Una barquita en la playa, varada en la arena,
para que junte sus letras un niño poeta...
Contaba
mi tía Catalina que una noche de esas de ceniza en la
garganta salió a la calle a pescar luciérnagas para el negro pozo. Se
dirigía hacia el pantano en busca de un nuevo ejemplar de Lampyris noctiluca
cuando encontró, girando una esquina, una barquita azul con rayas.
Enseguida imaginó a un infante ceñudo perdiendo el juguete por una
rabieta. Sintió de pronto una desolación profundísima que le mordía el
pecho al ver esa barquita a la deriva sin agua donde mecerse ni viento
que le soplara. Impulsada por un arrebato se agachó para observarla
mejor y sin darse cuenta ya la tenía navegando en sus manos. Qué bonito
azul y qué graciosas las rayas rosa fosforito, pensó. Yo te soplaré, le dijo, mirándola con desbocada piedad. Y a continuación la introdujo en su bolsillo como si fuera un pequeño ser desvalido.
Contaba
mi tía que sintió la transformación de inmediato. Comenzó a sentir la
marea latiendo en su bolsillo. Le siguieron los cuchicheos de lluvia y
la pequeña estela de arena que dejaban sus huellas. Olvidándose de las
noctilucas corrió de vuelta a casa donde un plato muy hondo, lleno hasta
la mitad, le sirvió de río. Asegura que a los pocos días escuchaba
silbidos de viento y graznidos de gaviotas (a los que acabó bautizando
requiebros) que brotaban de la barquita en las noches de tormenta.
Luego
vinieron los olores. Embriagador olor a mar y a una mezcla de vacío
salado llenándose como un cántaro. Más tarde, los regueros de pequeñas
piedras en los cajones. Porque en aquella barca tan pequeñita cabían
muchas cosas. Cabían los benditos requiebros, la arena, cabían las
piedras, la mezcla de olores. Y cabía un niño poeta en las noches de
luna llena.
Aparecía sentado en la barca juntando sus letras. Cuando
mi tía le pedía un qué me cuentas se arrancaba él meciendo unos versos
que era gloria bendita oírlo y verlo. Una vez acababa de arrullar
palabras le describía con pelos y señales lo bien que se lo pasaba los
Clitunnos cuando iba a volar su cometa, le narraba cómo de unos geranios
habían germinado tres vidas enteras, para terminar prometiendo que aún
quedaba muchisísima limonada. Después mi tía le pedía que cantara esa
melodía tan graciosa que él sabía soplar muy bonito: “Yo
prefiero seguir buscando los defectos y los encantos de una dama golfa y
valiente, verdadera como la guerra, despeinada como la tierra y canalla
como la gente”. Y se le pegaba a ella cosa mala porque se pasaba
silbándola días y días. Contaba que cuando el niño poeta terminaba de
trinar hacía como si oteara el horizonte, le sonreía y se desvanecía sin
más hasta la siguiente luna llena. Fue por aquella época cuando mi tía
se pasmó viva al despertarse una mañana y darse cuenta de que ya hacía
la tira de tiempo que no salía a pescar luciérnagas para el negro pozo. Nadie
se creerá que de una cosa tan pequeñita me haya brotado una playa con
su mar y su niño poeta. Han enterrado la ceniza de la garganta bajo la
arena, susurraba riéndose.
Nadie lo vio normal, (menos el
vecino del quinto, que en cuanto se enteró quiso ver la barquita y se
quedó prendado), pero mi tía que se sentía tan feliz como el que tiene
un jilguero que le canta todas las mañanas decía que lo normal es lo que
le va bien a cada uno.
Al poco tiempo, una mañana de infernal
ventisca en la que ella no estaba en casa, mandó la mar a su hermano el
viento a reclamar lo suyo. Descoyuntó persianas con violencia, hizo
añicos los cristales de las ventanas, echó a volar sillas y pulverizó
las figuritas de porcelana. Cuando mi tía volvió y vio todo el desastre
nada de eso le pesó. Lo único que le pesó fue la desaparición del río,
el río con su barquita. En vano la estuvo buscando mi tía por toda la
casa. Empezó a menguar, ya no era la misma. Se agrietaba sin cuchicheo
de la marea y sin niño poeta. Pero no se amilanó fácilmente. La buscó en
las pilas bautismales, en las bañeras de todas las casas que visitaba,
la buscaba a la vuelta de todas las esquinas. ¿Has visto mi barquita?,
preguntaba a todo aquel que se cruzaba. Las vecinas le decían que había
que ver la perra que le había dado con la barquita. Que mucho mejor era
buscar un barquero con un buen remo. Pero cuando se enteró el señor
Emilio, el vecino del quinto que daba clases de guitarra, se compadeció
de ella y recorrió todas las jugueterías de la ciudad buscando una
barquita de las mismas características. Como no encontró ninguna que
luciera esos tonos tan peculiares compró una barquita blanca, cinco
pinceles, más dos botes de los colores consabidos, (que anda que no le
costó al pobre hombre identificarlos, pero resultaron ser azul glaciar y
rosa profundo), para pintarle a ya sabemos quién la barca con sus cinco
rayitas, mientras sonaba la Butterfly en su viejo tocadiscos. Cuando
hubo acabado llamó a la puerta de mi tía con una tímida sonrisa y
tembleque de manos. Ella se ilusionó mucho. ¡Mi barquita, mi barquita!,
chillaba, llevándosela al pecho. Pero duró poco el embrujo y la rechazó
pronto mi tía, porque de esa barquita, por mucho que fuera azul glaciar y
tuviera las cinco rayas del genuino rosa fosforito, no brotaba niño
poeta, ni cuchicheo de lluvia, ni arrullo de la marea. Y así fue cómo se
dedicó un tiempo el profesor de guitarra a comprar más barquitas
blancas y a pasar las noches en vela plantándoles sus cinco anillos
(como ya los llamaba) con la esperanza de que de alguna de ellas saliera
un niño poeta. Con renovada ilusión volvía a llamar a la puerta de mi
tía para entregarle la barquita de rigor. Ella la miraba de cerca, se la
acercaba a su oído derecho, la olisqueaba como whisky añejo y con
mirada apenadísima la devolvía negando con la cabeza. Se iba evaporando
mi tía hasta que un día de extrema angustia ya no resistió más y decidió
salir a la calle a pescar luciérnagas para el negro pozo. Se puso su
vestido de seda estampado con flores, cogió la pamela amarilla y se
embarcó para vivir su travesía. Volveré cuando la encuentre, nos garabateó en una nota regada con veleros.
El
señor Emilio no cejó en su empeño y siguió con su tarea nocturna
(contagiado ya del todo con el virus de la barquita), pintando anillos
al abrigo de la madame de Puccini, sin el beneplácito de las vecinas. El
las oía murmurar que qué lástima daba, un señor de lo más sociable y
apuesto, saliendo siempre a la calle hecho un pincel, ahora resultaba
que ya ni se le veía el pelo porque le había dado la misma ventolera que
a la señora Catalina. Y que esa música, sonando noche tras noche, los
iba a volver tarumba a todos. Pero el profesor de guitarra, que se
pasaba por el pepino lo que dijeran las vecinas y que además estaba
convencido de que era justo en ese momento cuando estaba hecho un pincel
de verdad, siguió insistiendo hasta que acabó encontrando LA barquita.
Dice
el señor Emilio que se le agarró el vendaval al pecho en una noche de
tormenta y le empujó a salir a la calle en medio de un aguacero
tremendo. Dice que recorrió innumerables calles sin saber a dónde iba ni
por qué, pero que estaba impelido a obedecer esos impulsos punto por
punto. Hasta que doblando una esquina algo le hizo pararse en seco. Ahí
estaba, varada en tierra de jacarandá. Cogiéndola con infinita ternura
se la acercó al pecho. Yo te cuidaré,
le susurró. Echó a correr de vuelta a su casa, donde confirmó que sí,
que aquéllos sí eran el auténtico azul y su rosa fosforito que tanto se
le habían resistido a él. Puso agua en una ensaladera (a la que llamó
bahía), posó la barquita y suspiró satisfecho.
Ahora es el señor
Emilio quien cuenta que escucha el arrullo del mar, que ve cómo se le
inunda de playa la casa entera. Quien jura que, en las noches de luna
llena, aparece en la bahía un niño poeta juntando letras. Y se siente
tan rebosante de felicidad como aquel que tiene un jilguero que le canta
todas las mañanas. Porque le han valido la pena todas las noches en
vela, todas las fatiguitas, para que cuando vuelva mi tía Catalina tenga
por fin su barquita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario