¡Oh, compañeros de nave y compañeros de mundo!
Herman Melville
Mi
amigo Chaqueta Blanca y yo somos marineros en el barco Mundo. De sol a
sol y sin apenas descanso navegamos por el veleidoso océano de la
incertidumbre. Sólo hallamos solaz cuando nos cala los huesos la lluvia
de la imaginación.
A bordo, mantenerse siempre a bordo es nuestra
única consigna, aunque cada día nos cuesta más porque hemos visto ya a
muchos de los nuestros saltar por la borda.
Nadie sabe a ciencia
cierta desde dónde zarpamos ni en qué puerto nos veremos apeados, este
barco sigue su rumbo fijo y no tiene más escala que la muerte. Pero mi
amigo disfruta del embarque, lo observo soñando el mar y respirando
niebla en la cubierta.
Chaqueta Blanca, mitad humano, mitad personaje
(¿no lo somos todos?), compañero en esta travesía que recorre el barco
Mundo, no se afana en intentar averiguar si se halla en el camino
adecuado (para él toda senda es hogar), y nunca le ha preocupado el
sotavento. En este barco Mundo no conocemos ni conoceremos otra cosa que
no sea navegar.
Chaqueta Blanca, pobre marinero, él sabe que no es
de este barco, pero aun así ama la nave y el océano que surca. Él no es
de los que buscan saber dónde recalará, quizás ésa sea la razón de que
conozca tan bien su destino. Y mientras muchos se preguntan qué hay de
real en el barco Mundo, a mi amigo le basta con imaginar las estrellas
para conocer la realidad. No pocas veces lo he encontrado, en pleno día,
charlando animadamente con las estrellas. O, mirando al cielo, antes
del atardecer, contemplando la luna. Es su faro el firmamento. Mi amigo
lleva todos los astros en su memoria.
Este Chaqueta Blanca con los
ojos de color armonía intenso es famoso por su grito de guerra: ¡Avante,
marineros!, y el día que se apee de este barco Mundo, en su mirada no
leeremos otra cosa reflejada.
«Las estelas que habremos de dejar se
las llevará la corriente, pero el gran océano que atravesamos reconoce a
cada marinero que viaja a bordo del barco Mundo, y cada nudo recorrido
es una milla más que se avanza», dice Chaqueta Blanca. «Compañeros
oceánicos, todo marinero del barco Mundo es un explorador único que, con
su trayecto, hace conocida una parte más del cósmico mapa naval.
¡Siempre avante, marineros! ¡Nunca estamos perdidos! ¡El viento en popa,
siempre!», grita emocionado.
«La marea es sabia y su balanceo nos
equilibra. Al marino del barco Mundo no le hace falta ni remar,
compañeros. La derrota que seguimos, sin duda, habrá de llevarnos a
casa».
Últimamente parece como si el barco Mundo fuera fábrica de
vientos y se vendieran ventarrones al por mayor. Vayamos donde vayamos
los marineros de barco Mundo, sea cual sea el pedazo de océano que
singlemos, inundados de ventarrón vamos hacia casa, por fin a casa,
según el siempre acertado criterio de mi querido Chaqueta Blanca. «Hacia
casa, por fin a casa», me dice, con fuego y agua asomándole por los
ojos. «Al abordaje de instantes con nuestro barco pirata, grumete, ahí
es hacia donde nos dirigimos», me espeta, clavándome en los ojos las
chispas y las olas de su mirada.
«Ya no nos hará falta ancla»,
dijo, el otro día, Chaqueta Blanca. «O mucho me equivoco o estamos a
punto de adentrarnos en aguas turbias y revueltas, ha llegado la hora de
lanzarse al horizonte, este buque atraviesa mares que nunca antes
fueron navegados por ningún barco».
Y desde entonces viajamos sin
ancla, sin mástil, sin velas, viajamos con el empuje que da el aliento
del marinero que recuerda su morada.
Este barco Mundo siempre ha
sido pasajero, pero, entre todos, hemos viajado como si tuviéramos la
seguridad de que esta travesía fuera la única realidad, relacionándonos
como si fuéramos a vivir en este barco eternamente. Hay muchos marineros
en este barco Mundo que nos hemos cansado ya de esta farsa. El primero,
Chaqueta Blanca. En la portada de su bitácora, ha escrito: barco Mundo
mudo, ciego y sordo de fantasía. En el interior de esa bitácora auguro
que debe haber como un universo de creatividad con mágicas galaxias en
continua expansión.
«¿Quién te ha enseñado todo lo que sabes?», le
preguntan algunos marineros a Chaqueta Blanca. Y él sonriente, contesta:
«El mar, el océano por el que transitamos me enseña todo lo que
necesito saber. Confianza en el océano, marineros, hay que tener. Este
barco Mundo no naufragará, y el que es capitán lo sabe. ¿Acaso no vamos
siempre a la deriva? No temáis nada en este barco Mundo, si lo sentís
zozobrar confiad en el océano. La confianza será el único salvavidas al
que podréis aferraros».
Para mi amigo no existen naufragios,
aunque conoce todos los desafíos, ninguna tormenta conlleva peligro
alguno para él. El espíritu del tornado porta en la sangre. Y cuando los
marineros hablamos de tormentas, las palabras que pronuncia Chaqueta
Blanca nos huelen a inmortalidad, él dice que eso es porque vino a este
barco Mundo con el sabor de lo eterno retumbándole en la garganta.
Cuentan
que Chaqueta Blanca siempre ha sido el que es, que siempre ha estado en
contra de ir contra viento y marea, que jamás se le ha visto hundido en
la negrura de la noche ni nadie le oyó nunca gemir entre tinieblas.
Porque Chaqueta Blanca se nada las noches, los mares, las distancias que
le separan de su tesoro perdido, así no le alcanza el voraz cachalote
de la desolación. Le salen escamas y logra escurrirse de cualquier
marinero que osa hablarle de fronteras. «¿De qué fronteras hablan estos
enajenados?», me pregunta Chaqueta Blanca. «Barco Mundo sólo hay uno»,
dice sumergido en honda perplejidad.
Cuentan que Chaqueta Blanca es
un ciego de lógica de nacimiento, que ni siquiera puede distinguir entre
babor y estribor, que embarcó lunático y desembarcará lunático. Algunos
marineros decimos que nuestros oídos de ave de paso se deleitan con el
allende ulular de este sempiterno lunático, y no con las estridentes
ráfagas de sensatez de los congruentes.
Ver a Chaqueta Blanca
calado hasta la médula de refulgentes luceros en las noches de
plenilunio es un espectáculo digno de presenciar. Jamás mis ojos de
marinero contemplaron cosa semejante. Se le ve toda una constelación de
otro mundo que se le escapa por la comisura de los labios, y un
resplandor envolvente que emite con su sonrisa se me mete en la tripa
iluminando la cueva de mi nostalgia. Cuando anochece, Chaqueta Blanca
comienza a hablar de un lugar muy lejano a barco Mundo, y que, sin
embargo, queda cerca del mar que buceamos. Un lugar llamado Ultramar.
Ultramar es océano en el que confluye todo y es también isla de
cualquier instante en el que uno sepa flotar por sí mismo, sin necesidad
de madero al que aferrarse. Chaqueta Blanca lo define así: «Ultramar es
el lugar donde nace el siempre y el presente». Cuando llega la mañana,
Chaqueta Blanca se retira a su morada de agua. Mientras se aleja le
oímos exclamar: «¡avante, marineros, en el ahora se halla el timón de la
eternidad!».
Como en barco Mundo no hay quien entienda de este
absurdo barco errático, (y menos aún del mundo), mi amigo se pone
«metafilósofo», que según él, es dedicarse a vivir en su filosofía y
dejar que cada uno haga lo propio. «Yo sueño un barco Mundo donde todos
cuenten su propia historia, grumete, y escuchen las de los demás. Yo
lloro un barco Mundo donde todos puedan poner su voz y donde todas las
voces cuenten por igual, no sólo en mudo papel».
Metafilósofo, así
está Chaqueta Blanca cuando no oye a nadie contar su propia visión de
este barco Mundo. «A los marineros de este barco Mundo nos falta
filosofía, mucha filosofía», me dice, con una tristeza en su voz que me
congela el alma y el entendimiento.
Pero no le dura mucho su
metafilosófica tristeza, pues al poco tiempo le invade el éxtasis que le
provoca contemplar la majestuosidad de una montaña, la forma de una
nube o el vuelo de una gaviota. Chaqueta Blanca ama los paisajes más que
a su vida. De pronto, nos espeta: «¡Silencio!, atentos al gato que pasa
en forma de nube. ¡Mirad!, un arcoíris nos saluda, marineros, guardemos
silencio para observarlo».
De vez en cuando algún viejo
marinero se nos acerca para decirle a Chaqueta Blanca: «no le metas a
los muchachos esas tonterías utópicas en la cabeza, las cosas en barco
Mundo son así, un marinero nada puede cambiar».
Y así les contesta
Chaqueta Blanca: «barco Mundo es como lo ve cada marinero. Yo sólo les
digo que no se dejen inocular el virus represor de los criterios, pues
sólo el cambio no cambia, sólo la transformación permanece. Únicamente
les espoleo para que se adentren en las grutas de sus ideas, para que se
muevan impelidos por el dictado de sus propios dictados. Las cosas son
como se interpretan».
Chaqueta Blanca nos huele el desánimo a
mucha distancia. Y sabe cómo ahuyentárnoslo. Un día, cómo nos vería de
sumidos en nuestras penas, que nos dijo: «Necesitáis mi catalejo. Con él
veréis más allá». El catalejo de Chaqueta Blanca es un extravagante
artilugio que, si miras a través de él, te borra las imágenes de la
mente que te trastornan y las sustituye por otras en las que se aprecian
cielos estrellados, islas paradisíacas, bandadas de pájaros, la Vía
Láctea, y un sin fin de cosas más. Yo, cuando miré, vi una ballena
descomunal. Anduve durante mucho tiempo con esa visión como
contraveneno, como cuerda a la que asirme en los momentos de ceguera
absoluta. Sí, yo soy un marinero que, en determinados momentos, adolece
de visión y reniega de la marea humana, hasta el punto de que necesito
cuerdas, bastones, algún cabo para el alma al que me pueda sujetar, pues
la marea oceánica me seduce con el silbido de su inmensidad. Temo ceder
al impulso de tirarme por la borda para ir en busca del abrazo con el
originario mar. Y aunque Chaqueta Blanca dice que debo ser mi propio
cabo, recordar la imagen de aquella ballena me ancla dentro de mí mismo,
me enraíza a barco Mundo, no sé por qué. He aprendido que una ballena
puede convertirse en cayado, la luna puede transmutarse en relajante
pócima, o una palabra ser hoguera y sombra.
En los días de viento
gélido, Chaqueta Blanca juega a crear palabras con el vaho de su
respiración. Parece como si su aliento les diera vida al pronunciarlas.
Cuando escoge una palabra, la repite, la repite, la repite hasta que
parece que la está viendo, recién nacida del vaho de su pronunciar. Y
como si la acariciara, con sus manos va dándole forma, para después
soltarla y entregársela al viento, que se la susurrará a alguien en el
oído. Alguien que no esté sordo de tempestades. A cualquiera que oiga un
mínimo del rumor glacial submarino.
En los días de viento gélido,
sólo nos abrigan las palabras a las que da vida de aliento Chaqueta
Blanca. En los días de viento gélido, él sonríe, con letras colgándole
de la boca. Palabras como «humo», «timón», «oleaje» nos hacen de mantas y
nos alumbran los sentimientos. Y aún no hemos conocido iceberg que no
haya sido abrasado por el consuelo de sus palabras de viento.
Hasta
que en barco Mundo navegar sea vivir, y no matarse por sobrevivir,
Chaqueta Blanca poblará el desierto de lo quimérico. Hasta que en barco
Mundo existir signifique mucho más que producir, Chaqueta Blanca soplará
fantasía.
Hay que agradecerles a los dioses del mar que Chaqueta
Blanca no encaje en este barco, que sea como tonificante brisa del
extramundo y que sea capaz de traspasar el hielo de la aflicción con el
llameante soplido de sus revelaciones. Yo nunca se lo agradeceré lo
suficiente ni podré rezarle a Poseidón, a Neptuno, a Nereo o a Váruna
todas las plegarias que se merecen.
Cuando alguien es lámpara entre
oscurantismos, como Chaqueta Blanca, va irradiando luces que encienden
vidas, y aquí en barco Mundo, con sólo un vistazo, se advierte que
escaseamos de luminarias. Y a las pocas que tenemos les solemos dar la
espalda, creando así monstruosas sombras que hacen más oscura la
andadura. Pero aún quedan marineros en barco Mundo que velan para que
esta embarcación no se estanque en aguas empantanadas, aún merodean
aquellos navegantes que rezan por más fábula y menos axiomas. Para ellos
inventa mi amigo Chaqueta Blanca.
El camarote de mi amigo es
nido de vuelos, es aposento de auroras, está lleno de musicales
silencios flotando en el aire. Con sólo traspasar la puerta ya se
percibe una atmósfera de magia ancestral mezclada con fragancia de
ausencias. Chaqueta Blanca comparte camarote con su soledad, que siempre
está presente y le hace mucha compañía.
Tiene en su camarote una
brújula que no señala norte alguno, pero si la observas detenidamente,
entrecerrados los ojos, verás indicadas todas las direcciones de las
profundidades ultramarinas. Tiene también un cuadro, un cuadro que me
traslada a dimensiones distintas de la que habita mi cuerpo. En él se
observa, suspendido en un abismo, un estrecho pasillo que conduce a una
puerta por la que se escapa una luz profundamente atrayente, una luz
incitadora a traspasarla, todo ello con un fondo verde en forma de
espiral. Pero, en realidad, en el cuadro no hay pintada una puerta, el
cuadro mismo es la puerta. Yo lo he atravesado en incontables ocasiones,
regresando distinto, volviendo menos náufrago. Es un cuadro rendija por
el que llegas al hogar del amanecer, donde nace la luz.
En el lecho
de Chaqueta Blanca, junto a él, duermen la mueca irónica y el gozoso
deletrear de los sentimientos, que es pasado augurador de futuros. Por
eso, cuando se levanta aún lleva en el rostro las marcas de la broma y
el sentir, pues no son otras sus almohadas. Se le ve en la cara la
huella que imprime el objeto en el que deja reposar su cabeza. La broma y
el sentir, es lo único que necesita para descansar soñando.
Los que
no vivieron mas que hundimientos, en el camarote de Chaqueta Blanca
encontrarán balsa. Los que se sienten encerrados en este barco Mundo, en
su camarote hallarán refrescante libertad.
Aunque nubarrones
gigantescos se ciernan sobre nosotros, nada temeremos, porque Chaqueta
Blanca nos ha contagiado su «avante, marineros». Ya estamos empapados de
su estimulante acuosidad, ya sentimos su alentador aliento en el cogote
reconfortándonos. Siendo él maestro de tormentas, no hay rayo ni trueno
del que podamos espantarnos.
Como en barco Mundo todo es perpetuo
vaivén, balanceo continuo, él nos ha enseñado el arte del equilibrio,
que consiste en ignorar las ansias por evitar caídas o golpes. Nos dice:
«No temáis al mareo ni a la angustia, no huyáis de caídas o golpes.
Aquel que cae es el único que verdaderamente se mantiene en pie, el que
no cae es porque no se mueve, y por lo tanto no avanza».
Y si nos
viéramos atorados en colosal ventisca no nos veríais desesperar, la
amistad de Chaqueta Blanca ha creado en nosotros semillas que el
vendaval llevaría muy lejos, mucho más allá del mar. Sólo pensar en ello
nos fortalecería. Somos marineros que llevamos el viaje y el brote en
la sangre, nos gusta descubrirnos en los lugares más insospechados.
Somos marineros que, aun estando varados, remontaremos hacia el alba de
la utopía, acompañados por el brillo de astros de Chaqueta Blanca.
En
ocasiones, mi amigo canta cuando está dormido, a menudo entona la misma
canción, la canción del olvido, su estribillo mece los sueños de
Chaqueta Blanca: «Ven, barco Mundo, conmigo, olvidé que vagaba perdido.
Sopla, viento, sopla, que tu murmullo me arropa…» Cuando está despierto
no se acuerda de la canción, pero el Chaqueta Blanca dormido también
necesita de cánticos que le acunen el soñar. Vuela mi amigo, cantarín,
por los etéreos cielos de las ensoñaciones. ¡Vuela, Chaqueta Blanca,
vuela!...
Mi amigo sabe que escribo sobre él, mas no lo aprueba,
él preferiría que escribiera sobre atardeceres en barco Mundo. Pero
¿cómo no escribirle? Chaqueta Blanca, que no es del todo personaje ni
del todo humano (¿no es así con todos?), tenía que vivir para siempre,
hecho de papel y letra, como retratado en un lienzo. Porque él, que
nunca ha naufragado, es náufrago de todos los naufragios. Él, que nunca
está solo, es amigo de soledades. Así es Chaqueta Blanca, maestro del
arpa de las paradojas. ¿Cómo no escribirle?
Esta mañana, me ha dado
un beso en la frente y señalándome al cielo limpio y claro, ha dicho:
«grumete, si una ola se me llevara, podrás encontrarme en esa estrella,
esa que tiene la luz de plata».
Me duele la belleza de la lógica de
Chaqueta Blanca. Tengo quebrado mi corazón de marinero sólo de pensar en
un celeste Chaqueta Blanca instalándose en astro de plata.
Porque todos los marineros sabemos que, en una oscura noche de tormenta, se lo llevará una ola.
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