(Para Caleto y Jilguero, vecinos que me prestaron tinta).
«Hay un veneno que te hiere solo si lo descuidas».
Serenito Williams Luna
Volvió
mi tía Catalina una madrugada de marea muerta con luciérnagas en los
ojos y cuatro objetos importantes en la maleta. Traía un reloj de arena,
un disco de Ray Charles, una talla de madera de un hipocampo y dos
geranios secos dentro de una botella. En su bolsillo derecho, una bolita
azul de algodón.
A la mañana siguiente llamó a la puerta del
profesor de guitarra y este le abrió con un loro verde fosforito posado
en el hombro izquierdo. El señor Emilio se sorprendió tanto de verla que
a punto estuvo de cogerla en volandas y ponerse a dar vueltas como un
derviche con loro incluido, pero se contuvo a tiempo y en lugar de eso
dijo: «Dichosos los ojos, doña Catalina». «¡Catalina!», imitó la
criatura. «Bonito loro, amigo mío», dijo ella. Él le explicó que el loro
había entrado un día por la ventana y se había instalado cual natural
inquilino. A continuación la invitó a entrar diciendo: «Tengo un
notición para usted. Pase al salón y vea.» «¿Cómo la ha encontrado?», le
preguntó conmocionada y con una sonrisa en los labios al ver de nuevo
LA barquita. Se lo contaré todo, uno de estos días. «¿Sale el niño
poeta?», fue lo primero que preguntó mi tía. «No, hace mucho que ya no
sale», respondió él con tristeza. Añadió que ya habría tiempo para que
supiera sobre el niño poeta y le pidió que le contara todo lo que había
vagabundeado por el mundo, todas las vivencias que traía. Mi tía le dijo
que de vagabundear por el mundo, nada de nada. Pero que traía
amaneceres y puestas de sol impregnados en su piel como salitre del mar.
Y visiones de unos ojos nuevos, surgidos en la oscuridad de una cueva. A
continuación sacó un paquete que llevaba en un bolsillo y se lo dio.
Era un caballito de mar que había comprado expresamente para él. «Es
caballita», precisó mi tía, y comenzó a hablarle del hombre que lo había
tallado.
Era yerbero. Se habían conocido en un mercado donde él
vendía sus figuritas de color siena tostada. Hablaron un rato sobre los
motivos náuticos que más utilizaba y de repente él le dijo: «Lleva usted
un profundo mar turquesa en los ojos». Mi tía le miró raro. El yerbero
le explicó que había nacido en Ojo de Agua y que la sabiduría de sus
ancestros le permitía identificar raudo a las personas que él denominaba
«individuos acuáticos». A mi tía le vino a la mente aquella vez que
siendo niña estuvo a punto de ahogarse. Y le contó la historia. Sólo
guardaba tres imágenes en su mente que parecían haber sucedido en el
mismo momento. Lo primero fue el abandono, la total rendición que se
apodera de uno ante la inutilidad de los esfuerzos por salir a flote. En
segundo lugar, el rostro de los ahogados, de todos aquellos que se
había tragado aquel mar y la fuerza que ejercen para llevarte con ellos.
El tercer momento era el brazo hercúleo de aquel desconocido que la
había sacado de un tirón fuera del agua. Desde entonces llevaba la
memoria de los ahogados adherida a ella. El yerbero dijo: «Todos manamos
de la fuente y todos vamos dejando algún que otro reguero de agua en
esta vida». Y añadió con un brillo extraño en los ojos: «Nada acuático
me es ajeno». Al poco rato le preguntó si quería mirar dentro de sí
misma. Lo que fue respondido con una afirmación. Le dio la dirección de
su casa y la citó para la noche. Mi tía lo miró fijamente a los ojos
durante unos segundos y accedió.
La casa del yerbero, repleta de
oscuridad, parecía una cueva. Únicamente unas pocas velas iluminaban la
estancia principal. Sonaba Ray Charles. En cuanto él supo que era
española le habló de una compatriota de mi tía que había conocido en un
aeropuerto y de cómo le había devuelto su sombra. Mientras realizaba un
extraño mejunje, moliendo semillas y triturando hojas, le fue contando
toda la historia, pero mi tía no prestó mucha atención porque estaba
como hipnotizada ante la preparación de la tisana. Al terminar la
narración ella le preguntó: «¿Eso no será una droga?» Él respondió que
sí. Pero era una droga que te mataba solo si no la tomabas. «Es un
veneno que te hiere solo si lo descuidas», fueron sus palabras exactas.
Mi tía decidió aventurarse. Dejó que el yerbero moliera y triturara a su
aire y acercó una vela a una de las paredes en la que se adivinaban
dibujos pintados. Vio una puerta, una laguna, un campo de geranios. Vio
cometas que representaban peces llevadas por niñas con largas melenas de
algas. Y frases, frases por toda la pared, con letra diminuta, que ni
con la vela pudo descifrar mi tía. Le llamó la atención un acuario sin
agua en el que reposaban hipocampos y peces de madera. Cada uno era
distinto, todos tenían un detalle que les dotaba de singularidad.
El
yerbero le avisó de que ya estaban preparadas las tisanas, golpeó con su
mano varias veces el cojín que estaba a su lado para que mi tía se
acomodara, y cantó en una idioma para ella ininteligible. Al terminar el
ritual, bebieron.
Un velo se
rasga. Mi tía abre los ojos hacia dentro. Una puerta de enormes
dimensiones se abre, ve un sendero con pétalos de geranios amarillos. Se
adentra y observa que hay en el suelo unas hojas escritas. Recoge una.
«Haz lo que te salga del floripondio», lee. En todas las hojas aparece
escrita la misma frase. «Eso pensaba hacer», se dice mi tía. Mira hacia
arriba. Decenas de cometas llenan el cielo. Vuela una guitarra sin
cuerdas, vuela un tirachinas que lanza nubes. Una de esas nubes va
formando una imagen poco a poco. La de un muchacho en moto. Vuelve a
transformarse la nube. Ahora el muchacho en moto se ha convertido en un
frondoso cerezo.
Continúa caminando embobada observando las cometas
cuando se tropieza con una mujer con una cicatriz en la frente. Es un
ocho en horizontal. Se quedan las dos en silencio mirándose. A mi tía le
suena de algo. Al rato, la mujer dice: «Vengo de ponerle diecinueve
velas a Santa Catalina. Yo, que no le he dado ni los buenos días a un
santo en mi vida». Y desaparece al instante dejando a mi tía con una
sonrisa en los labios. A lo lejos atisba una laguna, una vez allí se
queda flotando una eternidad. Siente que todo alberga un patrón que
tiende a la benevolencia. Toda una urdimbre de hilos la rodea, resonando
con un tono extrañamente familiar que le hace llorar. Suena como la
melodía más bonita del mundo. De pronto la música cesa y un velo vuelve a
caer como muro de cemento.
Mi tía Catalina abrió los
ojos y supo que era una semilla de tamarindo. Y sintió cómo le palpitaba
el bosque de sus vástagos muy adentro. Cuando su vista se acostumbró a
la penumbra vio al yerbero escribir en una de las paredes. Por la
mañana, al acercarse para ver lo que había escrito, leyó: «Haz lo que te
salga del floripondio».
La noche siguiente, con la luz de la luna llena inyectada en los ojos, volvió el yerbero a preparar una tisana especial.
El
velo se rompe. Abre mi tía los ojos hacia dentro. Una ventana diminuta
se abre y un campo de geranios se despliega ante ella. A sus pies hay
una barquita dentro de una botella. La coge y le susurra: «Yo te traeré
el mar». Y sus lágrimas, que empiezan a brotar de manera instantánea, se
derraman dentro de la botella. Mientras observa mecerse a la barquita
se escucha decir a sí misma: «Un poema de agua para una barquita
varada». De manera repentina una sensación de belleza sublime, de paz
innominada invade su mente. Ray Charles en persona le está cantando al
oído «Blues is my middle name». Sigue caminando por un sendero de
pétalos naranjas y se encuentra un buzón con forma de pez. Lo abre, saca
un folio de su interior en el que las palabras revolotean por toda la
hoja. De pronto cesan su danza y mi tía descifra el mensaje. «Querido
profesor de guitarra, gracias por escribir como el que libera de su
jaula a las palabras». Levanta la vista al cielo y ve nubes negras
acercándose. Un velo brumoso le impide a mi tía atisbar claramente.
Quiere gritar pidiendo ayuda pero no puede, no le salen las palabras.
Hace un último esfuerzo y descubre horrorizada que le brotan serpientes
de la boca. Un miedo atávico le recorre por completo y echa a correr
fuera de sí. Surgen maléficas sombras por todas partes, un estrépito de
susurros que mi tía relaciona con almas en pena resuena ensordecedor. Y
el velo resurge, suave como un pétalo.
Decidió mi tía que
no volvería a probar de aquella tisana. Las serpientes le daban
auténtico pavor. El yerbero la escuchó atentamente y al terminar ella de
narrar el trance comenzó a tallar una de sus figuritas. Ya de
madrugada, se la mostró. Era una serpiente. Mi tía sonrió y dijo: «Estas
no me dan ningún miedo». Él le devolvió la sonrisa y comenzó a contarle
una historia, al abrigo de siete velas, sobre aquella serpiente que nos
liberó de la ignorancia. La que era imagen de Quetzalcóatl, la que era
símbolo del conocimiento y nos reveló que nosotros también éramos
dioses. «Nacimos con el paraíso y el infierno bien mezcladitos,
Catalina. Con el pálpito divino escondido en la cueva que cada uno
llevamos dentro y con nuestros monstruos babeando sombras», dijo. Le
aconsejó que no temiera a la serpiente. La serpiente era la puerta que
llevaba al Uno, la que veía detrás de la máscara. Si se buscaba detrás
de la máscara se acababa encontrando la misma energía en todas las
cosas. «Déjela surgir, déjela serpentear y le revelará las respuestas
que necesita», dijo. Pero mi tía no consintió en volver a probar la
tisana de la serpiente, aunque sí siguió tomando de las suaves, como las
llamaba ella. Porque esas tisanas le contaban cuentos. Cuentos acerca
del origen y el destino, del eterno retorno, de la fiesta de disfraces,
pero sin serpientes. Y gracias a ellas supo mi tía que el mundo era un
tablero y todos éramos, de alguna manera, todas las piezas. El tablero
mismo, incluso. Y el espacio lleno de vacío en donde flotaba la
inmensidad.
Le fueron revelados los cuentos sobre el reverso
substancial de la vida, que no cesa de moverse hasta que la muerte la
convierte en una imagen fija. Una voz que parecía provenir del otro lado
del firmamento le habló acerca de que todo permanece, escondido en la
gran memoria del océano. «Una fracción de un instante basta para
ensanchar la respiración y sumergirte en el vasto océano», dijo la voz.
«Un solo instante basta para encender el universo».
Por aquellos
días un reloj de arena fue la medida del tiempo. El reloj de arena era
para el yerbero un recordatorio para estar presente. Necesitaba ese
artificio para no perderse en los senderos de su pensamiento. Pero sobre
todo para relativizar el tiempo. Ponía mucho énfasis en que Catalina se
acordara de darle la vuelta cuando terminaba de caer la arena, pero
ella se olvidaba cada dos por tres. «¡Carajo, Catalina! ¡Otra vez se le
ha olvidado darle candela al reloj!», le increpó una mañana. Mi tía, que
se estaba pintando las uñas de los pies, agarró un trocito de algodón
que utilizaba para separarse los dedos y se lo lanzó. El proyectil le
acertó en toda la napia. Se quedó un instante como desconcertado y, de
inmediato, salió de la casa. Volvió con un arsenal de algodón,
declarando una despiadada guerra contra mi tía. Algunas acabaron en el
acuario y ahí se quedaron, como burbujas en un mar sin agua. Muchas
otras se quedaron diseminadas por todo el salón. De vez en cuando uno de
los dos le lanzaba una bolita al otro y comenzaba otra lucha
algodonosa.
Un día descubrieron que las bolitas de algodón iban
desapareciendo. Hasta que se dieron cuenta de que estaban siendo
sustraídas por una lagartija que se llevaba el botín a su nido. Se
convirtió en algo habitual dejar bolitas de algodón cada noche para la
lagartija, como el que le da miguitas de pan a un pajarillo. Compraron
algodón de colores porque mi tía no podía permitir que en el nido
imperara el monocromatismo. «Necesita azules, violetas y amarillos para
contrarrestar la monotonía del blanco. También le vendría bien algo de
un naranja potente para romper un poco con los tonos pasteles»,
argumentó. A lo que el yerbero, con un tono socarrón, contestó: «El
problema son las cortinas, que no sabemos de qué color las tiene y
podemos provocarle una intoxicación cromática». Respuesta que bien se
mereció una mirada perdonavidas por parte de mi tía, que había
desarrollado en esa faceta una maestría de samurái.
Aquella noche,
cuando terminaron de desperdigar bolitas de algodón de colores, mi tía
le confesó el porqué de haber acabado en esa ciudad. Le contó la
historia de una barquita arrebatada por el mar, le habló de la ceniza la garganta, de luciérnagas esquivas que
se niegan a alumbrar negros pozos. «Mis sueños iban al compás del
balanceo de aquella barquita», le susurró al oído.
El yerbero se
marchó a la mañana siguiente. Volvió a los cinco días trayendo una
barquita dentro de una botella y dos geranios. Cogió mi tía los dos
geranios y los metió en otra botella. «Germinarán sus vidas juntos en
esta botella», profetizó. Luego cogió la que tenía la barquita y le dijo
al yerbero: «La llevaremos a donde pertenece». Al instante se imaginó
mi tía en la playa, echando al mar la botella con la barquita dentro.
Para que supiera de las profundidades, para que hiciera de morada a
pequeños seres oceánicos. Y, pasado mucho tiempo, la encontrara un
submarinista con una pareja de hipocampos pigmeos dentro. El mensaje de
la botella estaría claro: una barquita es una morada.
Así lo
hicieron. En el preciso momento en que mi tía lanzaba la botella al mar,
como si fuera cosa de nigromancia, se evaporó la ceniza en la
garganta. Ya no tendría que salir a pescar más luciérnagas. Bastaba con
ensanchar un luminoso instante y se encenderían luciérnagas a
borbotones.
Una noche de esas de luna llena en las venas el
yerbero se preparó una tisana especial y comenzó a escribir a la luz de
las velas. Farfullaba lo que escribía mientras su cuerpo iba meciéndose
como hacen los judíos al salmodiar. «Nosotros fuimos, en su momento,
nuestros propios antepasados», acertó a oír mi tía. «Por eso aprender es
recordar». Se quedó callado un instante, la mirada trastornada y
continuó murmurando, más silencioso. Pasado un buen rato dijo: «Todo es
un juego soñado. Pero el soñador está tan cerca, Catalina, que pasa
desapercibido muy fácilmente. Y los monstruos son tan fieros que se
necesita la fuerza del mar para contenerlos». Estuvo cabizbajo el resto
de la noche. Le agarró la serpiente, pensó mi tía.
A los pocos días
se fue el yerbero una mañana sin haberle dado candela al reloj de arena,
desvaneciéndose como el que se metamorfosea en hoja seca y solo obedece
al viento. En la pared resplandecían varias frases nuevas: «Salí a
pescar luciérnagas, Catalina. Tuyo es Ray Charles, tuyo el reloj de
arena que mide el acuático tiempo. Y tuya es mi cueva».
Al atardecer
ella le pintó en la pared un dibujo chiquito de una barquita dentro de
una botella, junto a dos geranios. Sacó una burbuja de algodón del
acuario sin agua y se la guardó en el bolsillo. Dejó el acostumbrado
reguero de bolitas para la lagartija. Cuando tuvo empacadas sus cosas
cogió el reloj de arena, que aún marcaba la última hora, y se embarcó de
vuelta. A pesar de que aún sentía el amargo regusto de la ceniza en la
garganta, ya notaba mi tía cómo le revoloteaban en los ojos las primeras
luciérnagas.
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