miércoles, 26 de enero de 2011

El purgatorio de la literatura III

CAPÍTULO III: CASA EXPIACIÓN PARA LECTORES

-¡Por Spinoza, Kierkegaard y Leopardi! -vociferó, de repente, Unamuno-. No me puedo creer que estén otra vez con lo mismo.
-¿Qué? ¿Otro entontecido más que está pensando naderías mientras te lee? -hipotetizó Arlt.
-Pues más o menos, querido Roberto, más o menos. La misma cantata de siempre -se quejó Unamuno-. Que si no hay descripciones en mis novelas, que si no hay psicología. Lo que hay es diálogo, leches -siguió diciendo-, sobre todo diálogo. La cosa es que los personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada...
-No comprenden sus nivolas, don Miguel -opinó Salinas.
-Y nunca las comprenderán -ratificó Unamuno-. Hablando concretamente del lector al que acabo de escucharle pensar sobre mi estilo, le diría:"Caballero, es usted débil porque no ha dudado bastante y ha querido llegar a conclusiones". Hay que ver -continuó-, cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee.
-¿Has visitado ya alguna otra casa expiación? -preguntó Pizarnik a Rulfo, cambiando de tema.
-Tenía entendido que estaba prohibido -contestó Rulfo, extrañado-. Al menos es lo que me dijo mi guía.
-Claro que está prohibido -confirmó Pizarnik-. No se permite visitar las casas expiación para escritores, pero son bastante permisivos en cuanto a las casas expiación para lectores -le informó-. Nos dejan visitarlas de vez en cuando. Siempre y cuando no nos acerquemos a las casas en las que se alojan los lectores que tienen una obsesión enfermiza por nuestros libros.
-No sabía que también hubieran casas para lectores -dijo Rulfo, muy asombrado.
-Oh, por supuesto que las hay -le contestó Pizarnik-. Es de lo más divertido visitar alguna. La mayoría de lectores están más chalados por la literatura que los propios escritores.
-Por algo han venido a parar aquí, ¿no crees? -razonó Arlt-. Está bien que los escritores tengamos que vivir este tormento a causa de nuestras opresiones literarias, pero que haya individuos que lleguen a este lugar por su gula lectora, yo creo que no podría justificarlo ni don Quijote.
-Si quieres, Juan, podemos visitar alguna -se ofreció Pizarnik.
-Me encantaría -contestó éste.
-Pues voy a pedirle permiso a nuestros guías y en seguida vengo -decidió Pizarnik.
-¿Los lectores también hacen terapia? -preguntó Rulfo.
-Por supuesto que sí -desveló Arlt-. Y también escuchan pensamientos de lectores, pero en este caso oyen los pensamientos de los que leen sus libros favoritos. Seguramente sus libros preferidos son la causa de haberse quedado atrapados en el purgatorio de la literatura.
-¡Qué curioso! -exclamó Rulfo-. Los lectores escuchan los pensamientos que tienen otros lectores sobre sus libros favoritos -repitió pensativo.
-No sólo eso -intervino Salinas-, sino que alguno cree ser uno de los personajes del libro al que adora, y de hecho, no hace mucho me contaron que en la casa expiación nº 419 hay un lector que se cree Ismael, el protagonista de Moby Dick.
-No puedo creerlo -afirmó Rulfo.
-Es verdad -confirmó Arlt-. Es más, sé de buena tinta que este mismo lector confunde a sus compañeros de casa con otros personajes de la misma novela. Está convencido de que uno de sus compañeros es el capitán Ahab.
-Ya me han dado el permiso, Juan -anunció Pizarnik, entrando en el salón -. Dentro de un rato podremos ir.
-De acuerdo -respondió Rulfo-. ¿Y hay alguno lo suficientemente enorme como para que le confunda con la propia ballena? -bromeó, siguiendo con el tema.
-En efecto -confirmó seriamente Unamuno-. Imagino que su guía estará teniendo mucho trabajo terapéutico con el supuesto Ismael para evitar que cace a la que supone la ballena. Está claro que mucho no podrá hacerle, puesto que los dos están muertos, pero no debe de ser agradable que te estén confundiendo todo el día con un cachalote. Estos lectores concretos -dijo dirigiéndose a Rulfo- son adictos a la literatura. ¿Habéis oído hablar del calabozo para lectores rebeldes? -inquirió.

Todos negaron con la cabeza. Unamuno continuó hablando.

-Es una leyenda que circula desde antes incluso de que yo llegara a este inhóspito lugar. Cuentan que existe en el purgatorio un calabozo donde encierran a los lectores irrecuperables. Nosotros, los escritores, lo llamamos el calabozo de Hannibal Lector. Son los llamados lectores herejes o rebeldes. Son los que los guías consideran que jamás conseguirán desprenderse de sus necesidades lectoras, y a causa de ello nunca alcanzarán el nirvana. Los dan por perdidos. Se cuenta también que los guías les dan de leer para calmar su sed de literatura, su añoranza de páginas y palabras, su hambre de papel, de tinta, de libros -concluyó.
-Vaya -exclamó Pizarnik- Nunca había oído esa historia.
-Querida Alejandra -le respondió Unamuno-, cuando tú aún estabas en pañales, yo ya cumplía condena aquí.
-No le hemos hablado a Juan de los recitadores de párrafos, ¿verdad? -preguntó Salinas.
-¿Los recitadores de párrafos? -repitió Rulfo, por si no lo había entendido bien.
-Sí -confirmó Salinas- Hay algunos que se pasan el tiempo recitando los párrafos que recuerdan de su libro predilecto. Recuerdo a un lector -continuó- que no paraba de relatar siempre el mismo párrafo.
-¿Cuál era? -le interrumpió Rulfo.
-Un párrafo de un libro de James Barrie, lo ha repetido tantas veces que si quieres te lo puedo recitar -le propuso Salinas.
-Por favor -pidió Rulfo.
-A ver cómo empezaba... ¡ah, sí! "David sabe que todos los niños que viven en nuestro barrio de Londres fueron en su momento pájaros en los jardines Kensington. Y que por esa razón hay barrotes en las ventanas del parvulario, y guardafuegos ante la chimenea, porque algunas personas olvidan que han perdido las alas e intentan salir volando por las ventanas o por el tiro de la chimenea” -recitó Salinas.
-¿Y se pasa todo el tiempo repitiendo lo mismo? -quiso saber Rulfo.
-Con una variación -señaló Salinas-. También le da por otra frase, del mismo libro, claro está, pues es su preferido. La frase dice así -dijo Salinas, preparándose para recitar solemnemente-: "La razón por la que los pájaros vuelan y nosotros no es sencillamente porque tienen una fe ciega, y tener fe es lo mismo que tener alas". Es un adorador de Barrie, como habrás podido comprobar.
-Yo creo que ya podemos ir yendo, Juan -decidió Pizarnik-. Te explico a qué casa vamos mientras caminamos hacia allí.
-De acuerdo -dijo Rulfo mientras abandonaban el salón.
-Vamos a visitar la casa expiación para lectores nº 136 -indicó Pizarnik-. Está aquí al lado. Como ves la cueva del purgatorio es colosalmente grande, pero todas las casas están más o menos cerca las unas de las otras. En la casa a la que vamos, Juan, hay un apasionado de Dickens, hay otro de Dostoyevski, una adepta de Sterne, una exaltada de Thackeray y otra incondicional de Charlotte Brontë. ¿Te apetece? -preguntó Pizarnik con una mirada traviesa e infantil.
-Por supuesto que sí, querida -ratificó Rulfo.
-...Los libros son mi aliento, mi vida y mi futuro -estaba diciendo el lector voraz de Dostoyevski al entrar Rulfo y Pizarnik en la casa nº 136. Estaban los lectores tan inmersos en su conversación que ni siquiera se dieron cuenta de que tenían visita.
-Pues muy mal -opinó la lectora voraz de Sterne-. Porque, amigo mío, hay que ser conscientes de que para trascender se trata de lo contrario. Se trata de considerarlos como tu asfixia, tu muerte y tu pasado -sentenció.
-Ya lo sé -contestó molesto el lector voraz de Dostoyevski-. Pero no lo puedo evitar, amiga. Daría todo lo que se me mandara por volver a leer un sólo libro por última vez. Aunque fuera uno escrito por....
-¡Hola! -interrumpió la lectora voraz de Charlotte Brontë al percatarse de que no estaban solos-. Chicos -dijo a sus compañeros de casa-, parad ya que tenemos compañía.
-Hola -saludó Pizarnik-. Hemos venido a visitaros, compañeros de purgatorio. Os presento a un integrante nuevo de nuestra casa expiación. Aquí tenéis al famoso escritor mexicano Juan Rulfo. Deseaba conocer alguna casa expiación para lectores.
-Mucho gusto -saludaron todos.
-Tomen asiento, por favor -dijo el lector voraz de Dickens-. Les pedimos excusas -continuó-, solemos mantener acalorados debates sobre todo tipo de cuestiones literarias. Somos conscientes de que es contraproducente, pues estas paparruchas nuestras nos provocan el mal funcionamiento de nuestro sistema nervioso.
-Eso suponiendo que nos quede algo de sistema nervioso -resaltó el lector voraz de Dostoyevski.
-No os disculpéis, compañeros -dijo Pizarnik-. A nosotros nos pasa exactamente lo mismo. Sobre todo cuando escuchamos algún que otro pensamiento de un lector que no valora nuestras obras.
-¡Por Dios vivo, señora mía! Eso es lo que peor llevamos -confesó el lector voraz de Thackeray-. No saben ustedes lo que tenemos que sufrir escuchando todo tipo de flagrantes pensamientos por parte de los lectores que leen nuestras joyas literarias favoritas. Yo mismo, por poner un ejemplo -continuó-, tengo una cruz con La feria de las vanidades que no se hacen idea. No se podrán creer que el otro día me topé con los pensamientos del que, sin duda alguna, era un zoquete infalible, un lerdo profesional, un tarugo de vocación. Pues bien, el muy alcornoque, después de haber leído la magistral creación de la que os hablo, pensó en los términos siguientes:"¡Vaya tostón!, ¡Qué libro más pelma!". Yo no podía, amigos míos, dar crédito a lo que escuchaba en mi cerebro. ¡¡Ira de Dios!! -bramó-, ¿qué se cree este extraordinario borrego? ¿Que él podría superar al maestro Thackeray? ¡Ah, señoras! ¡Vanitas Vanitatum!
-No te exaltes tanto, acólito de Thackeray -le recomendó la lectora voraz de Sterne-. Que sabes por experiencia que si empezamos así, acabamos profundamente atrapados en el pozo de la depresión -le recordó.
-¿Hasta tal punto os afectan unas cuantas criticas negativas a vuestros libros preferidos? -preguntó Rulfo.
-Cómo se nota que acaba de llegar, amigo mío -dijo la lectora voraz de Brontë-. Ya veremos si dice lo mismo dentro de unos días, cuando haya escuchado "unos cuantos" -esto lo dijo con retintín- despropósitos de pensamientos sobre sus libros.
-Además -dijo el lector voraz de Dostoyevski-, nosotros no somos de los que peor se lo toman. En la casa expiación para lectores nº 323 hay un lector voraz que cree ser John Kennedy Toole y...
-¿De veras cree ser el mismísimo Toole, el autor de La conjura de los necios? -interrumpió Rulfo, asombrado.
-Sí, sí -aseguró el lector voraz de Dickens-. Y por lo que yo he podido saber estoy en condiciones de afirmar que en una ocasión este lector voraz, el cual es merecedor de la mayor de nuestras censuras, escuchó unos pensamientos insultantes y unas descalificaciones intolerables contra Ignatius Reilly, que como sabéis es el protagonista de La conjura de los necios, procedentes de un lector que profería estas burlas mentales mientras leía el citado libro. Craso error, amigos míos, pues nuestro lector voraz compañero se obcecó hasta tal punto que se mantuvo durante horas y horas en un estado de enajenación tan formidable que se vio impulsado a recorrerse la cueva del purgatorio de cabo a rabo para encontrar una salida, salida que, claro está, no halló. Y su propósito de identificar al autor de tales humillaciones para así poder volatilizarlo en pedazos no pudo ser llevado a cabo. Si todo esto lo supiera el lector que ocasionó dichos disturbios, sin duda, agradecería con más frecuencia tener todas sus extremidades en perfectas condiciones.
-¡Qué de salvajadas! -exclamó Rulfo.
-Así es -declaró la lectora voraz de Charlotte Brontë-. He de confesar que yo misma estuve a punto de sufrir ese trastorno de suponerse el escritor de las obras que adoramos. Incluso, en una ocasión, creí ver, aquí mismo en el salón, a Emily y Anne Brontë. En ese momento supe que debía contárselo a mi guía. Estaba dispuesta a todo por no enredarme más en las garras de la literatura. Hubiera consentido hasta una lobotomía de espíritu, figuraros lo que os digo...
La lectora voraz de Charlotte Brontë fue interrumpida por la entrada en el salón de un Salinas visiblemente alterado.
-¡Alejandra! -chilló Salinas.
-¿Qué pasa? -inquirió la Pizarnik.
-¡Es Unamuno! -Salinas verbalizó a duras penas-. Estábamos conversando Arlt, él y yo, y de repente, de repente... ¡¡ha desaparecido!! Literalmente, ¡¡se ha evaporado!!
-¡Hombre de Dios! Eso es que ya ha trascendido -sentenció el lector voraz de Thackeray.

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