El barquero Caronte, aquel que guía a las sombras errantes,
embarcó ese atardecer a un pescador con un verso bajo la lengua.
Un
atardecer de marea viva encontraron muerto al pescador sin barca junto a
la orilla. Hallaron a su lado una pecera redonda. La mano derecha,
totalmente cerrada, se aferraba a un objeto. Con las patitas posadas en
su pecho gorjeaba un jilguero. Los sonidos que emitía el arcoiris
emplumado inundaron la solitaria playa. Se mantuvo quieto con la cabeza
oteando hacia el mar, hasta que emprendió vuelo rumbo al horizonte,
minutos antes de que se llevaran el cuerpo.
***
Le había
comprado aquella barca, por entonces desconchada, hacía treinta años a
otro pescador, hombre partido, con el vaivén roto por mar embravecido.
Reparó los desperfectos, exilió las telarañas y rescató de la
invisibilidad cinco rayas que pintó verde bosque. De nombre le afloró
Geranio y así comenzó la travesía. Navegando en aquel bosque el mundo se
hacía pequeñito, la mente se aquietaba y el pescador se aventuraba a
entonar sus cánticos como niño que echa a volar su cometa. Se sorprendió
al descubrir que abrevando de una barca se encendía la madrugada. Duró
treinta años. Treinta años de círculos en el mar, treinta años de
acostumbrarse a estar sin otra compañía que la de los peces. Treinta
años de plenitud en calma que una infausta tarde se tragó la mar. Un
hombre en un velero fue quien impidió que se lo llevara a él también. Ha vuelto a nacer,
le dijo varias veces aquel hombre. Él asintió con un movimiento de
cabeza. Mientras, en su interior, con el alma empapada en pena se
lamentaba de que hubiera aparecido aquel maldito velero.
Una vez
roto el hilo esmeralda que unía al pescador con su barca se fue
descomponiendo toda su realidad. Pescador sin barca no deja estela en el
agua. Un dolor en el pecho se instaló de repente y sentía a veces como
se le descabalgaba el corazón. Vagaba por las calles afligido por la
abisal lejanía de Geranio, gemía con el viento sus lamentos, mascullando
la rabia. ¡De qué manera arañaba la ausencia de un bosque verde! Tenía
que luchar contra una fuerza que le empujaba hacia la playa para
enterrarse bajo el agua. Por las noches iba a la taberna y allí se
quedaba hasta altas horas de la madrugada, tragando la pena, una pena de
astillas entre los dientes. O bien balbuceando sus pétalos de nostalgia
en voz queda. Por la noche se le hacía más difícil respirar el
desaliento, de noche se palpaba mejor el naufragio.
Una noche de
taberna, apoyado en la barra, escuchó risas y mofas susurradas a sus
espaldas. Se giró y vio unos muchachos que ocupaban una de las mesas
mirándole con descaro. Nunca sabréis lo que significa una barca,
pronunció borracho con voz atronadora. El tono que le imprimió a su voz
fue tan estentóreo que murmullos y risas cesaron de inmediato. Uno de
los clientes que estaba a su lado en la barra prestó atención. Se acercó
y se sentó a su lado. Yo sé lo que significa una barca, le dijo al oído. El pescador lo miró con desconfianza y se dio la vuelta hacia la barra. Yo tengo una barquita azul que cura ausencias y vacíos,
añadió aquel hombre. El pescador continuó en silencio y el desconocido
le explicó que en el interior de esa barquita vivía un niño poeta. Y, en
ocasiones, encendía fogatas de versos en las noches de plenilunio. El
pescador supo al instante quién era. Había oído hablar en el barrio de
ese al que habían apodado el «loco de la barca» porque se había quedado
chalao perdido con una barquita de juguete. Levantó la cabeza hacia el
hombre, lo miró despreciativo y se encaró a él rostro con rostro. Yo hablo de una barca de verdad, no de un trozo de plástico para entretener niños,
masculló. Bebió un gran trago de lo que estaba tomando y continuó
diciéndole que no tenía ni idea de lo que era una barca con la que
recorres nudos y nudos, una barca que te ayuda a ganarte la vida, que se
convierte en tu fiel compañera y te salva decenas de veces de morir
ahogado. Una barca a la que ves cómo se la traga una ola. ¡Qué sabía él
de todo eso! El hombre bajó la cabeza pensativo. Sabía de ausencias que
acechan detrás de cada pensamiento, de cenizas en la
garganta, de horas y horas de búsqueda obsesiva sin más testigo que la
madrugada. Y lo más importante, del amor a una barquita que había
salvado dos vidas. La suya y la de aquella que vagabundeaba por el
mundo, desconociendo que había sido salvada. Pero no dijo nada, porque
en el momento en que iba a contarle todo aquello el pescador se levantó,
se puso el abrigo y abandonó la taberna.
Sentía otra vez el grito
del mar en las tripas, otra vez la voz de las algas ejerciendo su
atracción. Se dijo que no, que no quería, por mucho que una parte de él
necesitara fieramente enredar su cuerpo entre las algas. Por mucho que
le incitara a hacer de él una estatua submarina de carne y hueso no
apagaría la fogata de los recuerdos.
En medio de la lluvia de
pensamientos una frase bombardeó su mente: «Yo tengo una barquita que
cura ausencias». Y aquella noche, cuando volvió a la taberna, no fue a
buscar la pena plañidera, sino al loco de la barca.
El barquero
le llevó a su casa y le enseñó la bahía donde la venerada flotaba. La
impresión le dejó petrificado, sintió un latigazo en el corazón. Excepto
en los colores, aquella barquita era idéntica a Geranio, pero en
miniatura. Tuvo que sentarse en un sillón, donde se quedó paralizado,
mudo. El barquero atribuyó aquella impresión y ese mutismo al natural
efecto que ejercía la bahía. Sonrió con una mueca de satisfacción
vanidosa que venía a significar: «Te lo dije, pero no me creíste, hombre
de poca fe». Aprovechando la circunstancia, como si liberara un
torrente de sentimientos, comenzó a hablarle de Catalina, que era la
pionera en esto de rescatar barquitas. Le contó con pelos y señales lo
que pasó aquella noche en que ella la encontró y cómo había acabado
apareciendo un niño poeta. Recalcó que ella era la maestra suprema en
hacerlo brotar y confesó, entristecido, que ya no salía el niño sin
Catalina.
El pescador continuaba en silencio, lo que le empujó a
hablarle de aquella tormenta que se había llevado la barquita y la
consiguiente ceniza en la garganta de Catalina. De lo valiente
que había sido yéndose a bucear por el mundo en su busca. Acabó su
monólogo contándole lo que le quitaba el sueño y que hacía que visitara
la taberna más de la cuenta. La hiriente sincronicidad. Esa lacerante
veleidad del destino decretando que fuera él quien encontrara la
barquita, cuando ella ya se había ido, una noche de lluvia torrencial
como nunca antes ni después había visto.
El pescador sin barca
cambió las noches de taberna por noches de vaivén. La observaba flotando
en la bahía y pensaba en cómo era posible que se le asemejara tanto.
Parecía magia, se decía, si no a ver quién era el listo que le revelaba
de dónde salía ese balanceo igualito al de Geranio. Y de paso que le
explicara también cómo podía sentir a su barca latiendo justo en el
pecho cada vez que tocaba aquella simplicidad de juguete. Y cómo,
cerrando los ojos, podía sentir que navegaba en su barca verde bosque.
Una
de esas noches le hizo partícipe al barquero de su barca llamada
Geranio, revelándole que era una copia idéntica a la que flotaba en la
bahía excepto por los colores. Que él mismo había resucitado aquellas
cinco rayas pintándolas de verde bosque. Le habló de aquella pena de
astillas entre los dientes, del desaliento, pero sobre todo de la
nostalgia descarnada. Nostalgia que, ahora lo veía claro, se había ido
tejiendo ella solita con cada encendida madrugada. El barquero,
escuchándole, se acordó de aquellos versos del poeta que tenía el
horizonte mordido de hogueras: «Es inútil callarla. Es imposible
callarla. Llora por cosas lejanas». El pescador le reveló la
estupefacción en la que se hallaba, lo que experimentaba al tocar
aquella pequeña barca, le habló del escalofrío perpetuo que le recorría
de punta a punta de su cuerpo. Y cómo se le había borrado toda esa
niebla al sentir que había recuperado a la que perdió.
Empezó el
barquero aquella noche a rumiar una idea que, de sólo contemplarla, le
partía en dos. Veía lo que estaba cambiando a ese hombre la barquita.
Por más que lo intentaba no podía quitarse de la cabeza lo mucho que le
recordaba a aquella a la que debía su bahía. La decisión la tomó una
noche de luna llena en la que, momentáneamente, apareció el niño poeta. «He arrojado mi nombre a la calle del mar»,
declamó. Lo que acabó por confirmarle aquello que llevaba días
cavilando. Debía prestársela, ese verso quizás pudiera tejer el hilo de
Ariadna que llevara al pescador a enterrar la nostalgia descarnada. Y
así fue, porque desde ese momento el verso sería amuleto ante la muerte y
se les quedaría grabado a los dos latiendo bajo la lengua.
El
barquero se la prestó con una condición. Si volvía aquella a la que él
esperaba debía retornar la barquita a su bahía. Puso mucho énfasis en
que se asegurara de que dispusiera de agua donde mecerse. Nunca dejes varada la barca, fue la última frase que escucharía del barquero.
El
pescador sin barca decidió que no había mejor recipiente que la mar y
volvió a la playa. Los días de mar en calma se adentraba profundo y la
dejaba mecerse al ritmo de sus requiebros. Como el dolor en el pecho no
le había abandonado del todo, nunca se olvidaba de salir de casa sin un
papel en el bolsillo, un papel en el que llevaba escritas un par de
frases. Llevarlo le dejaba más tranquilo. Los días de fuertes mareas
llenaba de agua de mar la pequeña pecera redonda (de nombre, cenote) que
había comprado expresamente para ella. Las noches de plenilunio en las
que aparecía el niño poeta con un verso hacían de su corazón una
calabaza iluminada.
Una barca le curó la ausencia de otra barca y un
verso fue moneda para la otra orilla, aquel atardecer de marea viva, en
el que acabaría embarcando con Caronte.
Esa tarde, después de coger
la pecera con la doble de Geranio flotando en su interior, se encaminó a
la playa como tantas otras veces. Una vez allí, posada la pecera en la
arena, sacó a la venerada y de manera fulminante entregó su moneda.
Hay quien piensa que murió de ausencia. Su corazón se paró, atronado por el océano enfurecido rugiendo en las venas.
Hay
quien cree que murió de plenitud. Que los bosques llamados Geranio no
se los traga la mar, sino que cruzan a la otra orilla, como estrella
fugaz de esmeralda, donde ninguna barca queda varada.
Lo
encontraron en la orilla con un jilguero en el pecho y una barquita
navegando en su mano derecha. Guardado en el bolsillo de la chaqueta
llevaba un papel en el que se leía: devolver al barquero. Señor Emilio,
profesor de guitarra.
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