CAPÍTULO I: EL CLUB
DE LECTORES ANÓNIMOS
Nunca olvidaré el club de lectores anónimos.
Lo formábamos cuatro adictos a la literatura, cuatro almas
cautivadas por la luz de las palabras y cautivas de sus sombras. Compartíamos esa
extraña dicotomía de hallar muerte en lo que te da vida, de sentir dolor en el
éxtasis. Al poco tiempo de conocernos, como gustábamos de inyectarnos la misma
poesía y de colocarnos con los mismos libros, nos nombramos hermanos de versos
y formamos el club de lectores anónimos, aunque he de confesar que ninguno de
los miembros del club albergábamos propósito alguno de rehabilitarnos, a pesar
de que hubiera sido beneficioso comenzar un tratamiento de desintoxicación
lectora, pues ya desde entonces ninguno de nosotros discernía entre literatura
y vida.
El club de lectores anónimos no se formó para ser un club de
lectura, nunca fue nuestra intención crearlo para motivarnos a leer, no
necesitábamos (gracias a la diosa Literatura) de esos acicates. Dimos a luz a
ese club porque habíamos concebido la vida como literatura y ya llevábamos
demasiados meses gestando al ser de la fantasía. Creamos el club porque
necesitábamos alumbrar nuestros inventos de realidades, porque nos sentíamos
inscripción grabada en Literatura al empaparnos de poemas escritos por nuestros
hermanos de versos. Pero lo más importante para nosotros era formar un club
para honrar nuestros tesoros literarios, honrar nuestro parnaso, lleno de
escritores muertos que nos tejían en la vida un pasaje de pétalos de letras por
el que avanzábamos embelesados.
Teníamos unos principios jurados por la diosa de la
Literatura que jamás traicionamos. Cuando los transcribimos, sus cuerpecillos
de letras, sonaban así:
“Los miembros del club de lectores anónimos no creamos para
rodearnos de letras, para rellenar páginas, para cercar, acumular más y más
palabritas. Escribimos para sobrevivir. Escribimos para traducirnos lo que nos
escuchamos, para atrevernos a entender lo que nos decimos, no para ocultar con
palabras nuestras palabras. Cuando escribimos nos revelamos y contemplamos las
fotografías que le robamos a nuestras almas. Nunca escribiremos para la inmensa
mayoría, sino para que una minoría se sienta menos sola”.
El club lo conformábamos dos mujeres y dos hombres. Cada uno
escogió un libro y decidimos que nos dirigiríamos a cada uno de nosotros siempre
por el título de nuestro libro. Yo era Martin
Eden, de Jack London, mi compañero era Paradero
desconocido, de Kressmann Taylor. Mis dos compañeras eran Los que vivimos (aunque siempre la
llamábamos Vivimos), de Ayn Rand y Cumbres
borrascosas, de Emily Brontë, a la que llamábamos Cumbres.
Nuestro lema era: “los volúmenes deben estar todos juntos”,
que era como recordarnos que el club tenía que permanecer siempre unido. Y
nuestra frase favorita decía: “no sin mi libro”. Más que frase se convirtió en
muletilla, acabamos pronunciándola como si fuera una palabra: “nosinmilibro”.
La decíamos siempre que quedábamos en ir a cualquier sitio. Incluso si íbamos
al cine era “nosinmilibro”, aunque, evidentemente, nunca llegamos al extremo de
ponernos a leer. Lo hacíamos por sentir la compañía del libro, por percibir su
atmósfera cerca, no por necesidad de leer.
Juntos compartimos carnes de vocablos, montañas de versos,
coronaciones de tinta. ¡Cuán dolorosamente lejanas se me antojan nuestras
coronaciones de tinta!... Así llamábamos a los homenajes que les hacíamos a
libros concretos, reuniones en las que surgían vidas literarias de nuestros
lamentos y nuestros gozos...
Juntos proclamamos infinidad de ascensiones de escritores,
así denominábamos a las veladas especialmente diseñadas para celebrar la
bibliografía de un autor. En primer lugar convocábamos al espíritu del escritor
a ensalzar (pues hay que decir que en toda ascensión de escritor que llevamos a
cabo el autor en cuestión ya no se encontraba entre las mortales almas). Para
ello hacíamos un círculo en el suelo con todos los libros del homenajeado, nos
introducíamos en él y recitábamos poemas o extractos de sus libros a la luz de
las velas. La segunda parte de la ascensión consistía en una ceremonia en la
que cada miembro del club le escribía una carta, carta que tenía que ser lo más
fiel posible al estilo literario del destinatario. En ella describíamos todos
los mares por los que viajamos gracias a sus escritos, los mundos que habíamos
descubierto, los pesares y las armonías que habíamos sentido, cada personaje
que fuimos, cada vida que vivimos. Resumiendo: todo lo que le debíamos a sus
libros. A continuación leíamos en voz alta nuestras epístolas, una vez
finalizadas todas las lecturas procedíamos a quemar nuestras cartas, con
destino a la memoria del festejado escritor, ascendido al altar de nuestras
literarias divinidades.
También redactamos los diez mandamientos del creyente en la
Literatura, entre estremecimientos y risas.
He aquí los santísimos preceptos que consideramos que todo
creyente en la Literatura debía obedecer:
1) Amarás a la Literatura sobre todas las cosas.
2) No tomarás el nombre de la Literatura en vano.
3) Santificarás las letras.
4) Honrarás a tu padre y a tu madre, que son el libro y la
palabra.
5) No matarás la poesía.
6) No cometerás actos impuros contra ningún libro. Por
ejemplo: subrayarlos, escribir en ellos,
doblar las esquinas de las pobres páginas y otras humillaciones semejantes.
7) No robarás ideas.
8) No dirás falso testimonio literario ni mentirás acerca de
tus lecturas. Por ejemplo: afirmar que has leído a Proust, siendo esto una ruin
falacia.
9) No consentirás pensamientos ni deseos impuros. Tu
pensamiento siempre estará con los libros.
10) No codiciarás los libros ajenos.
Nuestro club tenía una tradición que respetábamos con
devoción y con la que nos divertíamos enormemente: postales literaturizadas.
Consistía en enviarnos postales con ilustraciones relacionadas con algún
personaje o libro que nos apasionara y escribir en ellas como si estuviera mandando
la postal el personaje elegido.
La última postal que recibí de mis compañeros fue de Paradero,
hace referencia a un relato de Papini. La tengo a mi lado mientras escribo. La
imagen de la postal reproduce un cuadro de Sebastiano del Piombo, titulado: “Retrato
de Ferry Carondelet con sus secretarios”. El texto que la acompaña dice así:
“Te pido disculpas por mi última visita. No me encontraba
bien.
Firmado: El caballero enfermo”.
A veces escribíamos la postal como si la mandara el propio
libro. Recuerdo una que le envié a Vivimos como si hablara Casa desolada, de Dickens. La foto de la postal era una casa abandonada
en una típica calle londinense. En el reverso escribí:
“Estoy esperando a que usted continúe con mi lectura.
Mis páginas, al no sentir el suave acariciar de sus manos, se
encuentran como la casa que me da nombre.
Si le queda algún resquicio de amor por mi creador, en su
nombre le ruego que vuelva a poner sus adorables ojos en mí.
Sin otro particular se despide su perpetuo esclavo,
Casa desolada”.
Los cuatro juntos escribimos un libro al que titulamos Pensarás en literatura (Relatos de lectores
anónimos). Le dimos vida al pie de un ciprés (al que bautizamos con el
nombre de Murmullo) en el bosque de las plumas perdidas, así llamábamos al
bosque en donde nos reuníamos para escribir al unísono.
Recuerdo con claridad la noche en la que escribimos el final
del libro. Lloramos mares de lágrimas que llovieron sobre Murmullo, sentíamos
como si nos estuviéramos despidiendo de un amigo-hermano, como si se nos
hubiera muerto otro yo. Esa noche lo enviamos junto a los difuntos devotos de
Literatura. Aquella misma noche, para que fuera acunado en el abrazo de la
tierra, para entregárselo a la eternidad, al pie de Murmullo lo enterramos.
La vida nos literaturizó y nosotros literaturizamos la vida.
Escogimos ser ficción antes que vivir una existencia verídica, optamos por ser
personajes en detrimento de nuestras personalidades.
El club de lectores anónimos nació gracias a la palabra y
murió por culpa de la palabra. A pesar de que los cuatro nos juramos no poner
fin a nuestro club, a pesar de que prometimos mantenerlo tramando hasta el
final de nuestros días, éste se disolvió en una noche escrita, escabulléndose
por las rendijas de una página que daba morada a la muerte de una historia.
Encadenados a la literatura como nos hallábamos el club de
lectores anónimos fue nuestra condena. En el pecado tuvimos que cargar con
nuestra penitencia.
Hace poco volví al bosque de las plumas perdidas. Al pie de
Murmullo, en el lugar donde enterramos a Pensarás
en literatura, habían crecido cuatro flores silvestres bellísimas.
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