martes, 1 de febrero de 2011

La biblioteca viviente IV

CAPÍTULO IV: LIBRO LIBERTARIO

-Amigo Mendel, nunca te acuerdas de que los hay de otra casta -estaba diciendo El inimitable Jeeves, de Wodehouse-. No puedes esperar que todos los libros amen la poesía -advirtió.
-No que la amen, pero sí que la respeten como se merece -respondió Mendel.
-¿Y qué esperaba usted, Mendel, de un puñado de filósofos? -interpeló Vía revolucionaria, de Richard Yates.
-Sin duda esperaba más -reconoció.
-Sepa usted, querido Mendel -habló Ethan Frome, de Edith Wharton-, que yo considero que todos los filósofos se hacen daño con tanta reflexión. Siempre he pensado que deberían hacer suyo un eslogan tipo: Más ejecutar y menos cavilar.
-No me adhiero a su opinión, amigo Ethan -señaló Mendel-, la función de los verdaderos filósofos es vital en una sociedad. Sus habilidades para zambullirse en el vasto misterio de la concentración absoluta son imprescindibles para encarnar nuevos ideales. Pero, por desgracia, hay filósofos que creen necesario sacrificar otras abstracciones en beneficio de una sola abstracción. Es curioso.
-A mi modo de ver, la abstracción continuada tan sólo engendra putrefacción -opinó Vía revolucionaria.
-¡Cuánta razón, querido Vía! -exclamó Ethan.
-No. Rotundamente no -les contradijo Mendel-. La abstracción continuada engendra al observador de sí mismo. Y el observador de sí mismo sabe que todo caos surgió de la mente. Si conoces tu mente conoces el mundo más allá de la mente...
-¿Qué te han hecho, querido Mendel? -preguntó, compungido, Ethan-. Ojalá no hubieran confundido tu estantería. Esas miserables criaturas te han convertido en uno de ellos. Probablemente, mañana ya empieces a filosofar sin remedio.
-Es inaudita la capacidad que tienen algunos para intuir tragedias -dijo El inimitable Jeeves-. Mendel es el mismo de siempre, amigos.
-Entonces no comprendo por qué dice cosas tan raras de repente, Jeeves -reconoció Ethan.
-Mi querido hermano Mendel -dijo Carta de una desconocida- siempre ha tenido ciertas peculiaridades que lo han hecho un ser especial.
-Digo cosas raras porque estoy emparentado con la locura -afirmó Mendel-. Soy un enajenado que es víctima de una obsesión por descifrar.
-Lo lamento -aseguró Ethan-. No sabía que estuvieras enfermo. ¿Crees que es una afección permanente o pasajera?
-Confío en que sea permanente, querido Ethan -admitió Mendel.

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-¡Santo Papiro! ¡Las cosas que tiene uno que llevarse a los oídos de tinta! -gritaba El hombre que fue Jueves, de Chesterton-. Si hubieran tardado un día más en devolverme a mi estantería hubiera desfallecido.
-¿No has disfrutado de la aventura con tu último lector? -le preguntó Momo de Michael Ende.
-¿Disfrutar, dices? Llegó un momento, querida Momo, en que si hubiera tenido la habilidad para provocar una combustión espontánea, no te quepa duda de que la hubiera utilizado contra mi persona hecha de páginas. Cualquier cosa, antes que seguir escuchando sus reflexiones, las cuales continuamente me hacen preguntarme: ¿En qué página de mi cuerpo sostengo tal cosa?
-Eres un libro difícil, me temo, querido Jueves -habló Bichos y demás parientes, de Gerald Durrell-. Si fueras menos metafísico-religioso y controlaras un poquito tu vena surrealista conectarías con más lectores. Sin duda.
-O sea, ser un mediocre. ¿Te refieres a eso? Nunca, Bichos, jamás me convertiré en un libro ordinario o anodino -exclamó El hombre que fue Jueves.
-No me refiero a eso, querido Jueves -contestó Bichos-, tan sólo te sugería que no cerraras tu lomo a nada.
-No hay que avanzar lentamente a lo largo de la costa, sino que hay que navegar mar adentro, guiándose por las estrellas -recitó Middlemarch, de George Eliot.
-¡Loado sea Papiro! Por fin, alguien piensa como yo, querido Middlemarch -exclamó El hombre que fue Jueves.
-¿Tanta importancia tiene, Jueves? -le preguntó La historia interminable, de Ende-. Al fin y al cabo, todo es sólo una apariencia en la Nada. Todo da exactamente lo mismo.
-¿De dónde has sacado tamaña deformidad? -preguntó Jueves a La historia.
-De mí mismo -respondió éste.
-Ah, bueno. En ese caso, no me alarmo -reconoció El hombre que fue Jueves.
-¿Por qué razón no te alarmas? -quiso saber La historia interminable.
-Porque tu universo es muy singular, querido -fue la respuesta.
-Cosa que muchos agradecemos -dijo Momo.
-Gracias, hermana -le contestó La historia interminable.
-No hay de qué. Recuerda, hermano, que hay gente que no sabe escuchar la música que no deja de sonar en su interior.

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-¡Vivan los libros libertarios! -exclamaba Rebelión en la granja, de Orwell-. ¡Viva la libertad! ¡Vivan los libros que no se dejan narcotizar con el somnífero del conformismo!
-Ya le ha dado el ataque de anarquía -observó Los renglones torcidos de Dios, de Luca de Tena.
-No disimules, Renglones -le contestó Rebelión-. Bien sabes que todos los libros somos anarquistas. ¡Por la paz y la libertad! -gritó, exaltado.
-Empiezo a ver demasiados locos por todas partes. Cosa seria es ésta, pues comienzo a sospechar que el loco debo ser yo -contó Los renglones.
-¡Adelante, compañeros! ¡Por un mundo con libros libres! -continuaba Rebelión.
-Querido Rebelión, como compañero y amigo, pues así te considero, te recomiendo que no derrames tus ideologías tan transparentemente. Nunca se sabe quién puede recoger tus filosofías, amigo, ni las consecuencias que ello podría provocar, sobre todo si son de orientación liberal -sugirió Artículos, de Larra.
-Te lo agradezco, compañero. Pero no soy libro de disfraces. ¡Larga vida a la anarquía! Amigos, a la anarquía no hay que temer, hay que espantarse de las filas y cajas donde nos quieren meter. ¡Que vivan la diversidad y el pensar por uno mismo! -concluyó Rebelión.
-Hermano Rebelión -le dijo 1984-, supongo que vendrás cansado del viaje con tu último lector. ¿No te apetece bucear en ti mismo un ratito?
-Gracias, hermano. Me recogeré en mí mismo un lapso de tiempo -convino.
-Papiro te conserve por mucho tiempo, 1984 -le deseó Mi tío Jules y otros relatos.
-Mi hermano es un gran libro, amigos, quiero deciros que mientras os mantengáis sin educaros a vosotros mismos, ninguno lo comprenderá nunca. Es un libro que sueña un mundo nuevo, y eso es más de lo que se puede decir de vosotros. No intentéis desacreditarlo delante de mi portada. Hacedlo cuando esté viajando por mis páginas, o bien cuando me reclame algún lector. De otra manera, os encontraréis con una absoluta condena por mi parte -les advirtió 1984.
-No era mi intención ofenderle -aclaró Mi tío Jules-, tengo en gran estima los conceptos que proclama. El único inconveniente, según mi humilde apreciación, es el volumen que utiliza para divulgarlos.
-Porque el pobre mío se entusiasma -excusó 1984-, cuando uno encuentra su pasión no debe minimizar la intensidad de su entusiasmo.
-Si aprecia algo la estabilidad mental de sus compañeros, yo creo que sí debería minimizarla un poquito -opinó Mi tío Jules.
-Querido Jules, en ese caso, en nombre de tu estabilidad mental coartarías las habilidades de los individuos, lo que, sin duda, provocaría la desestabilización mental de ellos -adujo 1984.
-Querido 1984, siempre me olvido de que contigo no se puede debatir -lamentó Mi tío Jules.
-¿Por qué no se puede debatir conmigo?
-Porque eres un liberal sin remedio -afirmó éste.
-¡Acabáramos! Ya sabía yo que por algún lado se le sacaría punta al liberalismo -se quejó Artículos.

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-Yo soy libro único. No tengo hermanos, como tenéis la mayoría de vosotros -estaba diciendo Los círculos de piedra, de Joan Dahr Lambert.
-En esencia todos somos hermanos, querido -le respondió Sentido y sensibilidad, de Jane Austen.
-Hay libros que tienen hermanos que mejor hubiera sido no tenerlos -aseguró Las inquietudes de Shanti Andía, de Pío Baroja.
-¿Dices algo, Shanti? -le preguntó El árbol de la ciencia, de Baroja.
-Nada, qué voy a decir, hermano -le contestó-. Cosas sin importancia.
-Un sin importancia, eso eres tú -arremetió El árbol de la ciencia-. Me tienes envidia porque yo soy más famoso que tú.
-¿Y, qué da la fama, hermano, a parte de un ramillete de vanidad? -quiso saber.
-Mi fama es el reconocimiento de mi genialidad -aseguró El árbol.
-Tu fama, hermano, no es tuya. La fama es de nuestro padre creador -le recordó Las inquietudes.
-Shanti querido, no es mi intención discutir con quienes tienen tramas de inferior calidad a la mía.
-Pues, la mayoría de mis lectores no opinaban lo mismo, querido Árbol -le informó Shanti-. A muchos de los que recorrieron mis páginas después de las tuyas les oí decir que disfrutaron mucho más observando mis cielos azules, pescando calamares en mis mares o sintiendo el salpicar del torbellino de mis olas, que sufriendo tus tristezas y dolores.
-¡Por Papiro! ¡Qué de blasfemias! -aulló El Árbol-. Además, tergiversas. Porque, dime, Shanti querido, si disfrutaron de igual manera tu isla de la Desolación, tu puerto del Hambre o tus bahías de la Desesperación y de la Soledad. En esos parajes no se ven más que rocas peladas y bancos de hielo, hace un frío terrible y no se encuentra un rincón donde guarecerse. ¿Acaso es que esos mismos lectores de los que hablas no surcaron todas tus páginas? -le preguntó.
-Adorado Árbol, te pregunto lo siguiente: ¿no te resulta curioso el hecho de que cada vez que tenemos esta conversación, acabes citándome con el único anhelo que el de desprestigiarme, en vez de citarte a ti mismo para así poder evidenciar tu supremacía? -indicó Las Inquietudes.
-No tenéis perdón de Papiro. Yo me pregunto si esta polémica os lleva a algún lugar -interpeló Momo.
-Por supuesto que sí -le aclaró Shanti, rotundamente-. Nos lleva al lugar donde siempre es carnaval y nos llena de una jovialidad oculta.
-Me veo obligado a disentir -dijo El árbol de la ciencia-, aunque, sin que sirva de precedente disiento sin tener argumentos para no estar de acuerdo.

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