«Quitarse
la vida como el que se quita el abrigo en un caluroso día de
primavera».
He
escrito en mi libreta este relato que sólo consta de una oración.
Resuelvo
que ha llegado el momento de salir a pasear.
Mientras
paseo me acompaña un poeta muerto, de profesión caminante y loco.
Él continúa aquí, agazapado en sus palabras. Realmente no murió,
se cayó dentro de un poema para hacerse silencio en el Silencio.
Al
llegar a la playa escribo su nombre en la arena para que lo bese la
marea.
Poco
después observo un velero contra el horizonte, como dibujado para el
poeta. Navega sombreado de luces, achicando el cielo. Sólo por
contemplar un paisaje así vale la pena dejarse el abrigo puesto.
Sopla el
viento en mi cara y me digo: me está besando. Así son los besos de
los poetas muertos. Van enredados en el aire, en la brisa que juega
con el pelo. No te bañarás dos veces en el mismo beso, me escucho
pronunciar. Qué feliz melancolía.
Continúo
caminando hasta que llego al bosque. Los altos y viejos nogales
sonríen al pronunciarles su nombre muy bajito, al oído. Yo también
sonrío. Es un consuelo paradójico que un poeta muerto me ate a la
vida.
Las
palabras del poeta son copos de nieve para el corazón que está
ardiendo en llamas.
Se
siente el mismo alivio que el que proporciona un chapuzón en el mar
durante la calina.
Se hace
de noche. La luna es una inmensidad. Estoy llorando. Lloro la belleza
que irradia la luna. Me parece que lo estoy viendo, la pipa en la
boca, los ojos en el paisaje, la mirada hacia dentro, el alma
envuelta en el paseo. Me doy cuenta que el ensueño es lo único que
no se desvanece nunca.
El poeta
no está solo en la tarea de perderse, le acompañamos algunos
encantadores ceros a la izquierda. Me apoyo en el tronco de un árbol
y sueño que el futuro le alcanza para viajarnos hacia su presente.
Hay un pasillo donde todas las vidas están sucediendo al mismo
tiempo. Es evidente que él lo conoce.
El poeta
amanece poema como el que se levanta muerto de sed. Sin lágrima que
alivie su lodo. Despertar es temblar como la llama de una vela y
fuera de la página siente mucho frío. Ahora mismo me gustaría
prestarle mi sombrero.
Llego a
la laguna de las luciérnagas. Han caído copos de palabras como
hojas muertas. Son pensamientos para él de otros ceros como yo. Lo
he visto reflejado en el agua. Lo he leído en un poema que yacía
sin punto final. Cada palabra nace para coger de la mano a otra
palabra y compartirse en silencio sus voces. Con respecto a muchas
cosas padezco de ceguera, pero eso bien que lo puedo ver.
Las
palabras en el folio en blanco son como las pisadas que deja un
hombre en la nieve. El hilo de las palabras no ha de cesar, así teje
el poeta la red que todo lo sostiene.
Sigo
paseando de la mano de un poeta muerto. Empieza a llover. Se mezclan
la libertad, la tumba y la locura. Si me detengo es para dedicarle
una reverencia a él, al poeta que se dejó el sombrero y la vida
sobre la nieve.
Volviendo
a casa me he cruzado con alguien que se le parecía. Su nuca era
idéntica a la suya. Le he gritado: «¡Gracias por el fuego!». Me
ha sonreído.
Las
sonrisas entre bardos son muy valiosas en un mundo donde los poemas
están en peligro de extinción. En un universo donde no puede medrar
la poesía los poetas vagamos con el corazón roto.
Ya estoy
en casa, de nuevo me atrae como un imán mi libreta y no puedo evitar
volver a caer en ella...
En este
momento ruego al lector que no haga ningún ruido. En una rama del
presente párrafo acaba de posarse un pájaro. Me disgustaría que
algún ruido lo espantara. Contengamos un poquito la respiración, el
pájaro está moviendo a ambos lados su cabecita repetidamente,
parece que no se fía. Pero he de decir que yo estoy disfrutando
mucho. Pido al lector disculpas por las molestias... Ya voló el
pájaro, restaurado queda el permiso de libre movimiento.
Otra vez
cae la noche, siempre se hace de noche y todo sigue estando oscuro.
Sin embargo, poderosas luminarias se vislumbran si contemplo cómo
reverdece de tinta este páramo.
Hay que
pasear hasta el final, hasta que caigamos muertos sobre la nieve.
Sonrío.
Oigo al poeta cantar sus prosas breves. Resuena el eco de mi grito en
la noche cerrada:
“¡Por
Walser!”
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