lunes, 19 de noviembre de 2012

El club de lectores anónimos II



CAPÍTULO II: NUESTRO EJEMPLAR DE CADA DÍA

Los cuatro nos conocimos en un club de lectura de los poemas de Kabir, el poeta místico de la India. Durante un tiempo dejé de ir al club. Yo amaba a Kabir y a sus deliciosos e inspiradores poemas, pues saciaban mucha de mi sed de misticismo, pero estaba pasando por una época de apatía intensísima y prefería “hacer nada con nadie” (no hacer nada también es hacer, a veces tan sólo con vivir se hace mas de lo que parece). A los pocos días me enviaron los cuatro una carta que anidó en mi alma y que dio comienzo a nuestra relación, una carta iniciática con la que nos adentraríamos en un viaje literario para surcar los mares de las emociones. La carta que recibí murmuraba así:
“Esta carta murmura. Murmura el lenguaje del Espíritu.
Tu Bienamado te espera. ¡Oh, amigo!, no hagas esperar a tu Bienamado. Cuando le encuentres a Él perderás tu hastío.
Añoramos tu presencia, nos recuerda a un alma liberada de maya. Anhelamos volver a ver el brillo de tu abisal mirada. Como cantaba nuestro amado Kabir: “en ti están el jardín y sus flores”. Recuérdalo, amigo, y comparte tu jardín y tus flores con tus compañeros del club de lectura místico”.
Me conquistaron con una misiva murmuradora. Y comenzó nuestra travesía por refrescantes océanos de tinta.    

Abandonamos el club de lectura poco tiempo después, no sentíamos compatibilidad de caracteres con el resto de miembros. A raíz de ahí nacería la idea del club de lectores anónimos.
Para resarcirnos de la experiencia vivida en el club de lectura de Kabir, tras comprender que cada uno tiene sus fobias y sus filias literarias, redactamos el primer texto como miembros de nuestro propio club. Se llamaba “Oración” y sonaba así:
“Dios de las letras que estás en el cielo literario, escrito sea tu nombre, venga a nosotros tu reino de tinta, hágase tu voluntad tanto en la ficción como en la realidad.
Danos hoy nuestro ejemplar de cada día. Perdona nuestras fobias literarias como nosotros perdonamos a los que ofenden nuestras filias. No nos dejes caer en la tentación de robar en la biblioteca y líbranos del best-seller. Que así sea”.

Ahora, rememorando nuestras vivencias, me doy cuenta de que todo comenzó con una oración, y con una oración terminó. Así es la vida-trama circular.
He de decir que nuestra “Oración” fue escrita en tono humorístico, pero en lo que se refiere a recibir nuestro ejemplar de cada día, eso era para nosotros una verdad como un templo.
Nuestro ejemplar de cada día era el pan con el que saciábamos nuestro apetito lector, era el agua que nos calmaba nuestra polidipsia de palabras. 
Nuestro ejemplar de cada día no era sólo un libro. Era un amigo. Un amigo con el que compartir vivencias, un amigo que nos contaba cuentos para que nosotros descansáramos soñando en el país de las palabras, un amigo al que coger de la mano y dejarte llevar por él a un mundo inventado por trastornados poetas que sólo una vez muertos o suicidados serían considerados como tales.
Nuestro ejemplar de cada día era el jardín donde sembrábamos nuestras semillas de espanto y cosechábamos flores de sosiego violetas, de extraordinaria belleza y perfume inolvidable.
Sólo teníamos una excepción para la regla de nuestro ejemplar de cada día: los lutos de libros. Se lo guardábamos a los libros que nos robaban el alma, y al acabarlos pasábamos varios días sin leer nada. Era tal la persistencia del recuerdo del ejemplar leído, que necesitábamos guardarle luto para honrar su memoria y para asimilar todos los sentimientos que nos había provocado su lectura.
No guardamos luto a muchos libros, la verdad, pero a los que se los guardamos nos dejaron una huella profunda que jamás se ha evaporado, una huella que, lejos de borrarse, se mantiene impoluta con el paso del tiempo. Es más, la huella se agranda e incluso le salen muescas, como virutillas de esencias, de las que antes no habíamos tenido consciencia.

Cuando no estábamos de luto, nos gustaba reunirnos en un lago. Lago Palabra lo bautizamos. Paradero tenía una barquita que utilizábamos para leer en el lago mientras atardecía. En una ocasión decidimos ir por la noche, pero sufríamos tanto por si los libros se nos caían al agua, que decidimos no repetirlo. Era una temeridad y un peligro exponerse a un elemento tan destructivo para nuestros amados amigos aun con linternas. Temíamos que se nos escurrieran de las manos, o que una ráfaga de viento nos los quitara súbitamente. Como digo, no volvimos a ir por la noche, pero la experiencia nos inspiró un relato en el que un libro era arrebatado por la fuerza del viento de la mano que lo sostenía, cayendo al mar irremediablemente. Ninguna experiencia es en vano para los siervos de la creatividad.

En Lago Palabra leíamos, pero, sobre todo, soñábamos. Soñábamos con palabras que deshacían guerras, con textos que erradicaban la insensibilidad humana, con bailes de vocablos que extasiaban los sentidos de la humanidad. Soñábamos que los libros unían a la raza humana, que un ejército de relatos conseguía vencer al detestable cacique de la realidad, que un puñado de versos barría todo el dolor y se lo llevaba muy lejos. En Lago Palabra buceábamos por las aguas de la utopía sumergida.

También era el lugar donde oficiábamos, simbólicamente y con especial cariño, los funerales de nuestros personajes favoritos que morían. Catherine Earnshaw fue la primera de una larga lista. El rito fúnebre para un personaje se realizaba de la siguiente manera:
1) Escribir el nombre completo del personaje en un trozo de papel en blanco recortado del libro al que pertenece el personaje. (Esto no lo considerábamos un desacato al sexto mandamiento, pues se hacía para honrar a la Diosa y al personaje en cuestión).
2) Inventar una frase para dedicarle al alma del personaje. Escribirla en el mismo papel donde hayamos anotado el nombre del personaje.
3) Escoger un objeto personal que hayamos llevado puesto o guardado en algún bolsillo o bolso mientras leíamos la novela a la que pertenece el personaje.
Una vez realizados los puntos anteriores procedíamos a leer en voz alta las frases que hubiéramos escrito. Después introducíamos los papeles y los objetos en una caja, la cual representaba la tumba del personaje. La ceremonia terminaba con el enterramiento de la caja, seguida del recitar de nuestra “Oración”.
Por ejemplo, en la tumba de Fortunata, de Fortunata y Jacinta, pusimos una pulsera de conchas, un pañuelo, un pendiente con forma de pluma estilográfica, una piedra malaquita y cuatro trozos de papel en los que se leían las siguientes frases:
Fortunata Izquierdo de Rubín:
“Que allá donde te encuentres no halles circunstancias”. “En tu próxima vida cuídate de las cruces santas”. “Duerme el sueño eterno, dulce alma, duerme”. “Te quiero, niña de mi alma, dale un tierno beso a Feijoo”.

Hubo libros, como Fortunata y Jacinta, que pasaron de ser el “común” ejemplar de cada día a ser vida vivida y llorada muerte.

Nuestro ejemplar de cada día... ¡cuánto te extraño, amigo!

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