jueves, 1 de septiembre de 2016

Niño poeta en barquita (Barquita I)

Una barquita en la playa, varada en la arena,
para que junte sus letras un niño poeta...


Contaba mi tía Catalina que una noche de esas de ceniza en la garganta salió a la calle a pescar luciérnagas para el negro pozo. Se dirigía hacia el pantano en busca de un nuevo ejemplar de Lampyris noctiluca cuando encontró, girando una esquina, una barquita azul con rayas. Enseguida imaginó a un infante ceñudo perdiendo el juguete por una rabieta. Sintió de pronto una desolación profundísima que le mordía el pecho al ver esa barquita a la deriva sin agua donde mecerse ni viento que le soplara. Impulsada por un arrebato se agachó para observarla mejor y sin darse cuenta ya la tenía navegando en sus manos. Qué bonito azul y qué graciosas las rayas rosa fosforito, pensó. Yo te soplaré, le dijo, mirándola con desbocada piedad. Y a continuación la introdujo en su bolsillo como si fuera un pequeño ser desvalido.
Contaba mi tía que sintió la transformación de inmediato. Comenzó a sentir la marea latiendo en su bolsillo. Le siguieron los cuchicheos de lluvia y la pequeña estela de arena que dejaban sus huellas. Olvidándose de las noctilucas corrió de vuelta a casa donde un plato muy hondo, lleno hasta la mitad, le sirvió de río. Asegura que a los pocos días escuchaba silbidos de viento y graznidos de gaviotas (a los que acabó bautizando requiebros) que brotaban de la barquita en las noches de tormenta.
Luego vinieron los olores. Embriagador olor a mar y a una mezcla de vacío salado llenándose como un cántaro. Más tarde, los regueros de pequeñas piedras en los cajones. Porque en aquella barca tan pequeñita cabían muchas cosas. Cabían los benditos requiebros, la arena, cabían las piedras, la mezcla de olores. Y cabía un niño poeta en las noches de luna llena.
Aparecía sentado en la barca juntando sus letras. Cuando mi tía le pedía un qué me cuentas se arrancaba él meciendo unos versos que era gloria bendita oírlo y verlo. Una vez acababa de arrullar palabras le describía con pelos y señales lo bien que se lo pasaba los Clitunnos cuando iba a volar su cometa, le narraba cómo de unos geranios habían germinado tres vidas enteras, para terminar prometiendo que aún quedaba muchisísima limonada. Después mi tía le pedía que cantara esa melodía tan graciosa que él sabía soplar muy bonito: “Yo prefiero seguir buscando los defectos y los encantos de una dama golfa y valiente, verdadera como la guerra, despeinada como la tierra y canalla como la gente”. Y se le pegaba a ella cosa mala porque se pasaba silbándola días y días. Contaba que cuando el niño poeta terminaba de trinar hacía como si oteara el horizonte, le sonreía y se desvanecía sin más hasta la siguiente luna llena. Fue por aquella época cuando mi tía se pasmó viva al despertarse una mañana y darse cuenta de que ya hacía la tira de tiempo que no salía a pescar luciérnagas para el negro pozo. Nadie se creerá que de una cosa tan pequeñita me haya brotado una playa con su mar y su niño poeta. Han enterrado la ceniza de la garganta bajo la arena, susurraba riéndose.
Nadie lo vio normal, (menos el vecino del quinto, que en cuanto se enteró quiso ver la barquita y se quedó prendado), pero mi tía que se sentía tan feliz como el que tiene un jilguero que le canta todas las mañanas decía que lo normal es lo que le va bien a cada uno.
Al poco tiempo, una mañana de infernal ventisca en la que ella no estaba en casa, mandó la mar a su hermano el viento a reclamar lo suyo. Descoyuntó persianas con violencia, hizo añicos los cristales de las ventanas, echó a volar sillas y pulverizó las figuritas de porcelana. Cuando mi tía volvió y vio todo el desastre nada de eso le pesó. Lo único que le pesó fue la desaparición del río, el río con su barquita. En vano la estuvo buscando mi tía por toda la casa. Empezó a menguar, ya no era la misma. Se agrietaba sin cuchicheo de la marea y sin niño poeta. Pero no se amilanó fácilmente. La buscó en las pilas bautismales, en las bañeras de todas las casas que visitaba, la buscaba a la vuelta de todas las esquinas. ¿Has visto mi barquita?, preguntaba a todo aquel que se cruzaba. Las vecinas le decían que había que ver la perra que le había dado con la barquita. Que mucho mejor era buscar un barquero con un buen remo. Pero cuando se enteró el señor Emilio, el vecino del quinto que daba clases de guitarra, se compadeció de ella y recorrió todas las jugueterías de la ciudad buscando una barquita de las mismas características. Como no encontró ninguna que luciera esos tonos tan peculiares compró una barquita blanca, cinco pinceles, más dos botes de los colores consabidos, (que anda que no le costó al pobre hombre identificarlos, pero resultaron ser azul glaciar y rosa profundo), para pintarle a ya sabemos quién la barca con sus cinco rayitas, mientras sonaba la Butterfly en su viejo tocadiscos. Cuando hubo acabado llamó a la puerta de mi tía con una tímida sonrisa y tembleque de manos. Ella se ilusionó mucho. ¡Mi barquita, mi barquita!, chillaba, llevándosela al pecho. Pero duró poco el embrujo y la rechazó pronto mi tía, porque de esa barquita, por mucho que fuera azul glaciar y tuviera las cinco rayas del genuino rosa fosforito, no brotaba niño poeta, ni cuchicheo de lluvia, ni arrullo de la marea. Y así fue cómo se dedicó un tiempo el profesor de guitarra a comprar más barquitas blancas y a pasar las noches en vela plantándoles sus cinco anillos (como ya los llamaba) con la esperanza de que de alguna de ellas saliera un niño poeta. Con renovada ilusión volvía a llamar a la puerta de mi tía para entregarle la barquita de rigor. Ella la miraba de cerca, se la acercaba a su oído derecho, la olisqueaba como whisky añejo y con mirada apenadísima la devolvía negando con la cabeza. Se iba evaporando mi tía hasta que un día de extrema angustia ya no resistió más y decidió salir a la calle a pescar luciérnagas para el negro pozo. Se puso su vestido de seda estampado con flores, cogió la pamela amarilla y se embarcó para vivir su travesía. Volveré cuando la encuentre, nos garabateó en una nota regada con veleros.
El señor Emilio no cejó en su empeño y siguió con su tarea nocturna (contagiado ya del todo con el virus de la barquita), pintando anillos al abrigo de la madame de Puccini, sin el beneplácito de las vecinas. El las oía murmurar que qué lástima daba, un señor de lo más sociable y apuesto, saliendo siempre a la calle hecho un pincel, ahora resultaba que ya ni se le veía el pelo porque le había dado la misma ventolera que a la señora Catalina. Y que esa música, sonando noche tras noche, los iba a volver tarumba a todos. Pero el profesor de guitarra, que se pasaba por el pepino lo que dijeran las vecinas y que además estaba convencido de que era justo en ese momento cuando estaba hecho un pincel de verdad, siguió insistiendo hasta que acabó encontrando LA barquita.
Dice el señor Emilio que se le agarró el vendaval al pecho en una noche de tormenta y le empujó a salir a la calle en medio de un aguacero tremendo. Dice que recorrió innumerables calles sin saber a dónde iba ni por qué, pero que estaba impelido a obedecer esos impulsos punto por punto. Hasta que doblando una esquina algo le hizo pararse en seco. Ahí estaba, varada en tierra de jacarandá. Cogiéndola con infinita ternura se la acercó al pecho. Yo te cuidaré, le susurró. Echó a correr de vuelta a su casa, donde confirmó que sí, que aquéllos sí eran el auténtico azul y su rosa fosforito que tanto se le habían resistido a él. Puso agua en una ensaladera (a la que llamó bahía), posó la barquita y suspiró satisfecho.
Ahora es el señor Emilio quien cuenta que escucha el arrullo del mar, que ve cómo se le inunda de playa la casa entera. Quien jura que, en las noches de luna llena, aparece en la bahía un niño poeta juntando letras. Y se siente tan rebosante de felicidad como aquel que tiene un jilguero que le canta todas las mañanas. Porque le han valido la pena todas las noches en vela, todas las fatiguitas, para que cuando vuelva mi tía Catalina tenga por fin su barquita.

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