.
−Ese ya es otro cantar, que a mí, francamente, me importa un bledo. No tengo competencia en el ámbito de las cédulas de nido. Ha de solicitarlo en el registro pajaril. Le aviso de que van escasos de personal, tendrá que armarse de paciencia.
Salió cabizbajo de la Casa de la Vida. Nunca había solicitado la cédula, pues no formaba parte de ninguna colonia. Una vez en la calle, se sentó en una esquina y se puso a rumiar cómo conseguir el papelujo rápidamente. Pensó en su colega, quizás podría ayudarle. Se dirigió hacia la zona donde solía estar. Era un drongo ahorquillado, experto timador.
−Necesito tu ayuda.
−Antes cuéntame cómo te va la vida.
−Mal. La vida es un acantilado encallado en medio del abismo.
−Ji, ji, ji... Sí, pero es correcto que así sea.
−¿Cómo que es «correcto»?
−Claro, así tienes más espacio para abrir las alas, atontao.
−Calla, que aún no he aprendido muy bien a volar en bandada.
−Ji, ji, ji... Pero es correcto que así sea.
−¡Cómo va a ser eso correcto, colega!
−Claro, el sabio aprende errando.
−¿Y el que no es sabio?
−Ji, ji, ji... Ya llegará a serlo a base de trompazos. Ji, ji, ji...
−Pues vaya consuelo...
−Sin embargo, es corre...
−Sí, es correcto. Todo es correcto para ti.
−Ji, ji, ji... Así es.
−Pero yo venía a pedirte ayuda porque tengo que solucionar algo pronto.
−Ji, ji, ji... La solución está encerrada dentro del problema.
−¿Me vas a ayudar o vas a seguir en tu línea filosófica de «pequeño saltamontes»?
−Ji, ji, ji... Perdón.
−Mira, necesito que me falsifiques ellos siguientes documentos: certificado de pesador de almas, identificación de ibis y cédula de nido.
−¿Cuándo los necesitas?
−Ya.
−Ji, ji, ji... Eso te va a a costar caro.
−¿Cómo de caro?
−Dos gusanos al día durante un año.
−¡Qué dices, colega! ¿Acaso eres el sultán de los drongos?
−Si me pilla la autoridad suricata me encierra en una jaula de por vida. Hay que hacer un trabajo de falseo muy sofisticado, pequeño saltamontes.
−Te ofrezco un gusano a la semana durante tres meses. ¿Correcto?
−Ji, ji, ji... No es suficiente.
−¿Pero no era todo correcto para ti?
−Ji, ji, ji... No caeré en esa trampa tan burda, alelao.
−Está bien, colega. Añado una macedonia de pequeños insectos. ¿Así te parece más correcto?
−Mejor si es durante seis meses.
−¡Que somos colegas, carajo!
−No hay colegueo que valga si está de por medio la autoridad suricata.
−Vale. Acepto.
−Pásate mañana por la madriguera del topo y tendrás la mercancía.
Al día siguiente obtuvo los documentos y los presentó en la oficina del archivero. Cuando obtuvo los resultados de las almas que iba buscando se dirigió a la Casa de la Vida para acabar de grabar los números. Una vez allí comenzó la tarea con mucha diligencia y con una sorprendente eficacia grabó los primeros quince pesajes sin apenas inmutarse. Pero cuando ya iba por la vigésimo octava comenzó a sentirse exhausto. No tenía por qué grabarlas todas del tirón, pero quería impresionar al anciano ibis. De repente se dio cuenta de que estaba provocando un tapón considerable en la Sala de las Dos Verdades. Una cola de pesadores de almas estaban comenzando a impacientarse.
−¡A ver cuándo acabas, flipao!
−¡Termina ya, tío! ¡Tenemos ganas de irnos a rellenar el buche!
Decidió que dejaría el resto de almas para el anochecer, cuando ya no hubiera apenas gente.
Cuando terminó se apresuró a visitar al anciano ibis.
−Vaya, vaya... Pero si es el polluelo.
−Yo también me alegro de verle, abuelo.
−¿Terminaste de grabar todos los pesajes?
−Terminé.
−Bien. Lo celebro. Mañana, al amanecer, nos encontraremos en el cerezal de la desbandada para llevar a cabo la última parte de la prueba. Tendrás que traer un ojo de cristal y una pluma de tu plumaje. Al día siguiente se encontraron en el lugar acordado y comenzaron la última parte. Se trataba de algo sumamente difícil para un pesador de almas. El muchacho debía de averiguar sin ayuda de la red cuál sería el próximo finado con ayuda del ojo de cristal. Se dispuso a hacerlo muy ilusionado ante la perspectiva de ser pronto un pesador de almas oficial. Pero la alegría se esfumó de golpe cuando se dio cuenta de que el próximo finado no era otro que su colega el drongo ahorquillado. Sin pensarlo dos veces salió pitando del cerezal, con la vana intención de salvarle la vida. Se dirigió a la zona donde solía merodear el drongo y lo encontró chanchulleando con un guajolote.
−¿Te encuentras bien, colega? −le preguntó a bocajarro.
−Nunca he estado mejor. ¿Qué te pasa? Pareces un muerto.
−Calla... Calla... Bueno, es que... No sé si debería decírtelo...
−Lo que decidas me parecerá correcto.
−Es que... Verás... El kit de la cuestión es que...
−Se dice quid, con d, alelao.
−¿Y qué he dicho yo, colgao? No me ralles, estoy muy nervioso porque he visto que serás el próximo.
−¿El próximo qué?
−El próximo finado.
−Ji, ji, ji...Los pesadores de almas no saben quién va a morir hasta que no muere.
−Los maestros sí lo pueden averiguar utilizando un ojo de cristal.
−¿Y por qué aun estoy vivito y coleando? A mí, colega, esto me suena a que alguien te la está jugando. Ji, ji, ji...
De un plumazo su mente comprendió todo. Volvió volando al cerezal pero el anciano ibis ya no estaba. Fue a visitarlo a su nido.
−Lo siento, abuelo.
−Fallaste. La prueba no consistía en averiguar el siguiente finado.
−Lo sé. Pero ¿cómo lo hizo? Vi la imagen muy real.
−El Consejo tiene sus trucos. Se trataba de medir tu distanciamiento. Un pesador de almas debe ser ducho en el arte del estoicismo. Serenidad y entereza son herramientas vitales para hacer un buen trabajo. Pensé que tenías más experiencia. Lo siento, el Consejo ya no tiene tiempo para entrenar a nadie. He de buscar a otro ibis, tú no estás preparado todavía. Pero estoy seguro de que con el tiempo serás un excelente enlazador de mundos.
El muchacho salió del nido con la desolación recorriéndole todo el cuerpo. Había perdido una oportunidad de oro. Completamente abatido, se dirigió al barrio del Laberinto a encerrarse en su nido para toda la eternidad. Sentía que estaba todo perdido para él. Ya no podría conformarse con ser un simple pesador de almas.
A los pocos días, como viera el drongo que su colega estaba desaparecido fue a visitarlo a su nido.
−¿Qué te pasa, colega?
−El abismo.
−¿Otra vez?
−Otra vez. Y esta vez te aseguro que no salgo. Déjame que siga recolectando sombras.
−¿Y qué pasa con mis gusanos?
−¡A la mierda tus gusanos, sumo sacerdote del egoísmo!
−Ji, ji, ji... Está claro que la palabra de un ibis no vale nada.
−¡Vale más que la tuya, colgao! Yo vengo de una estirpe de ilustres inventores de palabras. ¡Y tú mientes más que hablas!
−Mentir es una manera de inventar realidades. Ji, ji, ji...
−No estoy para tus filosofías.
−Ya veo que no estás para nada. Y además tienes el nido hecho un asco. Me acabo de pringar un ala con estos asquerosos restos de no sé qué mierda. No te respetas, colega.
−Sólo es pizza. ¿Qué pasa, que ahora eres mi madre?
−Ji, ji, ji... Gracias, atontao, me has dado una idea genial. O sales de este nido de putrefacción y te comportas como el ibis que eres, o te aseguro que buscaré a tu madre y le contaré en qué condiciones estás viviendo. A ver si tienes lo que hay que tener para hablarle de abismos y demás paparruchas entre toda esta mierda.
−Ni se te ocurra. ¡Joder, colega, me ha entrado un mal cuerpo solo de imaginármela echándome la bronca, agitando su índice extendido! ¡Qué mal rollo! La verdad es que se vive de lujo siendo libre como un pájaro. Qué inteligente eres, colega, cómo me has sacado del abismo en que estaba metido. Te lo agradezco infinito.
−No ha sido para tanto. Súmale a lo que me debes un gusano más y estamos en paz.
−¿Qué dices de un gusano? ¡Unas docenas de larvas de escarabajo, colega!
−Ji, ji, ji... No me parece incorrecto.
−Ahora que, no es por nada, pero tú también podrías mirar a ver si me puedes echar una mano con mi asunto con el Consejo.
−No me hace falta. Ya ha llegado a mis oídos una información.
−¿Y te lo habías callado?
−Es una información delicada y en tu estado abismal, ya me dirás tú...
−Vaya... Bueno, no te preocupes, podré aguantarlo. Desembucha.
−Buscan un ibis para el Sacrificio.
−¡¿Cómo?!
−Como lo oyes.
−¿De qué sacrificio hablas?
−Cómo se nota que aún eres un polluelo. Cuando muere un ibis miembro del Consejo lo entierran con un semejante. Vivo. Es una vieja tradición de su código ancestral. Ese ibis que te hizo la prueba es mitad ibis, mitad humano, igual que tú, ¿no es así?
−Sí.
−¿Te haces a la idea de qué tipo de embolado te has librado? ¡Te habrían sacrificado de haber pasado la prueba, alelao! Ji, ji, ji... Son tan exquisitos que no todos los ibis son merecedores de ser sacrificados. Ya ves.
−Vaya tela. Gracias por la información.
−Ya no te lamentarás más de no haber entrado en el Consejo. Digo yo que eso se merece, perfectamente, un par de avispas como retribución, ¿no crees?
−Tú flipas, pajarraco. Con media avispa vas que te matas.
−Me parece correcto. ¿Sabes que están buscando ibis para la migración? Si quieres te falsifico los papeles para que pases por un experto volador en bandada.
−¿En serio, colega? Me encantaría viajar y buscar nido en acantilado en una colonia. ¿Cuándo tendrás los papeles?
−Antes tendrás que recompensarme, digo yo.
−¿Qué quieres?
−Ji, ji, ji... Tu nido.
−¿Pero qué dices, colega? Tú estás grillao. ¿Para qué quieres mi nido, si el tuyo es un palacete?
−Me acabo de cruzar a tu vecina. Un drongo hembra muy interesante.
−Sí, interesante. Ya sé yo lo que te interesa a ti. Está bien, pero si vuelvo me lo tienes que devolver.
−Me parece correcto.
−Una cosa te dejo clara. No pienso limpiártelo.
−¿Y si te ofrezco dos escarabajos?
−Por menos de seis no muevo ni una pluma.
−Ji, ji, ji. Ni de coña. Que sean cinco.
−Hecho, colgao.