viernes, 12 de agosto de 2016

Artista cayendo



−A este paso me quedo sin azules −dijo el artista.
−Puede que te venga bien salir a tomar un poco el alba −le respondió su acompañante.
−Ya no me funciona. Sólo veo variaciones de negros. Es una cosa atroz.

Era algo serio. Gastar todos los azules, ¡habrase visto! Si hay algo que no le falta nunca a un soñador de cuadros es el azul. Nada se puede pintar sin azules.
Muy a su pesar hubo de intentarlo con el negro. Pintaba niños con capuchas caminando senderos en la noche. Siempre de espaldas al observador. Por un tiempo tuvo la sensación de que caminaba a alguna parte.
−¿Cómo va la época negra? −le preguntaban.
−Avanzando como un caracol.
−¿Cuándo podremos admirar los cuadros nuevos?
−Cuando me vuelva el azul a los ojos.

Se quedará varado en la época negra, pensaban todos. Y así fue. Quedó congelado en el negro hasta que se esfumaron todos los colores. Llegó el día en que ya no quedaban azules ni en la paleta. Tampoco violetas, naranjas, verdes o amarillos. Ni tan siquiera un mísero negro. El soñador de cuadros se había quedado ciego.
A consecuencia de su ceguera cayó en un mutismo pictórico. Se enredó en sí mismo al verse incapacitado para pintar. Nadie podía sacar al pintor del pozo. Destrozaba el corazón oír cómo gemía. Daba espanto. Los que le oían corrían raudos a quitarse los gemidos de encima, que se les quedaban adheridos como pintura en el lienzo y sólo lograban sacárselos llenándose de belleza los ojos.

El artista tenía tanta pena que pudo crearse otra paleta con sus gemidos, lo que le permitió inventarse otros colores. Olvidó que se le habían gastado los azules. Agarró el pincel como el que se aferra al trozo de madera en el naufragio y se dejó llevar. Nunca antes le había resultado tan fácil pintar. Coger el pincel era decir: le hablo a mi alma. Coger el pincel era escalar el pozo.
−Parece que los ha pintado un niño −decían de sus cuadros.
−Qué pena, ha perdido la técnica −afirmaban a sus espaldas, para no herirle.

Continuó pintando con los ojos en las manos y el corazón en el lienzo. Su mente vagaba en las figuras que trazaba su mano. Acercaba el oído al lienzo para escuchar atentamente lo que estas le tenían que revelar: sus apariencias. Con el oído las veía. Poco a poco, creó su ventana al mundo: un ejército de seres pintados. Las figuras que habían salido de sus manos eran su guía, su perro lazarillo. Una cosa estaba clara: quedarse ciego le había enseñado a ver. Los azules nunca se habían gastado, ¡gastarse los azules! Qué absurdo le parecía ahora. Era evidente que cuando se acababan los azules había que buscarlos detrás de los ojos. Detrás de los ojos se inventan los colores.

Siguió creando. Seres pintados que volaban para que pudiera volar él. El viento que generaban las alas de las figuras le llevaba lejos de su ceguera. Y así voló durante un tiempo hasta que alguien le abrió los ojos:
−Tus figuras no vuelan. Están buceando, amigo.
−¿Y dónde he estado volando yo?
−Bajo el mar. Un mar terriblemente azul −mintió, por compasión.

¡Recuperar los azules! ¡Qué acontecimiento tan extraordinario! Tocó la paleta, sintió el azul terrible, sus manos temblaron. Y se desmayó. Al recobrar el conocimiento temió que todo hubiera sido un sueño. Buscó la paleta. El azul estaba ahí, podía sentirlo. No había sido un sueño. Ahora estaba convencido de que podría multiplicar ese azul. Él haría de ese azul un jilguero que llamara con sus trinos a otros jilgueros. Un azul llamaría a otros azules.

Comenzó a pintar sin descanso. Tanto se abstraía que durante unos instantes llegaba a olvidar que estaba ciego. En verdad, sentía que todo lo veía. Cada pincelada era un par de ojos, un par de ojos mirando a través del espejo.

−¿Cómo es el azul que ves? −le preguntó al hijo de un amigo.
−No veo ningún azul. Son todo negros.

Destruyó todos los cuadros y volvió a caer en su ceguera. Hecho un ovillo se rindió al negro. Sus manos perdieron la fuerza para sostener el pincel. Se quedaron mudas. Habría de pasar mucho tiempo hasta que recuperaran el habla.

El artista, en su abismo, miraba con los ojos hacia dentro. Ya no buscaba los azules. Se había perdido en el negro. Todo lo lloraba. Le crecieron raíces del abismo. Olvidó sus manos y se enmudeció la imaginación. La ceguera lo inundó todo de nuevo. Se materializó la noche eterna.
Cerrada, sin estrellas.

Sus amigos le intentaron convencer para que volviera a coger el pincel, pero fue en vano. No quería ni oír hablar de eso. “Shhh... las manos están dormidas... y la voz apagada”, respondía. Y además, según dijo, él estaba ya muy lejos. Muy cerca de la nada. Y así debía ser.

Anduvo el sendero de la nada. Un día, sin saber cómo, se encontró con que su mano estaba agarrando el pincel. Lo soltó rápidamente con repugnancia. Pero no podía engañarse. Tarde o temprano empezaría otra vez. Pero esta vez sería diferente. Porque ya había encontrado el núcleo de los azules. Y no dependía de escoger bien la mezcla de tonalidades, ni siquiera era indispensable poder ver los colores que estás mezclando. La cuestión era tener la mente en paz. Cuando dejó de parlotear sobre los azules sucedió. Su mano los encontró. Habían estado ahí siempre. Pero se obsesionó tanto con el concepto que el concepto mismo erigió la barrera. No se había dejado caer en él. Sólo recorría la superficie. Ahora caía profundo...

Y comenzó a pintar. Envuelto en azul. Con un azul asomándole desde detrás de los ojos que acabaría por impregnarlo todo.

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