jueves, 10 de enero de 2013

Sin miedo




Hacía una semana que el gato no recibía ninguna patada propinada por el hombre, por lo que se sentía muy inquieto. Estaba seguro de que la ira del humano no tardaría mucho en volver a recaer sobre él. Se había sentido tentado de abrazar su lado salvaje y hacerse gato callejero, pero no era capaz de hacerlo. No abandonaría a su amigo ni por toda la paz gatuna del mundo. Sabía que éste jamás lograría sobrevivir en la selva asfaltada.

Su amistad había ido creciendo con el tiempo mientras compartían estremecimientos. Al principio ninguno de los dos se había percatado de la presencia del otro, el pavor que les causaba el hombre los aislaba encerrándolos en su propia burbuja.
Por lo que se refiere al gato, sólo prestaba atención a huir de los puntapiés y lanzamientos de toda clase de objetos. En cuanto a su amigo, se encerraba en sí mismo acallando el rumor de sus palabras mientras temblaba de principio a fin.

El primer encuentro se produjo un día en que el hombre no se hallaba en la casa. El gato, relajado y con ganas de descansar de los gritos y patadas, se subió a una estantería, donde  se acurrucó enrollado sobre sí mismo.
Fue ahí donde lo conoció. Su amigo estaba solo, ningún congénere le acompañaba para aliviar el pandemónium del hombre.
De repente, el gato percibió unos curiosos susurros, era su amigo que le recitaba palabras que llevaba guardadas en su ser. Comenzó a maullar de satisfacción, porque los susurros eran como manitas que le acariciaban detrás de las orejas, y los sonidos que emitía le recorrían desde los pelos del bigote hasta los de su larga cola provocándole un unmenso placer.

Pasaban los días y cuanto más tiempo estaba el gato con su amigo, más fácil le resultaba olvidar las punzadas que le daba su estómago vacío.
Desde el día en que los dos amigos se conocieron el pobre gato no había salido a buscar comida, entretenido en restregar el hocico por el lomo de su acompañante, que aleteaba sus miembros como si quisiera salirse de sí mismo para agradecérselo.
Aunque el estómago del gato rugía no quería abandonar a su nuevo compañero, se le erizaba todo el pelaje sólo de pensar en dejarlo a solas con el hombre. El miedo a que le pasara algo era demasiado fuerte para un gato.
Cuando el hombre aparecía el felino se escabullía rápidamente para esconderse en un rincón. Al mismo tiempo, su amigo, silenciando su fuente de susurrantes palabras, se cerraba encogido en su propio abrazo.
Les parecía que el hombre traía consigo todos los demonios juntos.

Una noche de plenilunio se hicieron realidad los peores temores del gato. El hombre, sumergido en un océano de ira avanzaba pegando gritos, persiguiendo al gato con un cuchillo en la mano. Para alivio del gato el hombre se tropezó con una silla, perdió el equilibrio y se cayó estrepitosamente.
Confuso y mareado, con miedo a moverse por si se había roto algo, se quedó durante un rato tumbado en el suelo justo al lado de la estantería.

A su vez, el gato, subió a la estantería aterrado, el único lugar en el que había disfrutado de su vida gatuna, quizás buscaba sentirse arropado y protegido por su amigo de letras.
El felino le imprimió tal ímpetu al salto debido al terror, que provocó el balanceo del citado mueble, causando a la vez la misma oscilación en su amigo. Éste se mantuvo  meciéndose hacia delante y atrás, como acunado por una mano invisible, durante unos segundos.
La voluntad del amigo prevaleció, pareció como si hubiera perdido el miedo al ver al gato en peligro. ¿Temió que el hombre recuperara las fuerzas? No lo sabemos, lo que sabemos es que cayó hacia delante con toda su energía entintada impactando directa y contundentemente contra la nuez del hombre. El cual, tras el golpe, se agarró el cuello mientras sus ojos se iban desorbitando poco a poco.
De repente un gorgoteo carmesí surgió de la boca del hombre, presuroso por salir de su garganta.

Al cabo de unos pocos minutos tan sólo se oyó restriegue de lomos, aleteo de páginas y sonoros ronroneos.
Mientras, el hombre expiraba ahogado en su vómito de sangre.

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