lunes, 11 de agosto de 2014

Heroína en el lápiz

Diario de una terapia de rehabilitación. (Transcrito del archivo original en audio).

Día 1
Amanezco luna y desdibujado. Sin mi sombrío lapicero.
Es tiempo de oscuridad y vértigo profundo.
Una brisa glacial insufla espanto a través de mi burbuja. Araña mi piel. Traspapela y exilia las hojas de los cuentos que están en mi mesita.

Escribir me está haciendo daño. Hoy me extirpo todos los lápices.
Comienzo la terapia de sueño.

Día 6
El deseo de un pequeño lapicero me está quemando. A duras penas me hago el sordo y logro esquivar su poder de atracción.
NO.
Una punta de lápiz afilada sigue arponeando mi alma, una punta de lápiz como una garra.
Ahora mismo, si pudiera, escribiría con mis lágrimas.

Día 11
No logro dejar de pensar en él. ¡Mi lápiz, álamo negro!
El que escupía palabras averiadas y las lanzaba como flechas venenosas. El que aullaba rabia a la luna.
Lo rompí a mordiscos.
Mis sombríos lapiceros sólo escriben cadáveres, cadáveres que cuelgan agazapados en mi mano.
Estoy enfermo, enfermo de vidas muertas.

Día 20
Estas son las dos palabras que se me han quedado tatuadas en la mente: son muertos.
«Son muertos», pronuncio lúgubremente. «Llevan todos el signo de los muertos». «¡Son muertos, muertos, muertos!», repito frustrado, llevándome una mano a la frente y negando con la cabeza.
Siempre son muertos. Los quemaré todos. No salvaré ninguno.

Día 25
He caído. Le he robado un lápiz de aspecto anodino pero con un aire de fragilidad irresistible a una bibliotecaria. Aún no he escrito. Lo he dejado a la luz de la luna en el alféizar de la ventana. Sólo estoy observándolo.
Las nubes lo colorean con un torrente púrpura bruno. Está tan bonito….
Me acerco, pero no lo cojo.
Llueven lágrimas sobre mi lapicero.

Día 25 (madrugada)
Palabras brotadas de mi nuevo lápiz y que han salido volando por la ventana:
Mi triste lapicero escribe palabras fosforescentes.
Pero, rápidamente, permutan en sombrío.
¿Dónde el resplandor, dónde el alba, dónde el fin de la agonía?
¿Cuándo el lapicero sanador?


«Están heridas, irreversiblemente heridas», me digo, cabizbajo. «Y un conjunto de palabras heridas hacen un relato muerto», remato tajante, asomando media sonrisa con una mueca de autodesprecio.

Escribo para llorar en silencio. Lloro cuentos que brotan de la palma de mi mano agarrotada.
Les falta:
Aliento de vida.
Una voz que no esté quebrada.
Cordón gramatical.
Gorjeo de raíces.

Ya intenté:
Traerlos a la vida con rituales demoníacos.
Ponerles nomeolvides en sus tumbas, sarcófagos que yacen en mi libreta.
Repetir en letanía «venid a la vida» tres mil setecientas treinta y nueve veces.
Rociarlos con rayos de sol y de luna.


Nada funcionó.
Me gustaría extirparme esta heroína. Ahora me vuelve a doler el lápiz al releer lo que he escrito.
Quisiera romperlo y quemar esa hoja. Pero no lo hago.
La arranco de mi libreta y los lanzo a los dos por la ventana.

Día 26
Me arrepiento de lo que hice anoche. Me muero por un lápiz.

Día 29
He conseguido otro, sustraído a un estanquero despistado. Un lapicero muy pequeñito y ajado, que está a punto de quedarse sin palabras.
Emborrono mi libreta:

Mi sombrío lapicero persigue el cuento linterna que me cure la oscuridad y con el que pueda sonreír a la muerte. Un cuento que no se escupa a sí mismo.
Pero ni siquiera se atisba una palabra viva…
.

«¡Ah, una sola palabra viva!», exclamo, ensordecido por los lamentos de mi corazón. «¡No quiero sonar como palabra temblante que se susurra a solas en la noche!» «¡Quiero escribir vivo!», grito, ridículo.
Escondo el lápiz debajo del colchón. Temo hacerlo añicos.

Día 33
Lo he vuelto a coger. Necesito el placer de caer para echar a volar.
Garabateo en mi libreta.

Aquí pongo el gozo. Escribir es:
Respirar.
Viajar a diferentes nosotros.
Romper el espejo del vacío.
Desatarse el ser.
Hacer de vigía de noches.
Es como llenarse de barro y moldear figuritas.
Y es destino.


«Pero también es extraer clavos», digo estremeciéndome. «Y florecer invierno miles de veces, con la culata del lápiz apuntándote al corazón», susurro lastimero.

Aquí retrato la sed. Escribir es:
Gritar penumbras.
Habitar el exilio.
Llorar temblor y fiebre en silencio, rechinando los dientes.
Ser títere y titiritero.
Luchar con leviatanes.
Es como agonizar sin esperanza de muerte.
Y es destin…


Día 38
He tenido que robar otro lápiz porque el otro se me rompió antes de llegar a la «o». No lo hice a propósito. Apreté mucho y lo desnuqué al pobrecito.
Todo lo va rompiendo un hombre roto.

Día 50
Una muchedumbre de ausencias me visitó ayer. Se ha producido en mí una metamorfosis.
A la mierda la terapia de rehabilitación.

Día 51
Un sombrío lapicero es un puente. Un puente que separa a una hoja en blanco de un fantasma.
Y las palabras son pájaros. Pájaros surcando cielos níveos, volando como vuela la libertad.
Nunca más volveré a romper un lápiz, ni quemaré mis hojas. Yo mismo fui fantasma antes de venir y volveré a ser fantasma cuando me vaya.
Porque estoy repleto de cueva empuñaré mi lápiz como antorcha.

Aquí la metamorfosis. Sucedió así:
Anoche, un rayo iluminó la negra sima.
Una brisa fría, muy densa, penetró en mi cuerpo. Anocheció luz en un instante. La puerta, de repente, estaba entreabierta. Vi formarse la palabra-llave en la cerradura.
Percibí sus presencias. Estaban aquí, una oleada de escritores antepasados que jamás volverían a tener:
Ni voz.
Ni mano.
Ni lapicero.

Un ejército de muertos, infectados también por el veneno de escribir, tomaba mi cuerpo y hablaba por mi boca.
Repleto de escalofríos, con voz de ultratumba, balbuceé muy quedamente:
«Relato muerto es el que no está escrito. Un sombrío lapicero es una lámpara».

Y mi mano, impulsada por una fuerza extraña, apuntó con escritura errática en la última página de mi libreta:
Mi pequeño álamo negro, la noche nos ilumina. Y, juntos, alumbraremos fantasmas hacia la vacuidad de las hojas. Las almas de los cuentos esperan al otro lado.

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Perrerías

Querida Katerina: por fin nos hemos acomodado en el pueblo de mis suegros y tengo un momento para escribirte unas líneas. Me satisface comunicarte que la enfermedad de mi suegro no es tan grave como nos temíamos. Volveremos a Petrogrado en dos semanas si, como esperamos, se mantiene la mejoría.

En cuanto a mí, me encuentro de lo más desconsolada. No te creerás lo imposible que está Hércules ni lo perjudiciales que son las influencias femeninas para él en este ambiente rural. Está más intransigente y déspota que nunca. Al incauto Eros, pobre sufridor, no le da tregua. Ejerce sobre él una tiranía tal, que dejaría a Napoleón como un pelele pusilánime si osara retarle a un duelo. No te exagero nada, hermana. Estos bebés peludos míos me trastornan los nervios.

Todo comenzó por culpa de la perra de la vecina. De su mascota, claro está. Aunque también hay un poco de lo otro, todo hay que decirlo, y estoy dispuesta a afirmarlo en el juicio final. La prueba está en que la peina como una cortesana y no le reprime esas ínfulas que se da moviendo la cola, muy indecorosamente, por cierto.
Para colmo, la vecina tuvo a bien bautizar a la dueña de ese lujurioso apéndice con el nombre de Afrodita. Figúrate, llamándose así, esa criatura estaba condenada a cometer los actos más depravados y a vivir una vida repleta de indignidad y continuas faltas de decoro. Tú misma juzgarás, Katerina.

El desagradable incidente empezó cuando nos disponíamos a tomar un almuerzo con unos amigos. La vecina y su Afrodita decidieron que ese era el mejor momento para visitar a mi suegra y preguntarle por el estado de salud de su marido. Aquello fue un atropello contra los principios más elementales de la educación, pero por lo que se ve en este pueblo se desconocen por completo los modales.

Pues bien, en cuanto Hércules vio a Afrodita, le noté que se había prendado al momento de esa descarada mestiza. De repente, emergió en él una mirada que parecía decir: “Monada, yo soy tu perro. Sería capaz de dejar de ser un golfo por ti, luz de mis ojos”.
Pero a ella debió de parecerle una impertinencia, porque ladeó la cabeza como si le respondiera: “Me repugna su insolencia, caballerete. Usted no llega ni llegará nunca al nivel necesario para ser mi enamorado”. Y tenía toda la razón, ya que ella es mucho más voluminosa que él. Sin embargo, por más que le intenté explicar al pobre Hércules la imposibilidad de ese amor, aduciendo la disparidad de tamaños, no entró en razón ni cejó en su empeño de dirigirle ardientes miraditas a la joven dama, mientras se contoneaba orgullosamente.
Tienes razón, hermana, ya te veo reprochándole su atrevimiento. Yo también reconozco que fue una actitud inapropiada para un perro de su posición social. Te imploro que le disculpes, porque fue como un flechazo, que le dio al galán en toda la cocorota.
Estoy preocupada, porque no sé cómo lograré hacerle comprender sin que discutamos que su amor es inaceptable, además de indigno para su categoría. Ya estoy oyendo lo que le dirás en cuanto volvamos, te veo agitando compulsivamente el dedo índice mientras le reprochas: “¡Ay, calamidad! ¡No haremos carrera contigo! ¿Qué podemos esperar de un señorito que no respeta su pedigrí?” Yo te lo respondo, Katerina: que el Señor nos proteja.

El caso es que la perra no quiso saber nada del pavoneo de nuestro Hércules. En cambio, sí que mostraba un interés especial por Eros. Yo la vi, a la muy casquivana, contonear sus partes traseras ante el hocico de él afectando descuido. Lo más escandaloso fue contemplarla ejecutar un neurótico agitar de cola cada vez que él pasaba cerca de ella.
De más está decir, porque supongo que ya te lo estarás imaginando, que esto fue el colmo de la fatalidad para nuestro pobre pequeño. Al darse cuenta de los elocuentes detalles, como me di cuenta yo, montó en cólera y le dio un tremendo síncope de rabia, los ojos se le pusieron en blanco, comenzó a emitir aullidos lastimeros. Mi corazón palpitaba acongojado. A punto estaba de desmayarse, cuando alguien trajo corriendo una salchicha, y sólo el hecho de enseñársela produjo en él una instantánea recuperación.
Sin embargo, fui rauda a mi habitación a coger mi saquito de sales por si se producía el temido desmayo. Pero no hizo falta, gracias a Dios, porque cuando volví ya se estaba recuperando. Ni te imaginas cómo tenía los nervios de destrozados, no tuve otra elección que prescribirme una considerable copita de vodka para reanimar la corriente sanguínea. Por un momento, llegué a temer que perdíamos a nuestro autoritario chiquitín.

Pero ahí no acabó todo, hermana. Nos quedaba sufrir un conflicto familiar lamentable.
Ocurrió cuando Eros, con su porte musculoso y su mirada benevolente, se acercó a Hércules. Con un tierno gesto y levantando la pata derecha hacia él, lo miró como diciendo: “Yo me disculpo, pero que vaya por delante que ni he mirado a esa señorita”. Pero el intratable e inmisericorde Hércules le respondió con un mordisco en la pata, el muy bellaco.
Estuve toda una hora entera sin dirigirle la palabra, no te digo más. Su comportamiento fue de lo más reprobable. Nunca se había mostrado violento con Eros, todo lo más algún empujoncito que revelaba un: “Deja paso al Rey, inmundicia”. Pero ahora me arrepiento un poco por haber sido tan dura con él. ¡Toda una hora sin hablarle!
Si en el fondo lo que le pierde es su afán de tiranizar, pero es innegable que, mientras está tiranizando, yace latente un cariño y una lealtad inmensas. Lo que pasa es que nadie sabe verlo. Además, encuentro que hay en su manera de ser una actitud regia tan… cómo te diría… tan impertinente, que me resulta de lo más encantadora.

Te mando una fotografía para que veas como es de desolador el pueblo de mi marido. No te rías de mis pelos, pero chica, aún no he podido encontrar a nadie que me sepa hacer un peinado comme il faut.

No te creas que ha sido fácil tomar la fotografía. Yo quería que salieran los dos uno al lado del otro. Pero Hércules sigue muy molesto y no soporta tenerlo cerca. Ya ves que no quiere ni mantener relaciones oculares con él. Cuando lo tenía en mi regazo no paraba de gruñirle, talmente como si le estuviera diciendo: ¡Maldita sea!, esto no quedará así, traicionera escoria plebeya”.

No te preocupes por la herida de Eros, está prácticamente curada. Aún no apoya la pata derecha del todo, pero es casi imperceptible.

Ya está bien por hoy de perrerías, Katerina.

Te quiere, tu hermana muerta, si no encuentra pronto una peluquera en condiciones.

Barco Mundo

¡Oh, compañeros de nave y compañeros de mundo!
Herman Melville


Mi amigo Chaqueta Blanca y yo somos marineros en el barco Mundo. De sol a sol y sin apenas descanso navegamos por el veleidoso océano de la incertidumbre. Sólo hallamos solaz cuando nos cala los huesos la lluvia de la imaginación.
A bordo, mantenerse siempre a bordo es nuestra única consigna, aunque cada día nos cuesta más porque hemos visto ya a muchos de los nuestros saltar por la borda.
Nadie sabe a ciencia cierta desde dónde zarpamos ni en qué puerto nos veremos apeados, este barco sigue su rumbo fijo y no tiene más escala que la muerte. Pero mi amigo disfruta del embarque, lo observo soñando el mar y respirando niebla en la cubierta.
Chaqueta Blanca, mitad humano, mitad personaje (¿no lo somos todos?), compañero en esta travesía que recorre el barco Mundo, no se afana en intentar averiguar si se halla en el camino adecuado (para él toda senda es hogar), y nunca le ha preocupado el sotavento. En este barco Mundo no conocemos ni conoceremos otra cosa que no sea navegar.
Chaqueta Blanca, pobre marinero, él sabe que no es de este barco, pero aun así ama la nave y el océano que surca. Él no es de los que buscan saber dónde recalará, quizás ésa sea la razón de que conozca tan bien su destino. Y mientras muchos se preguntan qué hay de real en el barco Mundo, a mi amigo le basta con imaginar las estrellas para conocer la realidad. No pocas veces lo he encontrado, en pleno día, charlando animadamente con las estrellas. O, mirando al cielo, antes del atardecer, contemplando la luna. Es su faro el firmamento. Mi amigo lleva todos los astros en su memoria.
Este Chaqueta Blanca con los ojos de color armonía intenso es famoso por su grito de guerra: ¡Avante, marineros!, y el día que se apee de este barco Mundo, en su mirada no leeremos otra cosa reflejada.
«Las estelas que habremos de dejar se las llevará la corriente, pero el gran océano que atravesamos reconoce a cada marinero que viaja a bordo del barco Mundo, y cada nudo recorrido es una milla más que se avanza», dice Chaqueta Blanca. «Compañeros oceánicos, todo marinero del barco Mundo es un explorador único que, con su trayecto, hace conocida una parte más del cósmico mapa naval. ¡Siempre avante, marineros! ¡Nunca estamos perdidos! ¡El viento en popa, siempre!», grita emocionado.
«La marea es sabia y su balanceo nos equilibra. Al marino del barco Mundo no le hace falta ni remar, compañeros. La derrota que seguimos, sin duda, habrá de llevarnos a casa».
Últimamente parece como si el barco Mundo fuera fábrica de vientos y se vendieran ventarrones al por mayor. Vayamos donde vayamos los marineros de barco Mundo, sea cual sea el pedazo de océano que singlemos, inundados de ventarrón vamos hacia casa, por fin a casa, según el siempre acertado criterio de mi querido Chaqueta Blanca. «Hacia casa, por fin a casa», me dice, con fuego y agua asomándole por los ojos. «Al abordaje de instantes con nuestro barco pirata, grumete, ahí es hacia donde nos dirigimos», me espeta, clavándome en los ojos las chispas y las olas de su mirada.

«Ya no nos hará falta ancla», dijo, el otro día, Chaqueta Blanca. «O mucho me equivoco o estamos a punto de adentrarnos en aguas turbias y revueltas, ha llegado la hora de lanzarse al horizonte, este buque atraviesa mares que nunca antes fueron navegados por ningún barco».
Y desde entonces viajamos sin ancla, sin mástil, sin velas, viajamos con el empuje que da el aliento del marinero que recuerda su morada.
Este barco Mundo siempre ha sido pasajero, pero, entre todos, hemos viajado como si tuviéramos la seguridad de que esta travesía fuera la única realidad, relacionándonos como si fuéramos a vivir en este barco eternamente. Hay muchos marineros en este barco Mundo que nos hemos cansado ya de esta farsa. El primero, Chaqueta Blanca. En la portada de su bitácora, ha escrito: barco Mundo mudo, ciego y sordo de fantasía. En el interior de esa bitácora auguro que debe haber como un universo de creatividad con mágicas galaxias en continua expansión.
«¿Quién te ha enseñado todo lo que sabes?», le preguntan algunos marineros a Chaqueta Blanca. Y él sonriente, contesta: «El mar, el océano por el que transitamos me enseña todo lo que necesito saber. Confianza en el océano, marineros, hay que tener. Este barco Mundo no naufragará, y el que es capitán lo sabe. ¿Acaso no vamos siempre a la deriva? No temáis nada en este barco Mundo, si lo sentís zozobrar confiad en el océano. La confianza será el único salvavidas al que podréis aferraros».

Para mi amigo no existen naufragios, aunque conoce todos los desafíos, ninguna tormenta conlleva peligro alguno para él. El espíritu del tornado porta en la sangre. Y cuando los marineros hablamos de tormentas, las palabras que pronuncia Chaqueta Blanca nos huelen a inmortalidad, él dice que eso es porque vino a este barco Mundo con el sabor de lo eterno retumbándole en la garganta.
Cuentan que Chaqueta Blanca siempre ha sido el que es, que siempre ha estado en contra de ir contra viento y marea, que jamás se le ha visto hundido en la negrura de la noche ni nadie le oyó nunca gemir entre tinieblas. Porque Chaqueta Blanca se nada las noches, los mares, las distancias que le separan de su tesoro perdido, así no le alcanza el voraz cachalote de la desolación. Le salen escamas y logra escurrirse de cualquier marinero que osa hablarle de fronteras. «¿De qué fronteras hablan estos enajenados?», me pregunta Chaqueta Blanca. «Barco Mundo sólo hay uno», dice sumergido en honda perplejidad.
Cuentan que Chaqueta Blanca es un ciego de lógica de nacimiento, que ni siquiera puede distinguir entre babor y estribor, que embarcó lunático y desembarcará lunático. Algunos marineros decimos que nuestros oídos de ave de paso se deleitan con el allende ulular de este sempiterno lunático, y no con las estridentes ráfagas de sensatez de los congruentes.

Ver a Chaqueta Blanca calado hasta la médula de refulgentes luceros en las noches de plenilunio es un espectáculo digno de presenciar. Jamás mis ojos de marinero contemplaron cosa semejante. Se le ve toda una constelación de otro mundo que se le escapa por la comisura de los labios, y un resplandor envolvente que emite con su sonrisa se me mete en la tripa iluminando la cueva de mi nostalgia. Cuando anochece, Chaqueta Blanca comienza a hablar de un lugar muy lejano a barco Mundo, y que, sin embargo, queda cerca del mar que buceamos. Un lugar llamado Ultramar. Ultramar es océano en el que confluye todo y es también isla de cualquier instante en el que uno sepa flotar por sí mismo, sin necesidad de madero al que aferrarse. Chaqueta Blanca lo define así: «Ultramar es el lugar donde nace el siempre y el presente». Cuando llega la mañana, Chaqueta Blanca se retira a su morada de agua. Mientras se aleja le oímos exclamar: «¡avante, marineros, en el ahora se halla el timón de la eternidad!».

Como en barco Mundo no hay quien entienda de este absurdo barco errático, (y menos aún del mundo), mi amigo se pone «metafilósofo», que según él, es dedicarse a vivir en su filosofía y dejar que cada uno haga lo propio. «Yo sueño un barco Mundo donde todos cuenten su propia historia, grumete, y escuchen las de los demás. Yo lloro un barco Mundo donde todos puedan poner su voz y donde todas las voces cuenten por igual, no sólo en mudo papel».
Metafilósofo, así está Chaqueta Blanca cuando no oye a nadie contar su propia visión de este barco Mundo. «A los marineros de este barco Mundo nos falta filosofía, mucha filosofía», me dice, con una tristeza en su voz que me congela el alma y el entendimiento.
Pero no le dura mucho su metafilosófica tristeza, pues al poco tiempo le invade el éxtasis que le provoca contemplar la majestuosidad de una montaña, la forma de una nube o el vuelo de una gaviota. Chaqueta Blanca ama los paisajes más que a su vida. De pronto, nos espeta: «¡Silencio!, atentos al gato que pasa en forma de nube. ¡Mirad!, un arcoíris nos saluda, marineros, guardemos silencio para observarlo».

De vez en cuando algún viejo marinero se nos acerca para decirle a Chaqueta Blanca: «no le metas a los muchachos esas tonterías utópicas en la cabeza, las cosas en barco Mundo son así, un marinero nada puede cambiar».
Y así les contesta Chaqueta Blanca: «barco Mundo es como lo ve cada marinero. Yo sólo les digo que no se dejen inocular el virus represor de los criterios, pues sólo el cambio no cambia, sólo la transformación permanece. Únicamente les espoleo para que se adentren en las grutas de sus ideas, para que se muevan impelidos por el dictado de sus propios dictados. Las cosas son como se interpretan».

Chaqueta Blanca nos huele el desánimo a mucha distancia. Y sabe cómo ahuyentárnoslo. Un día, cómo nos vería de sumidos en nuestras penas, que nos dijo: «Necesitáis mi catalejo. Con él veréis más allá». El catalejo de Chaqueta Blanca es un extravagante artilugio que, si miras a través de él, te borra las imágenes de la mente que te trastornan y las sustituye por otras en las que se aprecian cielos estrellados, islas paradisíacas, bandadas de pájaros, la Vía Láctea, y un sin fin de cosas más. Yo, cuando miré, vi una ballena descomunal. Anduve durante mucho tiempo con esa visión como contraveneno, como cuerda a la que asirme en los momentos de ceguera absoluta. Sí, yo soy un marinero que, en determinados momentos, adolece de visión y reniega de la marea humana, hasta el punto de que necesito cuerdas, bastones, algún cabo para el alma al que me pueda sujetar, pues la marea oceánica me seduce con el silbido de su inmensidad. Temo ceder al impulso de tirarme por la borda para ir en busca del abrazo con el originario mar. Y aunque Chaqueta Blanca dice que debo ser mi propio cabo, recordar la imagen de aquella ballena me ancla dentro de mí mismo, me enraíza a barco Mundo, no sé por qué. He aprendido que una ballena puede convertirse en cayado, la luna puede transmutarse en relajante pócima, o una palabra ser hoguera y sombra.

En los días de viento gélido, Chaqueta Blanca juega a crear palabras con el vaho de su respiración. Parece como si su aliento les diera vida al pronunciarlas. Cuando escoge una palabra, la repite, la repite, la repite hasta que parece que la está viendo, recién nacida del vaho de su pronunciar. Y como si la acariciara, con sus manos va dándole forma, para después soltarla y entregársela al viento, que se la susurrará a alguien en el oído. Alguien que no esté sordo de tempestades. A cualquiera que oiga un mínimo del rumor glacial submarino.
En los días de viento gélido, sólo nos abrigan las palabras a las que da vida de aliento Chaqueta Blanca. En los días de viento gélido, él sonríe, con letras colgándole de la boca. Palabras como «humo», «timón», «oleaje» nos hacen de mantas y nos alumbran los sentimientos. Y aún no hemos conocido iceberg que no haya sido abrasado por el consuelo de sus palabras de viento.

Hasta que en barco Mundo navegar sea vivir, y no matarse por sobrevivir, Chaqueta Blanca poblará el desierto de lo quimérico. Hasta que en barco Mundo existir signifique mucho más que producir, Chaqueta Blanca soplará fantasía.
Hay que agradecerles a los dioses del mar que Chaqueta Blanca no encaje en este barco, que sea como tonificante brisa del extramundo y que sea capaz de traspasar el hielo de la aflicción con el llameante soplido de sus revelaciones. Yo nunca se lo agradeceré lo suficiente ni podré rezarle a Poseidón, a Neptuno, a Nereo o a Váruna todas las plegarias que se merecen.
Cuando alguien es lámpara entre oscurantismos, como Chaqueta Blanca, va irradiando luces que encienden vidas, y aquí en barco Mundo, con sólo un vistazo, se advierte que escaseamos de luminarias. Y a las pocas que tenemos les solemos dar la espalda, creando así monstruosas sombras que hacen más oscura la andadura. Pero aún quedan marineros en barco Mundo que velan para que esta embarcación no se estanque en aguas empantanadas, aún merodean aquellos navegantes que rezan por más fábula y menos axiomas. Para ellos inventa mi amigo Chaqueta Blanca.

El camarote de mi amigo es nido de vuelos, es aposento de auroras, está lleno de musicales silencios flotando en el aire. Con sólo traspasar la puerta ya se percibe una atmósfera de magia ancestral mezclada con fragancia de ausencias. Chaqueta Blanca comparte camarote con su soledad, que siempre está presente y le hace mucha compañía.
Tiene en su camarote una brújula que no señala norte alguno, pero si la observas detenidamente, entrecerrados los ojos, verás indicadas todas las direcciones de las profundidades ultramarinas. Tiene también un cuadro, un cuadro que me traslada a dimensiones distintas de la que habita mi cuerpo. En él se observa, suspendido en un abismo, un estrecho pasillo que conduce a una puerta por la que se escapa una luz profundamente atrayente, una luz incitadora a traspasarla, todo ello con un fondo verde en forma de espiral. Pero, en realidad, en el cuadro no hay pintada una puerta, el cuadro mismo es la puerta. Yo lo he atravesado en incontables ocasiones, regresando distinto, volviendo menos náufrago. Es un cuadro rendija por el que llegas al hogar del amanecer, donde nace la luz.
En el lecho de Chaqueta Blanca, junto a él, duermen la mueca irónica y el gozoso deletrear de los sentimientos, que es pasado augurador de futuros. Por eso, cuando se levanta aún lleva en el rostro las marcas de la broma y el sentir, pues no son otras sus almohadas. Se le ve en la cara la huella que imprime el objeto en el que deja reposar su cabeza. La broma y el sentir, es lo único que necesita para descansar soñando.
Los que no vivieron mas que hundimientos, en el camarote de Chaqueta Blanca encontrarán balsa. Los que se sienten encerrados en este barco Mundo, en su camarote hallarán refrescante libertad.

Aunque nubarrones gigantescos se ciernan sobre nosotros, nada temeremos, porque Chaqueta Blanca nos ha contagiado su «avante, marineros». Ya estamos empapados de su estimulante acuosidad, ya sentimos su alentador aliento en el cogote reconfortándonos. Siendo él maestro de tormentas, no hay rayo ni trueno del que podamos espantarnos.
Como en barco Mundo todo es perpetuo vaivén, balanceo continuo, él nos ha enseñado el arte del equilibrio, que consiste en ignorar las ansias por evitar caídas o golpes. Nos dice: «No temáis al mareo ni a la angustia, no huyáis de caídas o golpes. Aquel que cae es el único que verdaderamente se mantiene en pie, el que no cae es porque no se mueve, y por lo tanto no avanza».
Y si nos viéramos atorados en colosal ventisca no nos veríais desesperar, la amistad de Chaqueta Blanca ha creado en nosotros semillas que el vendaval llevaría muy lejos, mucho más allá del mar. Sólo pensar en ello nos fortalecería. Somos marineros que llevamos el viaje y el brote en la sangre, nos gusta descubrirnos en los lugares más insospechados. Somos marineros que, aun estando varados, remontaremos hacia el alba de la utopía, acompañados por el brillo de astros de Chaqueta Blanca.

En ocasiones, mi amigo canta cuando está dormido, a menudo entona la misma canción, la canción del olvido, su estribillo mece los sueños de Chaqueta Blanca: «Ven, barco Mundo, conmigo, olvidé que vagaba perdido. Sopla, viento, sopla, que tu murmullo me arropa…» Cuando está despierto no se acuerda de la canción, pero el Chaqueta Blanca dormido también necesita de cánticos que le acunen el soñar. Vuela mi amigo, cantarín, por los etéreos cielos de las ensoñaciones. ¡Vuela, Chaqueta Blanca, vuela!...

Mi amigo sabe que escribo sobre él, mas no lo aprueba, él preferiría que escribiera sobre atardeceres en barco Mundo. Pero ¿cómo no escribirle? Chaqueta Blanca, que no es del todo personaje ni del todo humano (¿no es así con todos?), tenía que vivir para siempre, hecho de papel y letra, como retratado en un lienzo. Porque él, que nunca ha naufragado, es náufrago de todos los naufragios. Él, que nunca está solo, es amigo de soledades. Así es Chaqueta Blanca, maestro del arpa de las paradojas. ¿Cómo no escribirle?
Esta mañana, me ha dado un beso en la frente y señalándome al cielo limpio y claro, ha dicho: «grumete, si una ola se me llevara, podrás encontrarme en esa estrella, esa que tiene la luz de plata».
Me duele la belleza de la lógica de Chaqueta Blanca. Tengo quebrado mi corazón de marinero sólo de pensar en un celeste Chaqueta Blanca instalándose en astro de plata.
Porque todos los marineros sabemos que, en una oscura noche de tormenta, se lo llevará una ola.