jueves, 26 de mayo de 2016

Caja de cerillas



Érase un tiempo en el que bullía la vida dentro de una caja de cerillas.
Sin embargo, ahora no es el momento de hablar de ello. Para entender mejor aquellos tiempos hay que remontarse a la época en que al abuelo lo nombraron el Guardián de la Llama y, por tanto, tuvo que mudarse a la casa donde confluían todas las esquinas.
Yo nací en aquella casa. Todas las esquinas del mundo cohabitaban aquel espacio y el trabajo del abuelo como Guardián de la Llama consistía en encargarse de que no se alterara la órbita natural del mundo. Labor harto dificultosa, pues cualquiera era conocedor, ya por aquellos tiempos, de la debilidad que sienten estas por trastocar todo cuando se las dobla.
Debido a la confluencia de todas las esquinas en aquella casa, los objetos sufrían una alteración que provocaba su metamorfosis, (como la llamaba el abuelo), si alguien las doblaba sumergido en sus pensamientos. De manera que si uno cogía algún objeto para llevarlo a otra estancia de la casa y doblaba con él alguna de las esquinas, más le valía estar en lo que estaba, porque de lo contrario se encontraba con que de pronto su mano sujetaba algo distinto.
Como aquella vez en que alguien cogió una silla blanca y al doblar la esquina Socotora se convirtió en una figurita de una montaña nevada. El abuelo tuvo que proceder a realizar el necesario ritual. Cogió la montaña nevada y, colocándola junto al resto de las sillas, dijo: «Hasta que no ceje el influjo esta será mi silla». Estuvo durante días sentándose en el suelo con la figurita debajo de su trasero. Hasta que una noche, neutralizada la metamorfosis, desapareció la montaña nevada y el cómputo natural del número de sillas volvió a la normalidad. Había que realizar el mismo procedimiento con todos los objetos que mutaban. Y cuanto antes mejor. El tiempo corría en contra, porque cuanto más se tardara, más costaba rescatar al objeto verdadero de la ilusión que lo envolvía.
El abuelo, como buen Guardián de la Llama, no era inmune al mordisco de la música. Tocaba la armónica y el trombón muy dignamente. Cuando aún era un neófito en las metamorfosis dobló la esquina Finisterre, tocando con la armónica The times are changing de Dylan, tan imbuido dentro de la música que la armónica mutó. Se convirtió en un cepillo para las uñas. El abuelo diagnosticó que la ilusión era profunda y había que ponerse manos a la obra. Recuerdo que estuve mirando atentamente el cepillo de uñas y le pregunté mentalmente qué era. Me pareció que me miraba como un bobalicón y, de pronto, un pensamiento invadió mi cerebro: «Un cepillo de uñas en toda regla, para servirle».
Tardó semanas el abuelo en rescatar la armónica. Pero, al menos, con tanto intentar hacer brotar una pequeña nota de aquel cepillo, consiguió sacarse un minúsculo trocito de pollo que se le había quedado entre los dientes y que no había forma de quitar.
En otra ocasión dobló la esquina Kalahari con la pipa en la boca pensando en sus cosas. Craso error. Se convirtió la pipa en cuchara de madera. El abuelo no cejó en su empeño y estuvo fumando viruta días y días hasta que la pipa recuperó su estado original. Para ser Guardián de la Llama hay que ser muy lúcido y muy constante, pues la ilusión es muy poderosa. Embaucadora. Fácilmente te enreda en su apariencia y te convence de que el engaño es verdadero.
Pero las esquinas no se limitaban a mutar los objetos de los que las doblaban despistados. Ay de quien las doblara pensando en algo muy lejano. En ese mismo momento olvidaban cómo se llamaban. Especialmente peligrosa era la esquina Taiga, pues en su pared descansaba el tapiz de los mil nombres, que ejercía un influjo muy penetrante. Recuerdo el día en que le mutó el nombre a doña Hortensia, una amiga del abuelo que se quedó una temporada en la casa. Debía estar rememorando un recuerdo muy lejano cuando dobló la esquina Taiga porque, al instante, se olvidó de su nombre verdadero. De pronto doña Hortensia se creía Rosa. No fue extraño que el nuevo nombre contuviera al primigenio, así se las gastaba el tapiz. Y por más que ella nos insistía en que la dejáramos de llamar Hortensia, el abuelo nos había adoctrinado para que no lo hiciéramos. En casos de mutación de nombre el procedimiento del ritual que era necesario llevar a cabo constaba de dos pasos. El primero consistía en doblar la esquina que había hecho de las suyas manteniendo un pequeño espejo ante el rostro de la persona que había sufrido la mutación. El segundo especificaba que había que hacerlo llevando en la boca una ramita de nomeolvides. Lo del espejo no entrañaba mayor problema, la cuestión estaba en que el nomeolvides tenía que haberse sembrado en el jardín de la casa donde confluían todas las esquinas, y el abuelo, todavía inexperto, solo había plantado petunias. Nunca le vi tan nervioso como en aquellos días. Tenía pavor a que doña Hortensia saliera de casa y entablara relación con algún desconocido presentándose como Rosa, en cuyo caso había peligro de traspasar la frontera del olvido. Así que el abuelo le dijo: «Hortensita, olvídese de salir en unos días. Están cayendo gotarrones como puñales. Y se espera el temporal del siglo». Se bajaron todas las persianas de la casa de todas las esquinas para que no se diera cuenta de que lucía un sol espléndido. Al extrañarse doña Hortensia de no oír el repicar de la lluvia, el abuelo le contó que en esa casa las gotas de agua caían en silencio y sólo en la calima se escuchaba el repicar de la lluvia. Cuando al fin creció el nomeolvides el abuelo convenció a la susodicha contándole que andaba ensayando una obra de teatro y en la que interpretaba a un loco. Así que le pidió que para meterse mejor en el papel le acompañara imitando todos los disparates que hiciera. ¿Me permitiría estas excentricidades, bella dama?, le preguntó. A lo que la buena señora contestó que se las llevaba permitiendo desde que se conocían, por lo que no veía motivo para cambiar a esas alturas. Y así, doblando la esquina Taiga, mientras ambos se enfocaban sus respectivos espejos llevando una ramita de nomeolvides en la boca, la bella dama recuperó su nombre. Se produjo el fenómeno del retorno. Sin que ella se diera cuenta se desvaneció la ilusión y doña Hortensia volvió a ser doña Hortensia, quedando restaurada la órbita natural del mundo.
El abuelo demostró su maestría en el caso del velero azul, que me tuvo a mí como aciago protagonista de una metamorfosis. Al doblar el abuelo una mañana la esquina Fuji se encontró un pequeño velero de madera azul celeste en el suelo. Nos preguntó a todos los que le visitábamos si habíamos doblado esa esquina con algún objeto. Nadie recordaba nada. El abuelo recorrió cada rincón de la casa intentando averiguar si faltaba algo. Nada echaba de menos. Hasta que varios días después me llamó por teléfono y me dijo: «Camarada, (solía llamarme así), mira en tu caja de lápices de colores y dime si te falta el azul celeste». Se me cayó el mundo a los pies. Fui corriendo hasta mi habitación con el corazón cabalgando como potro desbocado y pidiéndole con fervor a todos los dioses del universo que por favor, por favor, por favor estuviera el azul turquesa en la caja. Pero no estaba. El abuelo lo había clavado. La figurita del velero azul era en realidad mi lápiz turquesa, que de tanto usarlo estaba al borde de extinguirse. Acostumbraba a guardármelo en el bolsillo del pantalón porque le tenía un especial cariño. Debió caerse sin que me diera cuenta. Me sentía muy triste por mi error, el abuelo se había quedado varias noches sin dormir por mi culpa intentando descubrir la realidad dentro del espejismo. Sin mencionar el peligro que corría la órbita natural del mundo a causa de mi descuido. Pero el abuelo me tranquilizó diciéndome que no me preocupara, que la órbita natural no había corrido peligro alguno. El velero aún no había cruzado la frontera del olvido y aún podía recordar que en realidad era un lápiz de color turquesa. Él lo había observado muy atentamente y había creído entrever la punta del lápiz en la cúspide de la vela. Pero me previno seriamente. «Mantén los ojos bien abiertos. Hay que estar muy atento, camarada, porque en cualquier esquina se agazapa la fantasmagoría».
Meses más tarde, le pude demostrar mis progresos doblando la esquina Sonora. Iba pensando apasionadamente en la bicicleta que me acababan de regalar cuando empecé a notar algo raro en mi mano derecha. Miré el reloj, los números que representaban las horas estaban desapareciendo y la esfera se estaba convirtiendo en un trilobites. Me quité muy rápido la bicicleta del pensamiento y me concentré en el presente. Conseguí que el fenómeno cesara. Cuando se lo conté al abuelo me miró y dijo: «Tienes la chispa del Guardián de la Llama, camarada, no es fácil contener el influjo durante el proceso de transformación». Y me felicitó porque imaginaba el esfuerzo que había tenido que realizar. En realidad, contener el influjo no me resultó difícil, lo complicado fue renunciar a un fascinante trilobites. Yo me sentía muy orgulloso de haber interferido en la vida de los objetos, me consideraba ya al borde de la maestría. Qué iluso era. Atisbar la vida en los objetos era tan solo adentrarse en el sendero. Pero avistar las memorias que guardan y las sombras que proyectan era recorrerlo.

Ese era el tiempo en el que bullía la vida dentro de una caja de cerillas. El lugar donde el abuelo la dejaba siempre era el epicentro donde confluían todas las esquinas. En ese pequeño objeto recaía toda la presión magnética del asunto, lo que provocó que los fósforos desarrollaran la capacidad de pensar. Yo los oía divagar dentro si me concentraba mucho mirando la caja. El hecho de haber nacido en aquella casa sumado a las enseñanzas que iba aprendiendo del abuelo me iban permitiendo conectar más y más con los objetos. Aprendí a hacerme uno con aquellos fósforos. Vueltas y más vueltas daban alrededor del concepto de espacio exterior. Cuando el abuelo cogía la caja de cerillas para encenderse la pipa yo corría a su lado y me concentraba mirando la caja para ver si conseguía oír lo que allá dentro se pensaba. Él abría la caja y ellas creían que se abría el cielo. La mano del abuelo era para ellas como una criatura colosal que las sacaba al espacio exterior. Desde su perspectiva, se levantaba como un velo la oscuridad y se producía el fulminante resplandor. Cada vez que se abría el cielo por unos segundos y sacaba a una de ellas se avivaba dentro una luminiscente curiosidad. Las cerillas que quedaban en la caja veían cómo iba creciendo el vacío. ¿Qué habría afuera?, barruntaban. ¿Atravesarían el cielo ellas también? Imaginaban a las demás en un lugar tan luminoso como mil lenguas de fuego. Algunas veces visualizaban a una pléyade de cerillas danzando bajo un cielo iluminado, en un lugar donde se podía bailar hasta el amanecer y cuyo cielo se abría para añadir otra cerilla.
Pasado el tiempo llegó el momento en que quedaba un solo fósforo en la caja de cerillas. Pero el abuelo no estaba destinado a abrirle el cielo. Murió, siendo aún Guardián de la llama, hundiendo sus raíces en la casa de todas las esquinas, antes de que necesitara dar lumbre a su pipa. Pocos días después, al coger la caja y abrir el cielo, atisbé una sombra. Prendió la llama de la memoria. De esa ultima cerilla escaparon olores de innumerables plantas, recuerdos de objetos (ya muy lejanos) de la casa en la que confluían todas las esquinas, risas, melodías de armónica y trombón. Vi asomarse el abismo cerúleo tan atrayente de su mirada, cada una de sus acogedoras sonrisas y flotaban por toda la caja todos los «camaradas» que me llamó. La sombra del abuelo destellaba y decidí que aquel fósforo quedaría sin prender para que siguiera encendiendo recuerdos. Era infinitamente más útil que las fotografías, porque las fotografías en la casa de las esquinas desprendían un halo de muerte. Pero la sombra del abuelo quedó impresa, bien viva, en el último fósforo.
Sin embargo, muchos son los peligros que acechan a un objeto de uso cotidiano. Sobre todo si se comete la torpeza de no ocultarlo a la vista de los que desconocen la sombra que proyecta.
¿Qué ve el ojo no entrenado de aquel que busca encenderse el pitillo? Una caja de cerillas.
¿Qué ve el fósforo solitario? Abrirse el cielo por octogésima vez y, al instante, el fulminante resplandor.
La última cerilla, al igual que la sombra del abuelo, estaba destinada a dar lumbre.