Las ánimas franquean la barrera del mundo haciéndome
guiños de ojos, rozando sus mejillas con la mía, lanzando sobre mí suspiros de
añoranza. Tras el espejo de agua sólo soy un sonámbulo del mundo mirándose a
través de ojos antiguos, pero comprendo que me llaman. Ella no me olvida. La muerte aún me recuerda.
Llevo una nostalgia acuchillada en el alma
desde aquel verano en el que me atreví a soñarla con los ojos abiertos. Duele.
Gotea escarcha melancólica cada noche de verano. Afiladas estalactitas de
huesos se afanan en seccionar los brotes de esperanza.
Si me adentrara en tu ancestral abrazo
oceánico, padre, todo esto acabaría…Pero no me dejan. No me dejo.
Nado noches de verano buscándola, lleno de
invierno, rememorando aquella primera noche de sueños despiertos. Sólo soy un
don nadie que grita sus espasmos atragantados, un vagabundo en el mercado de la
vida, un buscador de inútil intangibilidad. Sólo tengo un viento gélido
mordisqueándome el corazón en llamas. Todos oyen, nadie escucha. Escuece el
vacío. Nadie puede salvar a nadie.
Arde aquella hoguera de ojos
conmiserativos, miradas translúcidas de prejuicios me queman las heridas. Duele.
¿Por qué no lo entienden?
Mi vida lleva una sombra cosida a su
garganta. Y su asfixia me da vértigo.
Tengo miedo de atisbar la inmensidad desde el
talud de mis delirios.
Nado noches de verano desde aquella noche en
que rocé sus labios, ese abismo de pétalos rojo carmesí. No me dejaron más. Se
escabulló la última libertad.
Ella me llama a escondidas,
insistentemente, con el silbido del oleaje marino. Me acerco a la orilla, atado
de ojos y oídos a él. Los rayos del sol, estrellados en el firmamento de su
vientre de agua, me susurran a gritos que responda a su llamada. “¿Por qué tardas
tanto, hijo mío?”
“Padre, yo la oigo, la recuerdo, pero no me
dejan encontrarme con ella. Los espíritus de la vida me mantienen sujeto, me
tironean”.
Sueño con su silueta surcando la niebla de
esta noche de verano.
Me desterraron de su mirada, me extrajeron
el mar. Duele. Ahora nadie me deja acercarme a él. Porque el mar es la cueva
que lleva al origen. El mar es un precipicio al que no dejan acercarse a los
locos.
¿Acaso temen ver los sueños destrozados,
hechos añicos, desparramados sus lazos? ¿Y cómo habrían de romperse, si se sabe
que los sueños se esparcen en virutas hacia el cielo desprendiendo sobre
nosotros su quijotesca lluvia? La tierra árida de nuestros ancestros sacia así
su sed de sueños. Y, sin embargo, no me dejan. No me dejo.
Mordazas, naufragios en el alma… cada noche
de verano… Ruge el mar buscándome, ella me llama. Y yo atado a la nada. Duele.
Amanece. Hoy todos los que me vigilan
duermen.
Cada paso, cada huella me llevan a él. Me
abrazan sus olas de espuma plateadas por la luna. Me sumerjo, me rindo a los
cantos de las ondinas. Voy en su busca, hacia ella, que me llama con mi verdadero
nombre. Revivo. Me susurra a voces bellos recuerdos con la blanca bruma de su gorjeo.
Antes de cruzar al otro lado del mundo veo el universo entero, reflejado en su
mirada acuática.
El fondo del mar es una ventana desde la
que escribo, enraizado en la arena. Sin puñal de silencio, sin veneno de voces.
He sobrevivido a la vida.
Aquí estoy, padre, mecido por tus mareas, durmiendo
el sueño de la muerte en esta ensenada de algas.