lunes, 1 de julio de 2013

El sueño de una noche de verano




Soy amante de un espectro.
Las ánimas franquean la barrera del mundo haciéndome guiños de ojos, rozando sus mejillas con la mía, lanzando sobre mí suspiros de añoranza. Tras el espejo de agua sólo soy un sonámbulo del mundo mirándose a través de ojos antiguos, pero comprendo que me llaman. Ella no me olvida. La muerte aún me recuerda.

Llevo una nostalgia acuchillada en el alma desde aquel verano en el que me atreví a soñarla con los ojos abiertos. Duele. Gotea escarcha melancólica cada noche de verano. Afiladas estalactitas de huesos se afanan en seccionar los brotes de esperanza.
Si me adentrara en tu ancestral abrazo oceánico, padre, todo esto acabaría…Pero no me dejan. No me dejo.

Nado noches de verano buscándola, lleno de invierno, rememorando aquella primera noche de sueños despiertos. Sólo soy un don nadie que grita sus espasmos atragantados, un vagabundo en el mercado de la vida, un buscador de inútil intangibilidad. Sólo tengo un viento gélido mordisqueándome el corazón en llamas. Todos oyen, nadie escucha. Escuece el vacío. Nadie puede salvar a nadie.
Arde aquella hoguera de ojos conmiserativos, miradas translúcidas de prejuicios me queman las heridas. Duele.  ¿Por qué no lo entienden?
Mi vida lleva una sombra cosida a su garganta. Y su asfixia me da vértigo.
Tengo miedo de atisbar la inmensidad desde el talud de mis delirios.

Nado noches de verano desde aquella noche en que rocé sus labios, ese abismo de pétalos rojo carmesí. No me dejaron más. Se escabulló la última libertad.
Ella me llama a escondidas, insistentemente, con el silbido del oleaje marino. Me acerco a la orilla, atado de ojos y oídos a él. Los rayos del sol, estrellados en el firmamento de su vientre de agua, me susurran a gritos que responda a su llamada. “¿Por qué tardas tanto, hijo mío?”
“Padre, yo la oigo, la recuerdo, pero no me dejan encontrarme con ella. Los espíritus de la vida me mantienen sujeto, me tironean”.

Sueño con su silueta surcando la niebla de esta noche de verano.
Me desterraron de su mirada, me extrajeron el mar. Duele. Ahora nadie me deja acercarme a él. Porque el mar es la cueva que lleva al origen. El mar es un precipicio al que no dejan acercarse a los locos.
¿Acaso temen ver los sueños destrozados, hechos añicos, desparramados sus lazos? ¿Y cómo habrían de romperse, si se sabe que los sueños se esparcen en virutas hacia el cielo desprendiendo sobre nosotros su quijotesca lluvia? La tierra árida de nuestros ancestros sacia así su sed de sueños. Y, sin embargo, no me dejan. No me dejo.

Mordazas, naufragios en el alma… cada noche de verano… Ruge el mar buscándome, ella me llama. Y yo atado a la nada. Duele.

Amanece. Hoy todos los que me vigilan duermen.
Cada paso, cada huella me llevan a él. Me abrazan sus olas de espuma plateadas por la luna. Me sumerjo, me rindo a los cantos de las ondinas. Voy en su busca, hacia ella, que me llama con mi verdadero nombre. Revivo. Me susurra a voces bellos recuerdos con la blanca bruma de su gorjeo. Antes de cruzar al otro lado del mundo veo el universo entero, reflejado en su mirada acuática.
El fondo del mar es una ventana desde la que escribo, enraizado en la arena. Sin puñal de silencio, sin veneno de voces.
He sobrevivido a la vida.

Aquí estoy, padre, mecido por tus mareas, durmiendo el sueño de la muerte en esta ensenada de algas.