viernes, 12 de agosto de 2016

Cosmología



Mi vida es una canoa y una caracola de mar. El murmullo de la selva flota sobre mí.
Aspiro la música del oleaje, tengo ese sonido escondido adentro. Y he de hacerlo sonar.

Puedo leer un mapa que no pueden ver mis ojos. Puedo ver azul y verde donde sólo hay negro. Sé escuchar el canto del búho, que ulula de madrugada. Poseo lo inmutable y todo lo que es inasible. A veces, puedo dejarme sonreír por el infinito del universo, abrazar mi sombra y conversarme en precipicio. Suena raro, pero yo lo vivo cristalino.

Puedo bostezar sin perder curiosidad. Cuando me detengo es porque albergo un obcecado empeño en continuar. Y porque también me canso enseguida. Suelo reposar en mi identidad.
Llevo guardada la música de los muertos en mi memoria. Y la hago resonar cuando quiero. Sé distinguir los números, aunque a veces se me mezclan el uno y el dos. El dos me confunde. Me cuesta aprehender su cualidad de ilusoriedad. Pero no se me escapa su inexistencia. Eso no.

Sé ver ficción en todo. Puedo oler anémonas azules si me lo propongo. He desarrollado un sexto sentido para ver los monstruos de la oscuridad. Les planto cara con mi espada luminosa y nos ponemos a charlar de esto y de aquello. Los monstruos tienen muchas cosas que contar.
Sé cómo hacer para que los personajes de un libro se queden adentro mío y me hagan compañía. Ahora mismo está a mi lado un niño llamado Nicolás. Me gusta Nicolás.

Tengo una gran capacidad para confiar. Confío en la luz de la luna, en los rayos del sol, en mi taza de desayuno. Confío en mi canoa y en mi caracola. Confío en la permanencia del observador. Confío en mi soledad. Confío en mi lámpara de lava. Confío en el silencio. Pero, por encima de todo, confío en el instante sagrado del devenir cuando me doy un baño.
Tengo una gran habilidad. Nací con síndrome de recuerdo. Recuerdo la sabiduría de mis ancestros. Recuerdo que todo vino del cielo. Y que esta hoguera de carne es más valiosa que las mareas. Pero no puedo decirlo, porque tendría que hablar con un lenguaje de pompas de jabón que no puede ser balbucido.

Viajo con mi canoa por el mar. Con mi caracola escucho lo que cantan los peces. Me pongo a soñar un sueño, arribo a mil puertos. Vuelvo a zarpar. Atrapo más vivencias y se las ofrendo al infinito del universo para que las imprima en cristal. Sé que es así como se escribe el sonido del tiempo. Pero supongo que eso lo conoce todo el mundo.

He aprendido, a base de ecuaciones metafísicas, a cambiar mi pasado. Momentos de angustia o de pánico, por ejemplo, los permuto en cuestión de nanosegundos en momentos repletos de confianza. Una vez hecho, lo conecto con el presente, que realmente es lo único que entiendo. Es en el ahora donde menos sufro el vértigo. El futuro es una variable que nunca introduzco en mis meditaciones numéricas. Sinceramente, me aturde el concepto y no puedo fingir que no sé qué demonios significa. Para calmarme pienso en la inexistencia del dos. Eso siempre me funciona.

Me he inventado un mundo gracias a la noche. En los momentos nocturnos soy proclive a imaginar. Se me llena la habitación de seres que aparecen de la nada. Es muy habitual que aparezca un gato que habla y se siente a mi lado en la cama para narrarme sus fascinantes aventuras. Cuando me canso de él lo convierto en una clave de sol soprano que canta para mí, si yo quiero, hasta altas horas de la madrugada. Puedo invocar un ejército de luciérnagas, si me concentro mucho. Pero el ser que más me gusta que venga es el casco parlante. Te lo pones en la cabeza y te verbaliza los pensamientos. Así no se escapa ninguno. A mí me va de perlas, porque se me suelen escapar muchísimos cuando no llevo el casco puesto. Algunos pensamientos son muy resbaladizos y cuando tiro a pensarlos ya se me han escabullido. Sobre todo los que me llegan cuando estoy balanceándome agarrado a las ramas de un olmo. Estoy en muchas partes al mismo tiempo.

Soy una hoja al viento, una flor de la noche. Soy el reflujo de las mareas, el soniquete que va en mi búsqueda. Soy el que soy.

Creo que vosotros lo llamáis autismo.

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