Para Yolanda
En el principio era la Nada, página en blanco, inmensidad flotando en un infinito de probabilidades. Al siguiente parpadeo el verbo se hizo sendero, la tierra fue acantilado y el cielo se esculpió en forma de casa azul. El Tiempo olvidó su cualidad lineal y decidió operar en círculo en ese mundo imaginario. Así se materializó Refugio, creado por una entidad invisible, dama nocturna para más señas, que imaginó cada guijarro de piedra y donde en una curvatura de tiempo concreta viven una muñeca, un bosque de sauces y un gato.
A la
casita azul, que en su día fue
roble y todavía recuerda su vida de árbol, se le insufló una vida
capaz de albergar sentimientos, con la habilidad de construirse un
destino. Pero lo más importante, la esencia superlativa es que la
casa tenía baranda, una baranda donde la muñeca afirmaba el
firmamento. Allí subida se pasaba las noches, contemplando el techo
estrellado mientras el gato maullaba
a la luna y los
sauces de sonrisa perenne murmuraban su rumor de hojas. Así
se desarrollaba el círculo del tiempo hasta que un día amanecieron
y no podían creer lo que vieron sus ojos. La baranda había cedido.
Intentaron volver a construirla pero pronto se dieron por vencidos,
era una tarea inasequible
para un gato y una muñeca. Los días pasaban y la tristeza les
mordía fieramente, ella necesitaba su atalaya al firmamento y él
maullarle muy cerca a la luna. Se miraban a los ojos como
preguntándose quién sería capaz de hacerles una baranda, quién
les devolvería la cercanía del techo estrellado. El bosque de
sauces, que se estaba contagiando de la pena desprendida por el gato
y la muñeca, la sentía impregnándose en sus troncos como un
perfume. Fue el sauce anciano quien mandó un mensaje a todos los
habitantes con un murmullo de hojas: no alimentéis la pena. La
baranda está en proceso de recrearse.
Cuando
la muñeca despertó una mañana de un sueño inquieto se encontró
en la cama atada de pies y manos. Intentó liberarse pero fue en
vano. Inquieta, buscaba a su alrededor al gato con los ojos. Entró
en pánico. El gato estaría persiguiendo mariposas rojas como cada
mañana y no volvería hasta el atardecer. ¿Por qué me atan?, se
lamentaba. «Estoy yo», oyó susurrar a la casita azul. La muñeca
sintió en su pecho de tela una serenidad inmediata. Cerró los ojos
y en su interior se le dibujó un jardín lleno de rosas blancas.
Flotando en esa fantasía se aquietó hasta que oyó un ruido
desconocido. Abrió los ojos y vio a un lirón sentado en el alfeizar
de la ventana. Los ojos de la muñeca brillaron luminiscentes. El
lirón se acercó, estuvo un rato husmeándole el pelo y la cara como
si comprobara que ella era la muñeca que buscaba. Al resultar
satisfactorio el reconocimiento comenzó su tarea que consistía en
roer las cuerdas. Una vez las hubo desgarrado por completo se
escabulló raudo para volver a su mundo. La muñeca echó a correr
detrás de él siguiendo las pequeñas huellas hasta llegar al
comienzo del sendero, donde ya no había ni rastro del lirón.
Consultó al oráculo de sauces y le respondieron que se había ido
por donde había venido. A través de una grieta abierta en el cielo.
Un día
de otoño, cuando la muñeca y el gato dormían, las copas de los
sauces de sonrisa perenne comenzaron a agitarse. El rumor de hojas
inundó todo Refugio y en el cielo apareció una grieta, refulgente
estalactita de fuego. De la
grieta surgió en el sendero una hilera formada por siete individuos
de caracoles. Sin deshacer la fila se dirigieron uno a uno, muy
poquito a poco, hacia la casita azul. Cuando llegaron a los restos de
la baranda, ceniza de piedra, se colocaron cada uno encima de un
trozo y se metieron en sus respectivas espirales de concha. Cuando la
muñeca y el gato se percataron de la existencia de los nuevos
habitantes se miraron extrañados sin comprender nada. Nunca antes
habían visto caracoles en Refugio. Pronto se olvidaron de ellos y se
alejaron hacia el bosque de sauces. La muñeca se entretuvo hablando
con una solitaria rosa blanca y el felino se dedicó
a perseguir mariposas rojas hasta que se aburrió. Adoptando una
postura regia se sentó bajo un árbol donde comenzó a bostezar
indolente. Cuando estaba a mitad del proceso una de las mariposas
rojas se introdujo en sus fauces y casi sin darse cuenta se la había
tragado entera. La muñeca, que se había sentado a su lado y lo
había visto todo se quedó con la boca completamente abierta. De
repente, un remolino compuesto por mariposas rojas apareció de
pronto y fueron creando un círculo alrededor de los dos hasta que
los rodearon por completo. A través del vórtice creado cayeron,
cayeron, cayeron...
Dos pies
de gomaespuma y cuatro patas pisaban la arena cristalina de una
playa. Lo primero que vieron fue a un hombre sentado a la orilla de
un inmenso mar turquesa. Silbaba. Se acercaron a él y observaron que
escribía con una ramita un nombre en la arena: kassiopea. Una ola lo
borraba, el hombre sonreía y de nuevo volvía a escribir:
kassiopea... El gato y la muñeca se sentaron al lado de él.
Invadidos por una deliciosa serenidad recorrieron el horizonte
magenta como hipnotizados, olieron el salitre y la marea les inundó
los sentidos. Pero no era ese su mundo y el mismo vórtice que los
había traído los devolvió a Refugio.
Al
entrar en la casita azul observaron varios objetos que no estaban
antes de caer en el remolino de las mariposas. Se trataba de un
cuadro y tres caracolas. Colgada en la pared se veía la playa que
acababan de visitar. Una rama de roble descansaba a la orilla del mar
turquesa y el nombre de kassiopea estaba inmortalizado en arena, sin
ola que lo borrase. Cuando acercaron sus oídos a las caracolas se
sorprendieron mucho. El hombre silbaba desde el otro lado. De golpe,
les llegó el aroma a salitre y volvieron a ver el horizonte magenta.
Comprendieron ambos al instante que en todas las cosas que existen en
Refugio late un propósito.
Todo era debido a esa dama nocturna, invisible diosa, que a pesar de
andar muy lejos les tejía siempre un camino y nunca se olvidaba de
ellos. Palpitarse muy cerca estando tan lejos era un sentimiento de
lo más resplandeciente, pensaron los dos.
Al salir
fuera de la casita se detuvieron en seco. Se les hinchó el alma cual
globo y una sonrisa perenne igual a la de las sauces se instaló en
sus corazones. Había baranda de nuevo. Allí estaba la hilera de los
siete caracoles recorriendo la atalaya al techo estrellado. Porque
cuando hay voluntad acaba surgiendo un sendero y donde hay caracoles
siempre crece una baranda que recorrer. Esa es la manera en que
funciona la naturaleza de este universo, donde todos los elementos
cooperan entre ellos dentro del círculo del Tiempo. Así, muy poco a
poco, se va tejiendo el camino, un camino que permite a un gato
maullarle muy cerca a la luna y a una muñeca afirmar el firmamento.
"Porque cuando hay voluntad acaba surgiendo un sendero..." Amén a eso, Caleta.
ResponderEliminar¡Caleto!
ResponderEliminarQué alegría tan resplandeciente me das. Mil gracias, poeta majareta. Y qué bonito reencontrarte en el sendero de Refugio.
Estaba a punto de recorrerme todas las jugueterías de la ciudad para ver si encontraba al niño poeta en alguna barquita. Lo que en argot "barquetero" se conoce como "hacerse un Emilio".
¿Tienes blog para seguir buceando por tus letras? Aquí siempre tendrás sitio pa postear tus pamplinas. :lol:
Abrazo caletero, miarma.
Ya no hay pamplinas ni letras, solo tres guitarras y quince voces encerradas en mis auriculares. Pero, si un día vuelven, te las mandaré a ti, que no se me ocurre mejor sitio que este.
ResponderEliminarMua.
Aquí estaré, poeta majareta.
ResponderEliminarUn abrazo carnavalero.