Querida Katerina: por fin nos hemos acomodado en el pueblo de mis
suegros y tengo un momento para escribirte unas líneas. Me satisface
comunicarte que la enfermedad de mi suegro no es tan grave como nos
temíamos. Volveremos a Petrogrado en dos semanas si, como
esperamos, se mantiene la mejoría.
En cuanto a mí, me encuentro
de lo más desconsolada. No te creerás lo imposible que está Hércules ni
lo perjudiciales que son las influencias femeninas para él en este
ambiente rural. Está más intransigente y déspota que nunca. Al incauto
Eros, pobre sufridor, no le da tregua. Ejerce sobre él una tiranía tal,
que dejaría a Napoleón como un pelele pusilánime si osara retarle a un
duelo. No te exagero nada, hermana. Estos bebés peludos míos me
trastornan los nervios.
Todo comenzó por culpa de la perra de la
vecina. De su mascota, claro está. Aunque también hay un poco de lo
otro, todo hay que decirlo, y estoy dispuesta a afirmarlo en el juicio
final. La prueba está en que la peina como una cortesana y no le reprime
esas ínfulas que se da moviendo la cola, muy indecorosamente, por
cierto.
Para colmo, la vecina tuvo a bien bautizar a la dueña de ese
lujurioso apéndice con el nombre de Afrodita. Figúrate, llamándose así,
esa criatura estaba condenada a cometer los actos más depravados y a
vivir una vida repleta de indignidad y continuas faltas de decoro. Tú
misma juzgarás, Katerina.
El desagradable incidente empezó cuando
nos disponíamos a tomar un almuerzo con unos amigos. La vecina y su
Afrodita decidieron que ese era el mejor momento para visitar a mi
suegra y preguntarle por el estado de salud de su marido. Aquello fue un
atropello contra los principios más elementales de la educación, pero
por lo que se ve en este pueblo se desconocen por completo los modales.
Pues
bien, en cuanto Hércules vio a Afrodita, le noté que se había prendado
al momento de esa descarada mestiza. De repente, emergió en él una
mirada que parecía decir: “Monada, yo soy tu perro. Sería capaz de dejar
de ser un golfo por ti, luz de mis ojos”.
Pero a ella debió de
parecerle una impertinencia, porque ladeó la cabeza como si le
respondiera: “Me repugna su insolencia, caballerete. Usted no llega ni
llegará nunca al nivel necesario para ser mi enamorado”. Y tenía toda la
razón, ya que ella es mucho más voluminosa que él. Sin embargo, por más
que le intenté explicar al pobre Hércules la imposibilidad de ese amor,
aduciendo la disparidad de tamaños, no entró en razón ni cejó en su
empeño de dirigirle ardientes miraditas a la joven dama, mientras se
contoneaba orgullosamente.
Tienes razón, hermana, ya te veo
reprochándole su atrevimiento. Yo también reconozco que fue una actitud
inapropiada para un perro de su posición social. Te imploro que le
disculpes, porque fue como un flechazo, que le dio al galán en toda la
cocorota.
Estoy preocupada, porque no sé cómo lograré hacerle
comprender sin que discutamos que su amor es inaceptable, además de
indigno para su categoría. Ya estoy oyendo lo que le dirás en cuanto
volvamos, te veo agitando compulsivamente el dedo índice mientras le
reprochas: “¡Ay, calamidad! ¡No haremos carrera contigo! ¿Qué podemos
esperar de un señorito que no respeta su pedigrí?” Yo te lo respondo,
Katerina: que el Señor nos proteja.
El caso es que la perra no
quiso saber nada del pavoneo de nuestro Hércules. En cambio, sí que
mostraba un interés especial por Eros. Yo la vi, a la muy casquivana,
contonear sus partes traseras ante el hocico de él afectando descuido.
Lo más escandaloso fue contemplarla ejecutar un neurótico agitar de cola
cada vez que él pasaba cerca de ella.
De más está decir, porque
supongo que ya te lo estarás imaginando, que esto fue el colmo de la
fatalidad para nuestro pobre pequeño. Al darse cuenta de los elocuentes
detalles, como me di cuenta yo, montó en cólera y le dio un tremendo
síncope de rabia, los ojos se le pusieron en blanco, comenzó a emitir
aullidos lastimeros. Mi corazón palpitaba acongojado. A punto estaba de
desmayarse, cuando alguien trajo corriendo una salchicha, y sólo el
hecho de enseñársela produjo en él una instantánea recuperación.
Sin
embargo, fui rauda a mi habitación a coger mi saquito de sales por si se
producía el temido desmayo. Pero no hizo falta, gracias a Dios, porque
cuando volví ya se estaba recuperando. Ni te imaginas cómo tenía los
nervios de destrozados, no tuve otra elección que prescribirme una
considerable copita de vodka para reanimar la corriente sanguínea. Por
un momento, llegué a temer que perdíamos a nuestro autoritario
chiquitín.
Pero ahí no acabó todo, hermana. Nos quedaba sufrir un conflicto familiar lamentable.
Ocurrió
cuando Eros, con su porte musculoso y su mirada benevolente, se acercó a
Hércules. Con un tierno gesto y levantando la pata derecha hacia él, lo
miró como diciendo: “Yo me disculpo, pero que vaya por delante que ni
he mirado a esa señorita”. Pero el intratable e inmisericorde Hércules
le respondió con un mordisco en la pata, el muy bellaco.
Estuve toda
una hora entera sin dirigirle la palabra, no te digo más. Su
comportamiento fue de lo más reprobable. Nunca se había mostrado
violento con Eros, todo lo más algún empujoncito que revelaba un: “Deja
paso al Rey, inmundicia”. Pero ahora me arrepiento un poco por haber
sido tan dura con él. ¡Toda una hora sin hablarle!
Si en el fondo lo
que le pierde es su afán de tiranizar, pero es innegable que, mientras
está tiranizando, yace latente un cariño y una lealtad inmensas. Lo que
pasa es que nadie sabe verlo. Además, encuentro que hay en su manera de
ser una actitud regia tan… cómo te diría… tan impertinente, que me
resulta de lo más encantadora.
Te mando una fotografía para que
veas como es de desolador el pueblo de mi marido. No te rías de mis
pelos, pero chica, aún no he podido encontrar a nadie que me sepa hacer
un peinado comme il faut.
No te creas que ha sido fácil
tomar la fotografía. Yo quería que salieran los dos uno al lado del
otro. Pero Hércules sigue muy molesto y no soporta tenerlo cerca. Ya ves
que no quiere ni mantener relaciones oculares con él. Cuando lo tenía
en mi regazo no paraba de gruñirle, talmente como si le estuviera
diciendo: ¡Maldita sea!, esto no quedará así, traicionera escoria
plebeya”.
No te preocupes por la herida de Eros, está
prácticamente curada. Aún no apoya la pata derecha del todo, pero es
casi imperceptible.
Ya está bien por hoy de perrerías, Katerina.
Te quiere, tu hermana muerta, si no encuentra pronto una peluquera en condiciones.
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