jueves, 1 de septiembre de 2016

Diecinueve velas a Santa Catalina (Barquita III)

(Para Caleto y Jilguero, vecinos que me prestaron tinta).

«Hay un veneno que te hiere solo si lo descuidas».

Serenito Williams Luna

Volvió mi tía Catalina una madrugada de marea muerta con luciérnagas en los ojos y cuatro objetos importantes en la maleta. Traía un reloj de arena, un disco de Ray Charles, una talla de madera de un hipocampo y dos geranios secos dentro de una botella. En su bolsillo derecho, una bolita azul de algodón.
A la mañana siguiente llamó a la puerta del profesor de guitarra y este le abrió con un loro verde fosforito posado en el hombro izquierdo. El señor Emilio se sorprendió tanto de verla que a punto estuvo de cogerla en volandas y ponerse a dar vueltas como un derviche con loro incluido, pero se contuvo a tiempo y en lugar de eso dijo: «Dichosos los ojos, doña Catalina». «¡Catalina!», imitó la criatura. «Bonito loro, amigo mío», dijo ella. Él le explicó que el loro había entrado un día por la ventana y se había instalado cual natural inquilino. A continuación la invitó a entrar diciendo: «Tengo un notición para usted. Pase al salón y vea.» «¿Cómo la ha encontrado?», le preguntó conmocionada y con una sonrisa en los labios al ver de nuevo LA barquita. Se lo contaré todo, uno de estos días. «¿Sale el niño poeta?», fue lo primero que preguntó mi tía. «No, hace mucho que ya no sale», respondió él con tristeza. Añadió que ya habría tiempo para que supiera sobre el niño poeta y le pidió que le contara todo lo que había vagabundeado por el mundo, todas las vivencias que traía. Mi tía le dijo que de vagabundear por el mundo, nada de nada. Pero que traía amaneceres y puestas de sol impregnados en su piel como salitre del mar. Y visiones de unos ojos nuevos, surgidos en la oscuridad de una cueva. A continuación sacó un paquete que llevaba en un bolsillo y se lo dio. Era un caballito de mar que había comprado expresamente para él. «Es caballita», precisó mi tía, y comenzó a hablarle del hombre que lo había tallado.
Era yerbero. Se habían conocido en un mercado donde él vendía sus figuritas de color siena tostada. Hablaron un rato sobre los motivos náuticos que más utilizaba y de repente él le dijo: «Lleva usted un profundo mar turquesa en los ojos». Mi tía le miró raro. El yerbero le explicó que había nacido en Ojo de Agua y que la sabiduría de sus ancestros le permitía identificar raudo a las personas que él denominaba «individuos acuáticos». A mi tía le vino a la mente aquella vez que siendo niña estuvo a punto de ahogarse. Y le contó la historia. Sólo guardaba tres imágenes en su mente que parecían haber sucedido en el mismo momento. Lo primero fue el abandono, la total rendición que se apodera de uno ante la inutilidad de los esfuerzos por salir a flote. En segundo lugar, el rostro de los ahogados, de todos aquellos que se había tragado aquel mar y la fuerza que ejercen para llevarte con ellos. El tercer momento era el brazo hercúleo de aquel desconocido que la había sacado de un tirón fuera del agua. Desde entonces llevaba la memoria de los ahogados adherida a ella. El yerbero dijo: «Todos manamos de la fuente y todos vamos dejando algún que otro reguero de agua en esta vida». Y añadió con un brillo extraño en los ojos: «Nada acuático me es ajeno». Al poco rato le preguntó si quería mirar dentro de sí misma. Lo que fue respondido con una afirmación. Le dio la dirección de su casa y la citó para la noche. Mi tía lo miró fijamente a los ojos durante unos segundos y accedió.
La casa del yerbero, repleta de oscuridad, parecía una cueva. Únicamente unas pocas velas iluminaban la estancia principal. Sonaba Ray Charles. En cuanto él supo que era española le habló de una compatriota de mi tía que había conocido en un aeropuerto y de cómo le había devuelto su sombra. Mientras realizaba un extraño mejunje, moliendo semillas y triturando hojas, le fue contando toda la historia, pero mi tía no prestó mucha atención porque estaba como hipnotizada ante la preparación de la tisana. Al terminar la narración ella le preguntó: «¿Eso no será una droga?» Él respondió que sí. Pero era una droga que te mataba solo si no la tomabas. «Es un veneno que te hiere solo si lo descuidas», fueron sus palabras exactas. Mi tía decidió aventurarse. Dejó que el yerbero moliera y triturara a su aire y acercó una vela a una de las paredes en la que se adivinaban dibujos pintados. Vio una puerta, una laguna, un campo de geranios. Vio cometas que representaban peces llevadas por niñas con largas melenas de algas. Y frases, frases por toda la pared, con letra diminuta, que ni con la vela pudo descifrar mi tía. Le llamó la atención un acuario sin agua en el que reposaban hipocampos y peces de madera. Cada uno era distinto, todos tenían un detalle que les dotaba de singularidad.
El yerbero le avisó de que ya estaban preparadas las tisanas, golpeó con su mano varias veces el cojín que estaba a su lado para que mi tía se acomodara, y cantó en una idioma para ella ininteligible. Al terminar el ritual, bebieron.
Un velo se rasga. Mi tía abre los ojos hacia dentro. Una puerta de enormes dimensiones se abre, ve un sendero con pétalos de geranios amarillos. Se adentra y observa que hay en el suelo unas hojas escritas. Recoge una. «Haz lo que te salga del floripondio», lee. En todas las hojas aparece escrita la misma frase. «Eso pensaba hacer», se dice mi tía. Mira hacia arriba. Decenas de cometas llenan el cielo. Vuela una guitarra sin cuerdas, vuela un tirachinas que lanza nubes. Una de esas nubes va formando una imagen poco a poco. La de un muchacho en moto. Vuelve a transformarse la nube. Ahora el muchacho en moto se ha convertido en un frondoso cerezo.
Continúa caminando embobada observando las cometas cuando se tropieza con una mujer con una cicatriz en la frente. Es un ocho en horizontal. Se quedan las dos en silencio mirándose. A mi tía le suena de algo. Al rato, la mujer dice: «Vengo de ponerle diecinueve velas a Santa Catalina. Yo, que no le he dado ni los buenos días a un santo en mi vida». Y desaparece al instante dejando a mi tía con una sonrisa en los labios. A lo lejos atisba una laguna, una vez allí se queda flotando una eternidad. Siente que todo alberga un patrón que tiende a la benevolencia. Toda una urdimbre de hilos la rodea, resonando con un tono extrañamente familiar que le hace llorar. Suena como la melodía más bonita del mundo. De pronto la música cesa y un velo vuelve a caer como muro de cemento.


Mi tía Catalina abrió los ojos y supo que era una semilla de tamarindo. Y sintió cómo le palpitaba el bosque de sus vástagos muy adentro. Cuando su vista se acostumbró a la penumbra vio al yerbero escribir en una de las paredes. Por la mañana, al acercarse para ver lo que había escrito, leyó: «Haz lo que te salga del floripondio».
La noche siguiente, con la luz de la luna llena inyectada en los ojos, volvió el yerbero a preparar una tisana especial.
El velo se rompe. Abre mi tía los ojos hacia dentro. Una ventana diminuta se abre y un campo de geranios se despliega ante ella. A sus pies hay una barquita dentro de una botella. La coge y le susurra: «Yo te traeré el mar». Y sus lágrimas, que empiezan a brotar de manera instantánea, se derraman dentro de la botella. Mientras observa mecerse a la barquita se escucha decir a sí misma: «Un poema de agua para una barquita varada». De manera repentina una sensación de belleza sublime, de paz innominada invade su mente. Ray Charles en persona le está cantando al oído «Blues is my middle name». Sigue caminando por un sendero de pétalos naranjas y se encuentra un buzón con forma de pez. Lo abre, saca un folio de su interior en el que las palabras revolotean por toda la hoja. De pronto cesan su danza y mi tía descifra el mensaje. «Querido profesor de guitarra, gracias por escribir como el que libera de su jaula a las palabras». Levanta la vista al cielo y ve nubes negras acercándose. Un velo brumoso le impide a mi tía atisbar claramente. Quiere gritar pidiendo ayuda pero no puede, no le salen las palabras. Hace un último esfuerzo y descubre horrorizada que le brotan serpientes de la boca. Un miedo atávico le recorre por completo y echa a correr fuera de sí. Surgen maléficas sombras por todas partes, un estrépito de susurros que mi tía relaciona con almas en pena resuena ensordecedor. Y el velo resurge, suave como un pétalo.

Decidió mi tía que no volvería a probar de aquella tisana. Las serpientes le daban auténtico pavor. El yerbero la escuchó atentamente y al terminar ella de narrar el trance comenzó a tallar una de sus figuritas. Ya de madrugada, se la mostró. Era una serpiente. Mi tía sonrió y dijo: «Estas no me dan ningún miedo». Él le devolvió la sonrisa y comenzó a contarle una historia, al abrigo de siete velas, sobre aquella serpiente que nos liberó de la ignorancia. La que era imagen de Quetzalcóatl, la que era símbolo del conocimiento y nos reveló que nosotros también éramos dioses. «Nacimos con el paraíso y el infierno bien mezcladitos, Catalina. Con el pálpito divino escondido en la cueva que cada uno llevamos dentro y con nuestros monstruos babeando sombras», dijo. Le aconsejó que no temiera a la serpiente. La serpiente era la puerta que llevaba al Uno, la que veía detrás de la máscara. Si se buscaba detrás de la máscara se acababa encontrando la misma energía en todas las cosas. «Déjela surgir, déjela serpentear y le revelará las respuestas que necesita», dijo. Pero mi tía no consintió en volver a probar la tisana de la serpiente, aunque sí siguió tomando de las suaves, como las llamaba ella. Porque esas tisanas le contaban cuentos. Cuentos acerca del origen y el destino, del eterno retorno, de la fiesta de disfraces, pero sin serpientes. Y gracias a ellas supo mi tía que el mundo era un tablero y todos éramos, de alguna manera, todas las piezas. El tablero mismo, incluso. Y el espacio lleno de vacío en donde flotaba la inmensidad.
Le fueron revelados los cuentos sobre el reverso substancial de la vida, que no cesa de moverse hasta que la muerte la convierte en una imagen fija. Una voz que parecía provenir del otro lado del firmamento le habló acerca de que todo permanece, escondido en la gran memoria del océano. «Una fracción de un instante basta para ensanchar la respiración y sumergirte en el vasto océano», dijo la voz. «Un solo instante basta para encender el universo».

Por aquellos días un reloj de arena fue la medida del tiempo. El reloj de arena era para el yerbero un recordatorio para estar presente. Necesitaba ese artificio para no perderse en los senderos de su pensamiento. Pero sobre todo para relativizar el tiempo. Ponía mucho énfasis en que Catalina se acordara de darle la vuelta cuando terminaba de caer la arena, pero ella se olvidaba cada dos por tres. «¡Carajo, Catalina! ¡Otra vez se le ha olvidado darle candela al reloj!», le increpó una mañana. Mi tía, que se estaba pintando las uñas de los pies, agarró un trocito de algodón que utilizaba para separarse los dedos y se lo lanzó. El proyectil le acertó en toda la napia. Se quedó un instante como desconcertado y, de inmediato, salió de la casa. Volvió con un arsenal de algodón, declarando una despiadada guerra contra mi tía. Algunas acabaron en el acuario y ahí se quedaron, como burbujas en un mar sin agua. Muchas otras se quedaron diseminadas por todo el salón. De vez en cuando uno de los dos le lanzaba una bolita al otro y comenzaba otra lucha algodonosa.
Un día descubrieron que las bolitas de algodón iban desapareciendo. Hasta que se dieron cuenta de que estaban siendo sustraídas por una lagartija que se llevaba el botín a su nido. Se convirtió en algo habitual dejar bolitas de algodón cada noche para la lagartija, como el que le da miguitas de pan a un pajarillo. Compraron algodón de colores porque mi tía no podía permitir que en el nido imperara el monocromatismo. «Necesita azules, violetas y amarillos para contrarrestar la monotonía del blanco. También le vendría bien algo de un naranja potente para romper un poco con los tonos pasteles», argumentó. A lo que el yerbero, con un tono socarrón, contestó: «El problema son las cortinas, que no sabemos de qué color las tiene y podemos provocarle una intoxicación cromática». Respuesta que bien se mereció una mirada perdonavidas por parte de mi tía, que había desarrollado en esa faceta una maestría de samurái.
Aquella noche, cuando terminaron de desperdigar bolitas de algodón de colores, mi tía le confesó el porqué de haber acabado en esa ciudad. Le contó la historia de una barquita arrebatada por el mar, le habló de la ceniza la garganta, de luciérnagas esquivas que se niegan a alumbrar negros pozos. «Mis sueños iban al compás del balanceo de aquella barquita», le susurró al oído.
El yerbero se marchó a la mañana siguiente. Volvió a los cinco días trayendo una barquita dentro de una botella y dos geranios. Cogió mi tía los dos geranios y los metió en otra botella. «Germinarán sus vidas juntos en esta botella», profetizó. Luego cogió la que tenía la barquita y le dijo al yerbero: «La llevaremos a donde pertenece». Al instante se imaginó mi tía en la playa, echando al mar la botella con la barquita dentro. Para que supiera de las profundidades, para que hiciera de morada a pequeños seres oceánicos. Y, pasado mucho tiempo, la encontrara un submarinista con una pareja de hipocampos pigmeos dentro. El mensaje de la botella estaría claro: una barquita es una morada.
Así lo hicieron. En el preciso momento en que mi tía lanzaba la botella al mar, como si fuera cosa de nigromancia, se evaporó la ceniza en la garganta. Ya no tendría que salir a pescar más luciérnagas. Bastaba con ensanchar un luminoso instante y se encenderían luciérnagas a borbotones.

Una noche de esas de luna llena en las venas el yerbero se preparó una tisana especial y comenzó a escribir a la luz de las velas. Farfullaba lo que escribía mientras su cuerpo iba meciéndose como hacen los judíos al salmodiar. «Nosotros fuimos, en su momento, nuestros propios antepasados», acertó a oír mi tía. «Por eso aprender es recordar». Se quedó callado un instante, la mirada trastornada y continuó murmurando, más silencioso. Pasado un buen rato dijo: «Todo es un juego soñado. Pero el soñador está tan cerca, Catalina, que pasa desapercibido muy fácilmente. Y los monstruos son tan fieros que se necesita la fuerza del mar para contenerlos». Estuvo cabizbajo el resto de la noche. Le agarró la serpiente, pensó mi tía.
A los pocos días se fue el yerbero una mañana sin haberle dado candela al reloj de arena, desvaneciéndose como el que se metamorfosea en hoja seca y solo obedece al viento. En la pared resplandecían varias frases nuevas: «Salí a pescar luciérnagas, Catalina. Tuyo es Ray Charles, tuyo el reloj de arena que mide el acuático tiempo. Y tuya es mi cueva».
Al atardecer ella le pintó en la pared un dibujo chiquito de una barquita dentro de una botella, junto a dos geranios. Sacó una burbuja de algodón del acuario sin agua y se la guardó en el bolsillo. Dejó el acostumbrado reguero de bolitas para la lagartija. Cuando tuvo empacadas sus cosas cogió el reloj de arena, que aún marcaba la última hora, y se embarcó de vuelta. A pesar de que aún sentía el amargo regusto de la ceniza en la garganta, ya notaba mi tía cómo le revoloteaban en los ojos las primeras luciérnagas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario